Portada

EDITORIAL CLIE

M.C.E. Horeb, E.R. n.º 2.910 SE-A

C/Ferrocarril, 8

08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA

E-mail: libros@clie.es

Internet: http://www.clie.es

HISTORIA GENERAL DEL CRISTIANISMO

Del siglo I al siglo XXI

COLECCIÓN HISTORIA

Versión española actualizada por Alfonso Ropero

© 2008 por Editorial CLIE

ISBN: 978-84-8267-652-4

Clasifíquese:

0295 HISTORIA GENERAL DE LA IGLESIA CRISTIANA

CTC: 01-03-0295-11

Referencia: 22.46.30

PREFACIO

Esta obra tiene por base una serie de historias compendiadas por John F. Hurst, que se dieron a la prensa entre los años 1884 y 1890. Juntas conformaban una historia completa del cristianismo que llegaba casi hasta finales del siglo XIX. La obra de Hurst alcanzó un éxito sorprendente, y tenemos buenas razones para creer que, a pesar del paso de los años, continúa ofreciendo una perspectiva útil a los estudiantes de historia eclesiástica, y a cualquier persona interesada en conocer el decurso del cristianismo a lo largo de los siglos, cuyos efectos e implicaciones se dejaron sentir en la política, en la cultura, en la economía y en la literatura, y no sólo en la religión, como el autor pone en evidencia con agudeza en cada capítulo. El lector más exigente puede recurrir a obras más extensas, pero eso en ningún modo le exime de adquirir una idea general, una impresión a vista de pájaro, de más de dos mil años de historia cristiana, que le permita conocer los hechos directrices que marcan y explican los pequeños detalles de la historia local o particular de las iglesias y de la evolución del pensamiento cristiano.

Pero es evidente que una historia que se detiene en el el umbral del siglo XX no es sólo una historia incompleta, sino obsoleta, con un mero valor de anticuario. Pues el siglo XX ha sido uno de los más fecundos y revolucionarios de todos los tiempos, no sólo en el campo eclesiástico y teológico, sino en todos los campos de la actividad humana. Estos últimos cien años de la historia reciente de la humanidad han significado un reto continuo a las estructuras de las Iglesias, a sus modos de pensar y vivir la fe, pues en ellos se han producido cambios transcendentales, gracias a los cuales la vida del hombre sobre el planeta ya no volverá a ser la misma. Ni su conciencia. Ni sus inquietudes. Y estamos sólo al comienzo, pues lo que está por venir anuncia la plena manifestación de esos desafíos que sólo acaban de asomar la cabeza.

A nivel interno, las Iglesias han experimentado cambios profundos, radicales. Ya nada puede ser como ayer. El ecumenismo, que cierra una brecha sangrante de siglos, o al menos ha introducido un modo de pensar ecuménico, libre, tolerante, frente a los anatematismos y las descalificaciones de antaño. La teología de la liberación y las cuestiones sociales, la causa del pobre y de los oprimidos; el resurgir de los fundamentalismos religiosos; la guerra y el terrorismo, con el nombre de Dios por medio; el fenómeno del ateísmo generalizado, contrarrestado por un renacer de la religiosidad a nivel mundial; el anhelo de seguridades en medio de una era de incertidumbre económica y política; el sorprendente y llamativo crecimiento del cristianismo pentecostal, que ha saltado barreras y cruzado todo tipo de fronteras confesionales y geográficas. Hay muchos acontecimientos y giros ideológicos que nos hubiera gustado estudiar en profundidad, pero que no ha sido posible en virtud de la naturaleza de esta obra, no obstante, los hemos anotado, siquiera levemente, confiando en ulteriores estudios, propios o ajenos. En todo hemos procedido convencidos del valor del conocimiento histórico para formar el espíritu y relativizar toda etapa presente a la luz de lo que ha pasado y de lo que se espera. Sin alarmismos ni falso optimismo, conociendo por la Revelación divina y habiendo aprendido suficientemente por la historia eclesial el carácter ambiguo de la acción humana.

Hemos incluido una lista de lecturas complementarias destinada a ayudar a los que quieren avanzar y profundizar en el conocimiento de los temas tratados aquí. No es exhaustiva, no tiene sentido hacerlo cuando no para de crecer, pero sí suficiente para proseguir uno mismo la investigación. Nos hemos limitado a las obras disponibles en castellano, entendiendo que esta obra se dirige en especial al pueblo culto, pero sin alardes de erudición ni de conocimiento de otra lengua que la propia. En las notas hemos reducido al mínimo la referencia a obras en otros idiomas, sólo cuando el caso lo exigía, por no existir nada en castellano al respecto.

En conjunto, las cuatro primeras partes de John F. Hurst, a las que se suma una quinta, redactada por quien esto suscribe, la presente obra pone en manos del lector un rico caudal de información ofrecido lo más ecuánime y objetivamente posible, sin renegar de nuestro criterio personal de selección y perspectiva, que obedece además a nuestra peculiar situación de españoles, con lo que esto significa de conveniencias e inconveniencias. Podrían haberse recogido más aspectos del amplio acontecer histórico, pero estamos seguros que no falta ninguno de los que han contribuido a formar nuestro horizonte eclesial moderno, ninguno de los que pueden darnos la clave de muchas situaciones presentes.

ALFONSO ROPERO, TH.M. PH.D.

HISTORIA GENERAL DEL CRISTIANISMO:
PRIMER PERÍODO

LA IGLESIA ANTIGUA

Años 33 al 767 d. C.

