III

Jubileé Park

RAGNARÖK

Se suponía que aquel búnker debía de ser tan irrompible como inescrutable. El refugio ideal para sobrevivir a cualquier ataque. Pero ese que vivían no era un ataque cualquiera. Se trataba del Ragnarök, el final de los Tiempos, el ocaso de la vida tal y como la conocían, y de eso estaban seguras Tea, Dyra y Amaia, las tres sacerdotisas de la Diosa que habían tomado la decisión de quedarse con los vanirios para rezar por el alma de todos y esperar al nacimiento de un nuevo caldero donde emergerían espíritus puros y libres llenos de luz, capaces de salvar al Midgard de la oscuridad en la que Loki y las fuerzas oscuras lo iban a sumir.

Las tres ancianas no eran inmortales ni guerreras, tampoco poseían grandes dones más allá del de contactar con la diosa, leer las runas, intuir el futuro y utilizar sus propios medios para enviar mensajes.

Las runas nunca mintieron. En la última tirada que realizaron, después del ataque en el Jubileé Park, les hablaron alto y claro. Ellas les hablaban de un ciclo que se acababa, y de un ser liberadoque iría en busca de alguien protegido por matronaes. Ese hombre y las acciones que emprendiera, marcarían las dos lunas negras. Las sacerdotisas sabían que el Midgard sucumbiría en dos días, Loki no necesitaba nada más para destruir un mundo. E intuían quién podía ser el hombre misterioso que aparecía de repente en sus lecturas, pues Ruth antes de irse y de despedirse de ellas les había puesto en antecedentes. Así que, probablemente, ese hombre era el padre de Aileen. Pero tenía un viaje que emprender y dar con aquello que tanto anhelaba su alma. Y ese algo, era custodiado por dos protectoras.

Ese ciclo oscuro en el que ahora nadaría el Midgard, podría detenerse con el movimiento de las fichas correctas, que debían sucederse una detrás de otra como en una cadena de piezas de dominó, que caían impulsadas por el contacto de otra.

Y todas esas piezas habían seguido su curso hasta ahora. Todas actuaron como creyeron conveniente y, previamente, todas fueron anunciadas por las runas. Como sucedía en ese momento con el hombre liberado.

La matronae María había entregado la vida para dársela a Nanna, la pareja de Balder. Lo mismo había hecho As, para salvar a Noah. Eran sacrificios necesarios para seguir albergando esperanza, aunque sus pérdidas eran irrecuperables y muy caras. Aquella, y no otra, era su misión ante la llegada de los días oscuros. Y la habían cumplido sin rechistar, en un gesto valiente y admirable propio de dos líderes como ellos.

Ahora, en ese búnker, las tres sacerdotisas tenían en sus manos la posibilidad de realizar un último gesto. Todas las sacerdotisas del mundo estaban conectadas. Y dentro de las matronae, María había sido muy conocida e importante porque a ella se le daba el cuidado de la Cazadora y de una híbrida que iba a cambiar las cosas, Aileen. Pero como líder de las sacerdotisas, no era la única con altos cargos y responsabilidades.

Habían más sacerdotisas desperdigadas por todo el mundo con las que tenían contacto de un modo especial y mágico. Y entre ellas, se hallaban dos sacerdotisas más llamadas Cedro y Daphne que, de estar vivas todavía, debían recibir su mensaje de defunción para que realizaran y activaran su cometido, fuese cual fuese. Ambas, también matronaes, cuidaban de algo que la diosa Nerthus les había prestado. En el caso de María y de ellas lo «prestado» fue la llegada y el cuidado de Aileen y, después, la iniciación y guía de Ruth.

Cedro y Daphne tendrían su propia empresa también. Y, puesto que Nerthus y las nornas no daban puntada sin hilo, Tea y las demás estaban convencidas de que su causa se relacionaba directamente con la aparición en las runas de ese hombre y de lo que ellas podían custodiar como sacerdotisas de alto rango.

Había llegado la hora de dar el mensaje de aviso y también de despedida a toda la red de mujeres mágicas del mundo, todas las que siguieran en pie. De recibirlo Cedro y Daphne actuarían en compensación.

Tea, la más alta de todas, abrazaba por los hombros a sus dos hermanas, Dyra y Amaya. El búnker estaba completamente cerrado, y solo dos luces de emergencia iluminaban los hermosos rostros de los vanirios que habían decidido ocultarse allí con sus hijos pequeños. Daba pena ver que una raza inmortal tan hermosa, que había sido creada para la protección y el bien, mayores y niños, iban a desaparecer bajo las garras de los jotuns, a los que ya se les escuchaba intentando abrir la puerta que daba al sótano del Ragnarök, hurgando, respirando como animales, hambrientos y sedientos de sangre, esperando descender un kilómetro bajo tierra para hallarlos a ellos: humanas, sacerdotisas y guerreros vanirios y berserkers replegados con sus hijos, en un último intento por sobrevivir o por darles una mísera e improbable oportunidad de permanecer con vida.

Iain y Sheenna, Inis e Ione, abrazaban a sus pequeños que hundían sus cabecitas en sus vientres o entre sus piernas, y que solo abrían la boca para decir que tenían miedo. Aquellas máquinas de matar tan bellas bajaban los brazos y las armas para estar junto a sus seres queridos y decirles, por encima del dolor y el adiós, que les amaban. Y era un gesto tan noble como el de aquel que decidía luchar.

Porque, ¿quién no temía a la muerte? ¿Y cómo se podía juzgar al que, después de milenios de lucha, tomaba la decisión de vivir sus últimos minutos de vida como quisiera, en calma, y en paz, unido a los seres que quería?

Nadie. Nadie debía.

Las sacerdotisas se hacían cruces de cómo debían sentirse ellas, las vanirias, después de lo difícil que les era concebir, saber que iban a acabar con la vida de sus niños y que no iban a disfrutar de ellos. Seguro que les dolería más que sus propias muertes.