RUTER EL ROJO

 

PEDRO GARCÍA MARTÍN

 

 

 

RUTER EL ROJO

 

 

Un aventurero entre

los Austrias y los Borbones

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Diseño de la cubierta: Enric Iborra

 

 

Primera edición impresa: diciembre de 2005

Primera edición en e-book: noviembre de 2011

 

 

© Pedro García Martín, 2005

© de la presente edición: Edhasa, 2011

 

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ISBN: 978-84-350-4518-6

 

Depósito legal: B-38.713-2011

 

 

A mis padres y maestros,

por enseñarme a escribir

sin saber que me leerían.

 

 

 

 

«Léalo el curioso, ámelo el discreto,

y abunde en su sentir.»

Sea ex libris o guía de lectura

 

¡Qué más quieren de mí, señores Inquisidores!

Si mi peregrina vida apenas ha sido una soledad de

cosas de poca importancia...

 

Antonio Ruter el Rojo, Interrogatorio,

Cuenca, 1712.

 

 

 

¡Qué lástima que

no pudiendo cantar otras hazañas,

porque no tengo una patria,

ni una tierra provinciana,

ni una casa

solariega y blasonada,

ni el retrato de mi abuelo que ganara

una batalla,

ni un sillón viejo de cuero, ni una mesa, ni una espada,

y soy un paria

que apenas tiene una capa...

venga, forzado, a cantar cosas de poca importancia!

 

León Felipe, «Autorretrato»,

en Versos y oraciones de caminante, Madrid, 1920.

INTRODUCCIÓN

 

 

Las cosas que se parecen son idénticas. Como el sol y el oro, la sombra y la oscuridad, el levante y la aurora. Era superstición muy extendida en la Europa moderna. Por eso, Carlos II, en tanto prototipo de monarca enfermizo, ha pasado a la historia de España con el sobrenombre del Hechizado. No creemos que ninguno de los conjuros que le hicieron llegase a embrujarle un ápice, ni a agravar más su precaria salud. Ni siquiera es ésta una cuestión histórica relevante. En cambio, sabemos que no tuvo descendientes de sus dos matrimonios, porque la autopsia de sus restos ha evidenciado una esterilidad congénita. Sólo entonces, cuando las cosas que se parecían se hicieron iguales, cuando el poniente se hizo ocaso para el Imperio español, el soberano se ganó el apelativo del Impotente. Y esta condición sí que resulta ser un serio problema para un rey y para su reino.

Las guerras interdinásticas entre los Austrias y los Borbones se habían sucedido a lo largo del siglo XVII. Trataban de dirimir una hegemonía europea, que ya había comenzado a pasar del Rey Planeta al Rey Sol, de Felipe IV de España a Luis XIV de Francia. Cuando Carlos II muera el 1 de noviembre de 1700 sin descendencia, se convertirá en el último rey de la casa de Austria española. Pero, sobre todo, precipitará los acontecimientos políticos. En realidad, desde su nacimiento, las principales potencias del Viejo Mundo esperaban que un fallecimiento prematuro del joven rey permitiera una fragmentación de los territorios de la Monarquía Hispánica. De hecho, llegaron a barajarse hasta tres tratados de reparto de las Españas, al tiempo que los aspirantes a herederos desataban una actividad diplomática tan frenética como secreta.

Por fin, el último testamento rehecho por Carlos II nombraba sucesor del trono a Felipe de Anjou, nieto del monarca francés Luis XIV, estableciendo dos condiciones previas para su coronación: la negativa a desmembrar los territorios hispánicos y su renuncia a los derechos que pudieran corresponderle a la corona de Francia. La aceptación de estas cláusulas por el beneficiario hizo que fuese reconocido rey de España en Versalles el 16 de noviembre de 1700, pasando a ser, con el nombre de Felipe V, su primer Borbón. Al poco, el otro rival en la lucha por apoderarse del cetro hispano, el archiduque Carlos de Austria, segundo hijo del emperador Leopoldo I, encabezó la Gran Alianza antiborbónica junto a Holanda, Inglaterra, numerosos príncipes alemanes, y, más tarde, Portugal y Saboya. El expansionismo borbónico y las apetencias territoriales de la corte austracista desembocaron en la Guerra de Sucesión española (1700-1713).