 

Contenido:

1. La iglesia y su historia

2. Escena de los trabajos de los apóstoles

3. Estado de las civilizaciones griega y romana

4. Actitud del judaísmo con la religión cristiana

5. El período de las persecuciones

6. El culto cristiano

7. La vida de los cristianos

8. Organización eclesiástica

9. Desviaciones doctrinales: el ebionismo y el gnosticismo

10. Ataque literario de los paganos contra el cristianismo

11. Los defensores del cristianismo: los apologistas cristianos

12. Las escuelas de pensamiento cristianas

13. Constantino liberta la iglesia

14. Reacción bajo Juliano

15. La reforma montanista

16. Controversias sobre la naturaleza divina de Jesús

17. Controversias posteriores

18. Cismas eclesiásticos

19. La escritura y la tradición

20. Los textos apócrifos

21. La teología durante el primer período

22. El gobierno eclesiástico y la primacía romana

23. Las fiestas sagradas y el culto público

24. Educación de los creyentes y disciplina eclesiástica

25. La vida y las costumbres de los cristianos

26. La iglesia en las catacumbas

27. La vida monástica

28. La época de Gregorio el Grande

29. La propagación del cristianismo

30. Conclusiones al primer período

1

La iglesia y su historia

La Iglesia visible es la sociedad organizada de los que creen en el Señor Jesús y procuran seguir el ejemplo de su vida. La historia universal revela la presencia perenne de una Providencia que todo lo dirige: ni el apogeo de las ilaciones ni su caída se deben al capricho de las pasiones humanas. Cuando dijo Schiller que "la historia universal es el proceso del mundo", no hizo más que reconocer la vigilancia y la justicia eterna de Dios. Jamás han fluido sin interrupción las corrientes del mal, antes, cuando ha llegado la hora de que cesen en su obra, las ha detenido ese poder divino que da siempre el triunfo a la justicia. Y esa Providencia se ha dejado sentir de una manera todavía más patente en la historia de la Iglesia, puesto que, si bien las influencias espirituales han ocupado un lugar secundario en la historia profana, en la sagrada se han presentado abiertamente y a la vanguardia. A pesar de que la Iglesia ha obrado frecuentemente sin razón y se ha dividido en sus opiniones, la interposición divina la ha salvado de errores fatales y de la ruina más completa: aun en las épocas en que, aceptando supersticiones crasas, ha enseñado doctrinas falsas, Dios ha enviado siervos fieles que se han convertido en héroes de causas santas y en heraldos de mejores días. Debido a la influencia de algún opositor bueno y valiente, los campeones de las causas malas han fracasado siempre: para cada Arrio ha habido un Atanasio; frente a cada León X se ha puesto siempre un Lutero. El señalar, pues, las épocas en que la energía divina ha restringido todos los acontecimientos humanos, haciéndolos cooperar al progreso no interrumpido de los siervos de Dios, es la misión de quien se propone tratar de la historia eclesiástica; el trabajo del historiador de la Iglesia no consiste en desenredar una madeja, sino en seguir el hilo áureo de la presencia divina desde el principio de la era cristiana hasta nuestros días.

Complemento del ministerio de nuestro Señor Jesucristo.

Antes de consumar su pasión, nuestro Señor llevó a cabo tres obras admirables: anunció su Evangelio al género humano; dio al mundo el ejemplo de una vida sin mancilla, y, con su muerte voluntaria, obtuvo la redención universal. La resurrección y ascensión prueban la verdad de sus enseñanzas, y, más que pruebas, son la garantía doble que dio a sus discípulos, y a cuantos le han seguido después, de que todo aquél que en Él crea y le ame, ha de gozar constantemente de su presencia en esta vida y heredará después la celestial. Pocos momentos antes de ascender al cielo, mandó el Señor a sus discípulos que permanecieran en Jerusalén hasta que recibiesen el poder de lo alto: incluye este mandato la promesa de dones espirituales para el ministerio y enseña a la vez que, para lograr buen éxito en la predicación del Evangelio, la preparación especial, espiritual y completa ha sido, es y será siempre un requisito indispensable. Si el Espíritu Santo no hubiera descendido el día de Pentecostés, el cristianismo no habría tenido absolutamente ningún poder.

La predicación el día de Pentecostés.

Pentecostés era el día de la fiesta nacional de los judíos, instituida en memoria de la ley que Dios les dio en el monte Sinaí, y en el cual rendían gracias por las cosechas y frutos anuales de la tierra. Como quiera que la observancia de dicha fiesta traía a la memoria las reminiscencias de la teocracia y de la solicitud del magnánimo Creador, visitaban la ciudad de Jerusalén ese día, a fin de celebrar la fiesta, tanto los judíos esparcidos por la tierra, como los habitantes de Palestina. El primer Pentecostés de la era cristiana, que sucedió el quincuagésimo día después de la resurrección de nuestro Jesucristo y el décimo después de la ascensión, había en la ciudad santa judíos de todo el mundo conocido, y en ese día se cumplió la promesa de que había de descender el Espíritu Santo. Sobre las cabezas de los apóstoles aparecieron lenguas de fuego, y se repartió el don milagroso de las lenguas; en el lugar donde estaban los discípulos, se congregaron multitudes de judíos, y todos los que, cualquiera fuese la lengua que hablaban, entendieron lo que oyeron y, habiendo Pedro explicado el significado de lo que estaba pasando y dicho que el descendimiento del Espíritu Santo se debía al Señor Jesús, tres mil personas fueron añadidas al número de los creyentes.

