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Índice

Portadilla

1 En que se presenta a una niña muy, pero muy valiente

2 En que la valentísima niña sufre un miedo terrible

3 En que aparece un gracioso compañero de aventuras

4 En que Mariana se enfrenta a cuatro extraños guajolotes

5 En que los Cuatro Vientos tienden una trampa mortal

6 En que Mariana, temerariamente, llega hasta la poza del río

7 En que Mariana se enfrenta a la Doncella del Agua

8 En que se decide dormir esa noche y dejar la búsqueda al día siguiente

9 En que nuestros amigos visitan al Dueño de las Iguanas

10 En que aparece una pista difícil de aceptar

11 En que Mariana sigue la pista, aunque sabe que es falsa

12 En que Mariana tropieza con un dueto singular

13 En que Mariana recibe noticias inquietantes

14 En que aparece un colaborador inesperado

15 En que Mariana y el murciélago ponen fin a su aventura

Créditos

1 En que se presenta a una niña muy, pero muy valiente

HABÍA UNA VEZ una niña que vivía sola, en las afueras del pueblo. San Miguel o Santiago o San Juan o algún otro santo se llamaba; no lo recuerdo bien. En todo caso, era un caserío de tejados rojos y paredes blancas, con un alto campanario de piedra en el centro, que estaba posado, como si fuera un grupo de palomas, en lo más alto de una altísima montaña.

Que ¿por qué vivía sola esta niña? Eso sí que no lo sé. Esta historia tiene tres o cuatro misterios y éste es el primero y tal vez el más grande, el más misterioso de todos.

Lo cierto es que esta niña atendía sola su casita, de muros encalados y tejas de barro; sola arreglaba su ropa y sus zapa-tos; sola trabajaba en su huerto de membrillos y manzanos; sola cuidaba sus animales y todas las tardes los sacaba a pastar al monte. Sola iba al mercado y a la escuela y a la nevería, que estaba en la plaza, frente al templo. Todos los días, antes de regresar a casa, compraba un helado doble de canela.

Cuando iba o venía de la escuela, o cuando llevaba sus borregos por las calles, que estaban todas empedradas y subían o bajaban siempre, los vecinos y las vecinas salían corriendo a verla. Festejaban su gracia, comentaban lo gordos que estaban sus animales y la iban saludando a grandes voces.

—Mariana, buenos días —le decía la tendera, que lo primero que hacía todas las mañanas era tomar la escoba y ponerse a cantar, mientras barría la calle.

—¿Cuándo vienes a casa, Mariana? —le decían sus compañeras de la escuela y la invitaban a saltar la cuerda, a jugar con sus muñecas y a tomar té de yerbaniz.

—¡Tanto tiempo, Mariana! —le decía el frutero, aunque la viera pasar todos los días, y le regalaba unos duraznos, un racimo de uvas o unos perones verdes.

Al caer la tarde, la niña pasaba llevando sus borregos, de regreso a su casita, de muros encalados y tejas de barro. A medida que se alejaba del centro del pueblo, las calles se iban haciendo más escarpadas y menos concurridas. Había cada vez menos gente y menos automóviles. A la salida del pueblo sólo la veían pasar las palomas que los santos y los ángeles de la fachada de la capilla tenían en la cabeza; y también, por supuesto, los propios ángeles y los santos, con sus ojos de piedra, y los perros del barrio, que buscaban las sombras de los árboles para dormitar. Y cada quien a su manera, las palomas, los santos, los ángeles y los perros salían al encuentro de la niña y la saludaban.

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Todo el mundo, desde la tendera y el frutero hasta los santos, los perros, los ángeles y las palomas, sabía que Mariana era una niña trabajadora, guapa, simpática, empeñosa, despierta, ordenada, inteligente y, sobre todo, muy pero muy valiente. Porque Mariana no tenía miedo de ir a pie por los bosques, ni de los animales del campo, ni de pasar cerca de la poza del río, ni de los temblores de tierra.

2 En que la valentísima niña sufre un miedo terrible

ASÍ, EN SANTA PAZ, iba transcurriendo la vida de Mariana. La niña pasaba el tiempo ocupada en sus faenas, en sus juegos, en sus tareas escolares y en la atención de su casita y de sus animales. Sus días corrían uno detrás del otro bajo la mirada de piedra de los ángeles y los santos de la capilla, acompañados por el zureo de las palomas que ellos usaban como sombreros. La gente del pueblo la mimaba, sus compañeras de escuela la buscaban y los perros del barrio salían a su encuentro y la seguían moviendo la cola y ladrando hasta que se perdía de vista.

Cierto día, como desde hace siglos acostumbra hacerlo todos los años, llegó el verano con su escolta de aguaceros. Una tarde de fines de julio, una tarde oscura y fría, una tarde de rachas huracanadas en que había un cielo bajo, lleno de enormes nubes grises, Mariana sufrió el más terrible susto de su vida.

Ya dije que la niña era valiente y en eso no hay misterio alguno; todos en el pueblo estaban seguros de que no conocía el miedo. Todos sabían que Mariana, sin ningún sobresalto, atravesaba sola los bosques y no le importaba pasar cerca de la poza del río, que estaba rodeada de leyendas espantosas; vivía sola en su ca-sita, de muros encalados y tejas de barro, sin preocuparse por los animales del campo, ni por los temblores de tierra.

Sin embargo, aunque casi nadie lo su-piera, aunque casi nadie se hubiera dado cuenta, el valor de Mariana tenía un punto débil. Y esa tarde no había ningún temblor de tierra, ni se trataba de atravesar el bosque sola, ni de pasar al lado de la po-za, ni de los animales del campo. Esa tarde había rayos y truenos.

Si algo asustaba a Mariana, si algo en verdad le daba miedo, ese algo eran precisa y justamente los relámpagos y los truenos. Así había sido siempre, desde el primer instante de su existencia, y ella no podía remediarlo. Pero ese día, por primera vez en su corta vida, la niña se encontró en medio de una gran y verdadera tormenta eléctrica.

Ese día de fines de julio apenas si llovía; pero en cambio caían rayos y retumbaban truenos como nunca antes, en todos sus días y sus noches, la niña había visto. Uno tras otro, sin descanso. Atronaban con tanta fuerza, iluminaban tan intensamente los cielos y la tierra y el mar interminable, que la niña, agazapada bajo una mesa en su casita, temblaba de los pies a la cabeza y de la cabeza a los pies.

Racataplán, plan, plan… Racataplán, plan, plan…

Así iban diciendo los truenos cada vez que rebotaban en las crestas de rocas y nieve que coronaban las montañas; cada vez que caían rodando por los bosques de pinos y por las cañadas llenas de helechos; cada vez que resbalaban por los valles y por las llanuras hasta llegar al mar.