Inmediatamente después de los sucesos admirables del día de Pentecostés, se efectuó la organización de la Iglesia, y poco a poco se dieron pasos para uniformar el gobierno eclesiástico. Antes de ese día, ya se había escogido un nuevo apóstol, Matías, para que ocupase el lugar que Judas el traidor había dejado vacante. Si bien es un hecho que se fundaron órdenes de ministros y de laicos a fin de promulgar el Evangelio, cuidar de los menesterosos y edificar a los fieles, también lo es que la organización que se efectuó fue general e indefinida. Además, como quiera que el número de los creyentes era corto, y éstos ocupaban un territorio pequeño, los arreglos que se hicieron para el gobierno fueron sumamente sencillos y se dejó para el futuro la legislación más detallada y cabal, según la sugirieran las necesidades de la Iglesia, el desarrollo de las sociedades en todos los países y nacionalidades, y las condiciones de éstas.

Vida práctica.

Tan sencilla como hermosa era la vida práctica que llevaban los cristianos. Era el conjunto de las virtudes que el divino Maestro había enseñado como esenciales a una vida pura y a la salvación final. Tan grande era la fe de aquellos cristianos y tan sincero su amor fraternal, que se distribuían entre sí, y por partes iguales, las posesiones terrenales. Esta comunidad de bienes no se debió a un mandato divino, sino que fue el resultado natural de la caridad tan ardiente que el amor de Jesús y la posesión del Espíritu Santo les inspiraban. La verdadera majestad de la Iglesia primitiva consistía en sus cualidades espontáneas. Los cristianos concentraban todos sus pensamientos en el Señor Jesucristo como su Salvador individual y en el sentimiento que tenían de su continua presencia, y para completar aquella obra, los movía el deseo ferviente y constante de propagar el Evangelio; el mundo entero les parecía pequeño y anhelaban extender sus enseñanzas hasta el horizonte más lejano. Los apóstoles pensaban constantemente en todos los hechos y en todas las palabras que habían presenciado y escuchado al estar en la compañía del divino Maestro, y lo mismo acontecía a todos los creyentes, aun a los menos ilustrados: todos y cada uno de ellos iban a predicar la nueva vida en Cristo lo mejor que podían, a fin de que el género humano participara de los beneficios de la redención en este siglo y de la bienaventuranza en el venidero. Por medio de los acontecimientos del día de Pentecostés, Dios manifestó muy a las claras que el Evangelio es para todos los hombres y, al permitir que aquellos miles de almas entendieran la predicación, cualquiera fuese su idioma, manifestó de una manera providencial que nuestra santa religión es para los hombres de todas clases y condiciones. Esos sucesos fueron la confirmación divina del mandato que Jesús dio a sus discípulos de ir a predicar y a enseñar el Evangelio por todo el mundo.

2

Escena de los trabajos de los apóstoles

La fuente principal de donde podemos sacar datos respecto de los diferentes campos en que trabajaron los apóstoles, es el libro de los Hechos. Las epístolas de Pablo y de sus colaboradores contienen muchos relatos que nos sirven para suplir lo que falta en dicho libro. Deben añadirse a estos escritos las relaciones suplementarias de ciertos escritores que vivieron en el segundo, tercer o cuarto siglo, aunque muchas de ellas no son sino vagas suposiciones o meras impresiones que corrían de boca en boca en la Iglesia primitiva.

Pedro.

Simón Pedro era, entre los cristianos, el representante del tipo judío, pero llegó a comprender, si bien muy paulatinamente, que la religión cristiana es para todos los hombres. Los acontecimientos del día de Pentecostés lo deberían de haber convencido, pero ni aun esa gran lección bastó para dominar su carácter tan intensamente judío. Después de haber llevado a cabo trabajos importantes en Palestina, que en el norte se extendieron hasta Antioquía, asistió al Concilio de Jerusalén. En aquella reunión, y llegado el momento supremo de la prueba, cambió sabiamente de parecer y colaboró con Pablo a derogar todas las ceremonias judaicas que se imponían como condiciones para entrar en la Iglesia. De allí en adelante quedaron rotos todos los lazos con el Judaísmo, y la Iglesia recibió en su gremio a judíos y a gentiles bajo los mismos términos y sin hacer entre ellos distinción alguna. Hay buenas razones para suponer que Pedro hizo un viaje por parte del territorio del Asia Menor, puesto que de su primera epístola averiguamos que había trabajado anteriormente en Ponto, Galacia, Capadocia, la provincia de Asia y en Bitinia. Añádase también que escribe de Babilonia; si esta Babilonia era la que estaba situada en las riberas del río Eufrates, como así lo creemos, fue indudablemente movido por el deseo de predicar a la gran población judía que se había establecido allí. Según parece, Pedro y Pablo hicieron arreglos, conforme a los cuales el primero había de circunscribir sus trabajos al oriente, mientras que el segundo pasaría al occidente.

Pedro en Roma.

No se puede probar científicamente que Pedro haya fundado la Iglesia en Roma, ni siquiera que hubiera estado en dicha ciudad. Los escritores más antiguos que hicieron las listas de los primeros obispos de la metrópoli occidental, no hacen mención alguna de su nombre. Dionisio de Corinto fue el primero que la hizo, el año 170, diciendo que Pedro había muerto en Roma. Con todo, el testimonio posterior unánime de los escritores de la Iglesia de los primeros siglos, de que Pedro residió y murió en Roma, es digno de creerse, y las excavaciones en el subsuelo de la basílica de San Pedro en el Vaticano, con el hallazgo del famoso "trofeo de Gayo", parecen confirmarlo.

Pablo.

Por la majestad de su carácter, la magnitud de su genio, la profundidad de su saber y lo sublime de sus trabajos, Pablo destaca sobre los demás apóstoles: educado en las literaturas judía y pagana, después de su milagrosa conversión se hizo un apóstol capaz, en todo el sentido de la palabra, de luchar con el antagonismo combinado de los enemigos de su época. Habiéndose sentido llamado a trabajar entre los gentiles, hizo tres grandes viajes misioneros. El año 44 emprendió el primero, que incluyó a Chipre y luego Asia Menor, en donde visitó las ciudades de Pérgamo, Pisidia, Antioquía, Icono, Listar y Derbi. El año 48 empezó el segundo y, dirigiéndose hacia el norte, pasó por Siria, entró en el Asia Menor y visitó a Cilicio, Frigia y Galacia; cruzó después el mar Egeo y se internó en Macedonia; empezó su ministerio en Europa en la ciudad de Filipos, de donde partió hacia el sur para Grecia y llegó hasta la ciudad de Corinto; de allí se fue a Éfeso y regresó a Jerusalén. Emprendió su tercer viaje el año 52, cuando pasó otra vez al Asia Menor y visitó Galacia, Frigia y Troas en su camino a Macedonia e Ilírico; volvió a Troas y, pasando por las Islas Egeas, regresó a Jerusalén. De allí lo llevaron preso a Cesarea, donde permaneció dos años; habiendo apelado al César, fue llevado a Roma, ciudad en la cual estuvo desde el año 59 hasta el 61. En ese año fue puesto en libertad y se supone que emprendió otro viaje misionero, el cuarto, en el que visitó Creta, Macedonia, Corinto, Nicópolis, Dalmacia y el Asia Menor; fue arrestado por segunda vez y conducido a Roma, donde, el año 66, durante el reinado de Nerón, sufrió el martirio.

Juan.

Juan representa el elemento conciliador entre el judaísmo y el paganismo. Durante veinte años después del día de Pentecostés, residió y trabajó especialmente en Palestina; estuvo presente en el Concilio que se juntó en Jerusalén el año 50; pero desde esa fecha hasta el año 70 lo perdemos de vista por completo. Es probable que haya estado trabajando, durante ese período, en el valle que tiene por centro a Babilonia y que está limitado por los ríos Jidekel y Éufrates; de allí debe haber regresado a Jerusalén, de donde huyó cuando Tito la tomó: lo encontramos en Éfeso, y sabemos que su estancia en aquella ciudad fue interrumpida por su destierro a la isla de Patmos; murió en Éfeso por el año 94, teniendo como cien años de edad.

Los demás apóstoles.

Respecto de los trabajos de los otros apóstoles, lo que sabemos es, en gran parte, debido a las conjeturas sacadas de los escritos de Hegesipo, Eusebio y Nicéforo, quienes transmitieron las tradiciones orales que existían en las comunidades cristianas. Jacobo el Mayor sufrió el martirio en Jerusalén por el año 44; Jacobo, el hermano de nuestro Señor, predicó en Jerusalén, donde murió mártir al fin; se cree que Felipe trabajó en Frigia; Simón, el que se llama Celador, en Egipto y en la costa vecina de África; Tomás, en la India; Andrés, en Seitia, el Asia Menor, Tracia y Grecia; Matías, en Etiopía; Judas, Lebeo o Tadeo, en Persia, y Bartolomé, en Licaonia, Armenia y la India.

La incertidumbre respecto de cuáles fueron los campos donde trabajaron los demás apóstoles, es una de las maravillas de la Sagrada Escritura; al mismo tiempo no cabe duda que la dirección que tomó el cristianismo, al ir extendiéndose, fue hacia el occidente. Las narraciones de los trabajos de Pablo incluyen informes muy completos del establecimiento del Evangelio en las partes más pobladas del Imperio romano. De los trabajos de aquel apóstol dependían los intereses grandes y vitales de la nueva religión; Roma debía ser el punto de partida para la siembra de la verdad en los campos del norte y más hacia el Poniente; allí fue donde concluyeron de una manera triunfante la vida y los trabajos del apóstol de los gentiles. Pero su martirio apenas fue el principio de su obra; su ejemplo y sus escritos, que son inseparables el uno de los otros, han sido desde entonces los tesoros inestimables de la Iglesia. La corriente que la verdad está tomando en nuestros días es en dirección inversa a la antigua; procede de campos que entonces no sólo eran yermos, sino desconocidos, hacia el viejo oriente; la obra que los apóstoles apenas tuvieron tiempo de empezar en los países orientales, la acabarán los obreros enviados por el protestantismo entusiasta del occidente.

3

Estado de las civilizaciones griega y romana

El paganismo y el cristianismo.

Durante el primer período del cristianismo, la literatura de los paganos era ya una producción muy bella de la mente humana; las obras literarias de los griegos y de los romanos eran trabajos tan simétricos y tan bien acabados como los templos de sus dioses. A pesar de que fueron rudos sus principios, esa literatura se había desarrollado con tal lozanía y majestad, que despertó, y despierta aún en nuestros días, la admiración del mundo entero. Los adelantos que los antiguos de la edad clásica hicieron en literatura, filosofía, las artes y las leyes, son la herencia común del género humano. Cuando apareció el cristianismo con sus extrañas pretensiones, exigiendo que los hombres aceptaran sus doctrinas, tenía muy pocos atractivos exteriores que le asegurasen la simpatía humana: procedía del país más despreciado; su fundador había sufrido la muerte ignominiosa de la cruz; sus primeros apóstoles eran hombres de origen oscuro y, exceptuando a Pablo, ninguno de ellos había estudiado los autores clásicos. Parecía una locura el que una fe nueva, agobiada por desventajas tan multiformes, se aventurase a entrar en un campo tan hostil, donde la literatura y las tradiciones de muchos siglos habían echado profundas raíces. Además, el heroísmo de los primeros predicadores del Evangelio no vaciló ni por un solo momento ante el número y la pujanza del enemigo; basaban su fe en la promesa de que habían de tener buen éxito y trabajaron, por consiguiente, con la seguridad de que habían de triunfar sobre todos y cada uno de sus contrarios. Había motivo para preguntarse de parte de quiénes estaría la victoria, si de los desconocidos cristianos que no habían visto una sola batalla, o de los paganos que jamás habían sufrido la derrota.

Los griegos.

Destacan los griegos por su desarrollo intelectual sobre todas las naciones cultas. Mecida la mente griega en la antigua cuna pelásgica, había llegado a la plena virilidad ática. Como quiera que corría por sus venas la sangre de muchas tribus, había absorbido los elementos mejores y más fuertes de todas ellas. Para la poesía épica y dramática, produjo esa raza genios como Homero, Esquilo, Sófocles y Eurípides. Eran los griegos amantes del color y de la forma y se inspiraban en los paisajes bellos y salvajes y las costas accidentadas de sus islas. Apeles y Fidias fueron la encarnación de sus ideales. La lucha prolongada por conseguir la federación de sus estados produjo legisladores tan grandes como Solón y Licurgo. Eran de temperamento ferviente, puesto que vivían en una atmósfera de política exaltada, y produjeron oradores como Demóstenes, Esquino y Sócrates, con la lectura de cuyos escritos se ha deleitado gran número de estudiantes en edades posteriores.

Sistemas filosóficos.

Los griegos se aplicaron mucho al estudio de la filosofía y el desarrollo de sus sistemas es contemporáneo con su prosperidad nacional. La manera como Sócrates y Platón trataron las cuestiones del ser humano y su destino, revela un sentido moral muy profundo. La caída del imperio de Alejandro separa los dos grandes períodos de la filosofía griega. Durante el primero, que se extendió del año 600 al 324 antes de Jesucristo, y que puede considerarse como corto, aparecieron los fundadores de la escuela jónica, la primera pitagórica, la eleática, la atomística y la sofista, cuyo coronamiento fueron Sócrates, Platón y Aristóteles con sus sistemas. Del año 324 antes de Jesucristo al 530 de nuestra era, se extiende el segundo período, durante el cual florecieron y declinaron las escuelas de la decadencia, es decir: las de los estoicos, los epicúreos, los escépticos y la del neoplatonismo que fundó Plotino. Sobre los filósofos griegos descuella Pintón como el más espiritual: en muchos de los asuntos de que trató en su filosofía, tales como la unidad y la espiritualidad de Dios y la inmortalidad del alma, se acercó, aunque sin tener conciencia de ello, a las verdades de la revelación. Los maestros de la Iglesia primitiva consideraban el sistema de Platón como homogéneo al cristianismo. Y así dice Eusebio: "De todos los escritores griegos, Platón es el único que llegó al vestíbulo del templo de la verdad y se paro en el dintel". Justino Mártir, Clemente de Alejandría, Orígenes y San Agustín, en un período remoto, y Schleiermacher y Neander, en época reciente, se acercaron a Jesús guiados por Platón.

Decaimiento de la filosofía griega.

Los mejores sistemas en este grupo de escuelas decayeron juntamente con la supremacía política de la Confederación griega: los que vinieron después de haberse perdido la independencia nacional, fueron sistemas de desesperación; la filosofía griega que prevalecía cuando apareció el cristianismo, era escéptica. La mitología no tenía ya la grande influencia que había ejercido en la mente del pueblo, y la filosofía que los pensadores más profundos ofrecían como un substituto, no era suficiente para satisfacer los deseos insaciables de las almas que buscaban la salvación, ni para resolver los grandes problemas.

La fe y las ideas paganas fracasaron por completo al tratar de llenar las necesidades espirituales del hombre, puesto que el alma no puede alimentarse con los triunfos del arte, la literatura, la elocuencia o las leyes. Apareció el cristianismo con sus verdades sublimes y las ofreció al mundo. Pablo, al predicar el cristianismo desde la colina de Marte, pudo contemplar el pasado y ver en él los muchos sistemas muertos que genios griegos habían enseñado, al mismo tiempo que vislumbró en lo futuro las enseñanzas cristianas que los habían de suplantar. Si los que acostumbraban a enseñar en la Estoa y en la Academia habían sido grandes maestros, los mensajeros de Jesucristo lo son mucho más. Su sistema es el conjunto de las verdades eternas.

El Imperio Romano.

Cuando el cristianismo emprendió la gran obra de conquistar el mundo entero, el César romano gobernaba toda la tierra. Si bien la literatura y la religión griegas servían de modelo a las de otras naciones, los romanos ejercían en ellas una influencia muy grande en lo que se relacionaba con la vida práctica. Se esforzaban constantemente aquellos dominadores por decretar leyes, pues su anhelo de gobernar se había convertido en una verdadera pasión; tan pronto como conquistaban una tribu salvaje, convertían su territorio en una provincia o la hacían parte integrante del imperio. Así aconteció con Palestina, que perteneció a la gran nación y fue gobernada por presidentes romanos, a quienes se vigilaba muy escrupulosamente, no obstante la gran autoridad de que estaban investidos. Pablo, el predicador griego, gozó de sus privilegios de ciudadano romano e hizo valer sus derechos. A fin de poder mover fácilmente los ejércitos, se construyeron a toda costa caminos de un extremo al otro del inmenso territorio. Esas vías facilitaron mucho la diseminación del Evangelio, puesto que los apóstoles no sólo pudieron viajar fácilmente, sino que convirtieron los caminos, nuevamente construidos para los ejércitos, en vías para la marcha triunfante de los mensajeros del Evangelio de paz.

Obstáculos.

Las dificultades que se presentaron por todo el Imperio para el establecimiento de la Iglesia fueron verdaderamente formidables. El pueblo todo estaba opuesto a una religión espiritual que no apelaba a los sentidos, ni tenía para él atractivo alguno como objeto de adoración. Habiendo perdido su dominio la mitología, reinaba por todas partes la incredulidad respecto de las diversas religiones. Por otra parte, los emperadores consideraban la fe de sus antepasados como el gran baluarte del trono; puesto que el gobierno político y la fidelidad a las enseñanzas de la mitología prevaleciente se consideraban como inseparables. De aquí es que, tan pronto como descubrieron la índole antagónica del cristianismo y que atacaba el ritual complicado del templo, empezaron a hacerle una oposición muy cruel. El emperador, que era a la vez el Sumo Pontífice o sacerdote, tenía la obligación de sostener la religión oficial, los templos y los ritos paganos. Al paso que el cristianismo salía más a la luz, mayor era el rigor con que se procuraba destruirlo. Los cristianos, lejos de disimular su fe, se ausentaron de los templos declarando abiertamente que no creían ya en la mitología y que se oponían a ella como falsa.

Al aparecer el cristianismo, la corrupción moral del Imperio romano había llegado a su colmo; las costumbres morales más rígidas de la República habían desaparecido ante la licencia desenfrenada del Imperio; los excesos de aquella época eran tales, que los satíricos hubieron de escribir bajo la dirección de sus maestros, Juvenal y Persio, exponiendo sus paisanos al escarnio de todo el mundo.

Degradación de la mujer y de la niñez.

Tan completa era la degradación de la mujer que, aun en Atenas, las esposas no eran sino esclavas sin ningún derecho ante la ley. La condición de la mujer entre los turcos, nos da actualmente una idea muy clara de como la trataban los antiguos paganos. Se creía que sus dotes intelectuales eran de un grado inferior, pero que era más doble y traidora que el hombre. Tan sueltos eran los lazos del matrimonio, que apenas tenía éste el carácter de un contrato civil. Menospreciaban la niñez a tal grado, que los espartanos llegaron a considerar a los niños inválidos como una carga pesada que el Estado no debía soportar, puesto que dichos muchachos no llegarían nunca a ser útiles para el ejército. Los padres apreciaban a su prole únicamente cuando ésta era de varones. El hurto se consideraba como una virtud en los niños, siempre que éstos podían robar sin que los descubrieran. Ni Sócrates, ni Platón, ni Aristóteles introdujeron nunca el elemento de la religión en la educación de los niños: no se les enseñaba a reverenciar a sus progenitores. Júpiter, el hijo de Saturno, arrojó a su padre de los cielos, lo encerró en el Tártaro, tomó para sí una parte del universo y repartió lo que quedaba entre sus hermanos, Neptuno y Plutón.

La mitología pagana principia con esta descripción de ferocidad filial; no era de esperar, por consiguiente, que aquellos gentiles estimaran a la niñez en su justo valor. Todas las manifestaciones de amor paternal se debían exclusivamente a la admiración que causaban hechos heroicos. Cuando le avisaron a Jenofonte que su hijo había muerto en el campo de batalla, contestó: "Jamás he pedido a los dioses que concedieran a mi hijo el don de la inmortalidad; ni aun siquiera que le concediesen longevidad; puesto que yo ignoro si le convendrían o no estas mercedes: lo que sí les he pedido es que fuera íntegro en sus principios y buen patriota. Ahora veo que mi petición no ha sido en vano". Según el parecer de los paganos, los niños no eran sino máquinas para librar batallas en lo futuro. Pero vino el Señor Jesús y uno de los primeros cambios que introdujo en la sociedad fue el de elevar a la niñez a una condición igual a la del hombre; su declaración: "De los tales es el reino de los cielos", fue el golpe maestro con que refutó para siempre la opinión del mundo pagano respecto de los niños.

La esclavitud.

La esclavitud, que existía por todas partes, era una de las bases de la estructura política y social. Según Demetrio Palero, el año 309 antes de Jesucristo había en Ática veinte mil ciudadanos y cuatrocientos mil esclavos. En la opinión de los romanos éstos no eran seres racionales o personas, sino cosas. Semejantes a perros echados junto a sus perreras, los ostiarii, esclavos encadenados, cuidaban las puertas de las moradas de los ricos. Cuando moría asesinado un caballero y no podían encontrar al criminal, se daba por supuesto que éste era algún esclavo y, a fin de que no escapara sin castigo, se mandaba ejecutar a todos los esclavos de la casa con sus mujeres y sus hijos. Tácito refiere que cuando se asesinó a Pedanio Segundo, fueron condenados a la pena capital nada menos que cuatrocientos esclavos inocentes. Por todo el Imperio tenían esclavos y los muchos prisioneros que hacían en las guerras aumentaban continuamente el número de los que había en Roma.

4

Actitud del judaísmo con la religión cristiana

Antecedentes judaicos.

Los judíos se consideraban como los maestros y legisladores de la raza humana. De todas las naciones del mundo, el pueblo de Israel era el único que antiguamente creía en un solo Dios. Su historia es semejante a un capítulo de los anales humanos, lleno de triunfos y grande esplendor, pero que contiene a la vez las narraciones de muchas derrotas. Cuando salieron los israelitas de la servidumbre de Egipto y llegaron a Palestina, se regían por la forma de gobierno teocrática; mas, a fin de satisfacer las necesidades urgentes de aquella época, Dios escogió de entre su pueblo siervos que lo juzgasen. La teocracia degeneró en una monarquía, y ésta, des-pués de fallecido Salomón, se dividió en dos reinos: el de Israel y el de Judá, desapareciendo la unidad tanto en el gobierno como en la fe. Habiendo vencido los asirios a los israelitas y los babilonios a los judíos, ambas naciones fueron llevadas cautivas al valle del Tigris y del Éufrates. De las diez tribus que formaban el reino de Israel, solamente una parte muy pequeña volvió a su patria. Los cautivos del reino de Judá abandonaron sus tendencias politeístas, conservaron su identidad bajo Ciro y la dinastía persa, y regresaron finalmente a Palestina. Tan pronto como se dividió el reino de Alejandro Magno, quien había conquistado Palestina 332 años antes de Jesucristo, principiaron a reinar los Seleucos en Siria y los Ptolomeos en Egipto. Amedrentados los judíos por ambas dinastías, llevaron una vida abyecta y tímida, y se sometieron por último a los Seleucos; pero cuando éstos trataron de obligarlos a que aceptasen la religión griega, se rebelaron, determinados a mantener su fe incólume y a vencer a sus opresores. Matatías y sus tres hijos dirigieron la sublevación, y obtuvieron tan buen éxito por algún tiempo, que abrigaron la esperanza de restablecer el antiguo esplendor de la época de David. A la sazón se encontraba Pompeyo en Asia a la cabeza del ejército romano. Invitado por ambas partes contendientes a arbitrar la cuestión que mediaba entre ellas, fue a Palestina, sitió la ciudad de Jerusalén el año 63 antes de Jesucristo y, siguiendo la costumbre de los romanos, tomó posesión del país y lo añadió al gran Imperio. Así perdieron los judíos su libertad por completo. Las revoluciones posteriores sólo dieron por resultado el hacer el yugo romano aun más duro; grupos de emigrantes se dispersaron por la costa occidental del Mediterráneo.

Los samaritanos.

El gremio religioso de los samaritanos se componía de judíos de raza mestiza que habían regresado de Asiria y traído consigo los elementos del culto pagano que, durante su cautiverio, habían ido aceptando paulatinamente. Habiéndose establecido en el valle de Siquem, edificaron su templo en la cumbre del monte Gerizim. Existe aún esta secta y tiene como ciento cincuenta miembros; el lugar de su residencia es la ciudad de Nablús, situada en el valle que se dilata entre el mencionado monte y el Ebal; tienen un Sumo Sacerdote y poseen el venerando ejemplar del Pentateuco que, según se cree, es el más antiguo conocido.

Otros cuerpos judaicos.

De todas las clases judías, los fariseos constituían la más ilustrada; sus maestros estaban versados en la ley y representaban, por consiguiente, las esperanzas, los prejuicios y el ritualismo del pueblo. Trataron de dar impulso a un despertamiento nacional. Su organización como secta, data del año 144 antes de Jesucristo, y el fin que se propusieron fue el de restaurar la fe en su decadencia, a la prístina robustez mosaica. Se inclinaban a la interpretación alegórica y, como estaban muy apegados a las tradiciones orales que se habían ido acumulando, procuraban hacer de éstas un suplemento a la Sagrada Escritura. Según afirman varios escritores, Sadoc, que vivió 250 años antes de nuestra era, fue el fundador de la secta de los saduceos. Trataron éstos de restituir las doctrinas de Moisés, y rechazaban las tradiciones; pero aceptaban, por otra parte, varias de las enseñanzas de los paganos, y muy especialmente las de Epicúreo. Negaban la existencia de los ángeles, la resurrección, la inmortalidad del alma, y no creían en la intervención divina en los eventos humanos. Se organizaron los esenios como 150 años antes de Jesucristo. Su credo, que era judío, contenía una mezcla de errores persas; oraban inclinándose hacia el punto del espacio en que se veía el sol; afirmaban que la virtud y el vicio son inseparables de la materia; llevaban una vida monástica y practicaban la comunidad de bienes. Todas estas sectas estaban en su apogeo cuando el Señor empezó su ministerio. Los esenios procuraban evitar el contacto con el público; los fariseos y los saduceos eran prominentes en la sociedad y gozaban de grande influencia. Todos estos sectarios desaparecieron cuando la destrucción de Jerusalén por Tito, el año 70 de nuestra era.

La dispersión de los judíos.

Más que ningún otro pueblo, los israelitas han andado errantes por todo el mundo, como lo atestigua la historia; desde su cautiverio en Asiria y Babilonia hasta nuestros días, han estado empuñando el bordón del peregrino. Allá por el año 350 antes de nuestra era, se estableció una colonia de israelitas a la orilla del mar Caspio. Durante el reinado de Seleuco Nicanor, de 312 a 280 antes de Jesucristo, se trasladó a Siria una vasta población de judíos. En ese intervalo, tan lleno de ansiedades, entre el reinado de Alejandro Magno y el año 70 del Señor, emigraron en colonias a Mesopotamia, Asiria, Armenia, al Asia Menor, Creta, Chipre y las islas Egeas. En Lidia y en Frigia los colonos israelitas ascendían al número de dos mil familias, conservando, por lo general, su identidad nacional. La población judía más numerosa, fuera de Palestina, estaba en el África septentrional: en Egipto, Libia y Cirene. Su centro principal era Alejandría, en la que se establecieron multitudes de judíos aun durante el reinado de Alejandro, su fundador, que mandó nada menos de ocho mil samaritanos a Tebaida. Los judíos gozaban de grandes privilegios, y no sólo prosperaban en el comercio, sino que hubo entre ellos hombres de gran cultura. Filón, que trató de armonizar la teología judía con la filosofía griega, fue un judío de profundo saber y muy digno de alabanza. La versión de los setenta, o sea la traducción griega del Antiguo Testamento, fue un gran triunfo literario que se debe a la ilustración de los judíos.

Judíos romanos.

La primera colonia de judíos que se estableció en Roma la formaron los cautivos que llevó allí Pompeyo. Se les señaló un barrio en la ciudad, que se conoce con el nombre de Il Ghetto, y el cual han ocupado desde entonces. Julio César les concedió grandes privilegios: fueron declarados libertos (libertini); tenían sus sinagogas; observaban sus festividades y guardaban el sábado como día sagrado. A pesar de todo esto, los romanos de la clase ilustrada los veían siempre con el mayor desprecio, se burlaban de ellos y los hacían objeto de sus sátiras. Juvenal acostumbraba exponerlos al ludibrio público diciendo, entre otras cosas, que ofrecían sus oraciones exclusivamente a las nubes y al vacío de los cielos.

Colonias de judíos.

En la predicación del Evangelio, todos los apóstoles siguieron el mismo plan: iban primeramente a los judíos, y pasaban luego a las naciones circunvecinas. Pablo obtuvo con frecuencia un éxito admirable entre los de su raza; pero, por otra parte, sus enemigos más encarnizados eran judíos. El predicar a éstos en primer lugar, ofrecía grandes ventajas, puesto que estaban familiarizados con los anales sagrados anteriores al cristianismo; habían oído hablar de la vida maravillosa de Jesús y, en las visitas anuales que hacían a Jerusalén para asistir a las fiestas, habían tenido la oportunidad de pulsar la opinión pública respecto de la nueva religión. "Al judío primeramente" era la norma de aquel predicador incansable, pero luego añadía: "y también al griego".

5

El período de las persecuciones

Hostilidad de los judíos para con el cristianismo.

Debido a su abatimiento político, los judíos se exasperaron en contra de los cristianos. No existía absolutamente nada en común entre las sectas judaicas y la Iglesia naciente; antes, por el contrario, el escepticismo de los saduceos y la pérdida completa de las esperanzas de los fariseos sirvieron para hacer el odio popular aun todavía mas intenso. El Concilio que se reunió en Jerusalén mandó encarcelar a Pedro y a Juan. Pocos días después, Esteban moría apedreado. El año 44 del Señor, durante el reinado de Herodes Agripa, se desató una persecución general que arrolló en su furia a Jacobo el Mayor y compelió a los cristianos a refugiarse en Pela, allende el Jordán. El año 132 de nuestra era, dirigió Barcoba una rebelión popular de los judíos en contra de la autoridad romana, mas los derrotó Julio Severo y quedó Jerusalén hecha un montón de ruinas. Movido por el deseo de anular el afecto que los cristianos tenían a ciertos lugares, con motivo de los recuerdos sagrados que éstos despertaban en la memoria, el emperador romano Adriano mandó construir un templo a Venus en el Calvario, y erigir una estatua a Júpiter sobre el santo sepulcro; pero sus afanes fueron estériles y no dieron más resultado que el de complacer a los judíos. Al ver éstos desvanecerse por completo sus esperanzas de obtener su independencia nacional, establecieron una escuela en Tiberias, y procuraron desde allí lograr por medio de la pluma lo que no habían podido llevar a cabo con la espada. Los escritos con los que se atacó al cristianismo durante los tres primeros siglos, se componían en general de afirmaciones inexactas respecto del Señor y de su doctrina.

Las persecuciones.

Tan rápido y vigoroso fue el desarrollo del cristianismo, que no sólo traspasó muy pronto los confines del judaísmo, sino que infundió temores de extenderse por todo el Imperio romano. Al principio consideraban a los cristianos en Roma simplemente como a una secta de los judíos; así es que, cuando éstos se rebelaron en aquella capital, a mediados del primer siglo, el emperador Claudio desterró a los unos y a los otros. Nerón personificó el odio que el pueblo tenía a la nueva religión, creyéndose que fue este emperador quien originó el terrible incendio de Roma que duró nueve días. No se contentó con culpar a los cristianos, sino que mostró su pretendida cólera de la manera más bárbara, llegando al extremo de impregnar los cuerpos de aquellos mártires con brea derretida y quemarlos vivos; a otros los mandó coser en las pieles de bestias feroces y echarlos a los perros para que éstos los hicieran trizas. La persecución duró hasta la muerte de ese monstruo. Domiciano, que reinó desde el año 81 de Cristo hasta el 96, también persiguió a los cristianos, pero de una manera menos cruel: se limitaba a desterrarlos después de confiscarles sus bienes.

Bases de la hostilidad.

Según el tenor de las Doce Tablas de la ley romana, estaban prohibidas las religiones extranjeras en todos los dominios del Imperio; mas, a fin de conciliar las provincias conquistadas, se había acostumbrado tolerar el culto de su religión. Pero tan pronto como apareció el cristianismo, se puso en vigor la ley antigua. Los cultos diferentes que celebraban los cristianos fueron declarados expresiones antagónicas al Imperio; los acusaron, diciendo que no obedecían las leyes y que estaban ansiosos de tomar parte en la primera insurrección que hubiese. No sólo los acusaban de tener prácticas inmorales en sus servicios religiosos, sino que los hacían responsables de todas las calamidades públicas, tales como temblores, inundaciones, epidemias y de las derrotas del ejército. Andaba en labios del pueblo este dicho: "Deus non pluit; due ad christianos": "Puesto que no permiten los dioses que llueva, capitaneadnos en contra de los cristianos". Tertuliano nos ha dejado el siguiente relato histórico de la costumbre romana de culpar a los cristianos por todas las calamidades posibles: "Si el Tíber sale de madre, si el Nilo no riega los campos, si las nubes dejan de llover, si hay temblores, si hay hambre o tempestades, el pueblo grita siempre: Echad los cristianos a los leones".

Otras persecuciones.