La contienda se libró tanto en la tierra como en el mar, en el Viejo y en el Nuevo Mundo, en Europa y en la península Ibérica. Tuvo, por tanto, amplios frentes y pasó por muchas vicisitudes. Felipe V entró en Madrid como nuevo monarca, y, aunque hubo de abandonarla temporalmente, estableció en ella su futura corte. El archiduque Carlos de Austria, que se había autoproclamado rey de España con el nombre de Carlos III, se dedicó a viajar por las cancillerías europeas y fue trasladando su cuartel general a través de Lisboa, Valencia y Barcelona. La geoestrategia estuvo protagonizada por el duque de Berwick, al mando de los ejércitos borbónicos, y por el conde de Galway, que dirigía las tropas aliadas o austracistas. Durante más de una década, afluyeron a España cortesanos, embajadores, militares y mercenarios procedentes de los cuatro puntos cardinales. Pero el desorden atrajo también a una variopinta fauna de señores de la guerra, soldados de fortuna, desertores, traidores, espías, contrabandistas, buscavidas, pícaros y aventureros. El mismo año en el que se desataron las hostilidades desembarcaba con sigilo en Cádiz un marino alemán, malencarado y colérico, que se hacía llamar Ruter el Rojo...

La Paz de Utrecht (1713) sancionará el triunfo de los Borbones sobre los Austrias y establecerá un equilibrio de poder en Europa. Pero al precio que valen las hambres y los daños, las heridas y las muertes para buena parte de la población española. Y a este sufrimiento físico, a las pérdidas materiales, se añadieron la asfixia de los controles sociales, la voracidad del fisco, los ajustes de cuentas. Entre los poderes que aguzaron su celo permanecía impertérrita la Inquisición, sirviendo a la dinastía reinante en cada momento; pero, sobre todo, estando al acecho de cualquier atisbo de heterodoxia, del menor síntoma de disidencia.

Tras la batalla de Almansa (1707), que inclinaba la balanza de la guerra del lado borbónico, ese enigmático Ruter el Rojo daba con sus huesos en la cárcel del Santo Oficio en Cuenca. Le acusaban de luterano. Cuando el tribunal fue descubriendo sus andanzas, plagadas de pecados y delitos, se reveló su existencia libre de trotamundos en medio de una Europa en pie de guerra. La sentencia fue severa. El viejo lobo de mar la encajó avejentado y enfermo. Más aún guardaba un as en la manga para seguir con vida desde su alborada púrpura al fin incierto. El poniente y el ocaso de un aventurero entre los Austrias y los Borbones.

PROEMIO

Alborada púrpura

 

 

 

Las lágrimas agridulces hacían rambla en la cara ovalada de la parturienta. Las contracciones redoblaban sus dolores a tambor batiente. La nieve que ensabanaba las calles del pueblo dejó de precipitarse al oír el terrible alarido. En la madrugada glauca que iba desvistiendo el horizonte invernal de la villa de Cormek, posada en el corazón helado de Brandeburgo, Magdalena Rubens daba a luz a un varón inconsolable. Dejaba un reguero de sangre en derredor de sus muslos exangües entre los almohadones teñidos de luto. Una pareja de cuervos, colgados de una hilera de carámbanos afilados como lanzas, contempló a través de los vitrales empañados el hálito postrero de la mujer. La criatura comenzó a gemir la muerte de su madre. El niño principió a llorar el nacimiento de su vida. Tornó a nevar con violencia sobre los tejados cenicientos de pizarra pulida. Copos púrpuras alfombraron de amapolas el sedoso tapiz del camposanto.

Olas carmines, ribeteadas de blancuzca espuma y caprichosos remolinos, rolaban por el piélago insondable del mar Báltico. La fina película de escarcha que abrigaba las orillas boscosas del estrecho de Sund empezó a cuartearse en una malla de venas coloradas ante el choque de las flotas enemigas. La aparición en lontananza del buque insignia Hollandia, en cuyo escudo de armas se divisaban las figuras alegóricas de la Paz y la Justicia, anunció que navegaba apenas unos cuerpos por delante del socorro; un puñado de embarcaciones en las que brillaban las velas desplegadas y ondeaban las banderas tricolores de franjas horizontales. Para cuando los mascarones leonados de las naves suecas pusieron rumbo norte en pos de puertos seguros, el convoy evangelista de las Provincias Unidas y de Prusia había sufrido graves pérdidas. Y aun flameando los gallardetes de la victoria y retumbando la algarabía de los marineros, las aguas ambarinas zarandeaban cuerpos desmembrados, uniformes hechos un guiñapo, tablones astillados, botes al garete, barricas destrozadas y aparejos desvencijados. La oscuridad del cielo y los relámpagos que preceden al trueno cernían tormenta sobre las sombras fantasmagóricas que se agitaban en la superficie salada.

En el puente de mando del Combrey, el capitán Daniel Ruter expiraba mutilado por una andanada enemiga, mientras el segundo de a bordo pasaba a anotar en el cuaderno de bitácora la baja del héroe luterano. Corría el 1 de febrero del año del Señor de 1669. Un proyectil en plena línea de flotación le había segado la vida el mismo día en que nacía su sexto hijo. Las ráfagas de aire salobre, que creaban cabrillas en el oleaje encrespado y zarandeaban a las voraces gaviotas, llevarían la mala nueva al palacete apesadumbrado de Cormek; al que el dolor parecía ahora arrinconarle, sombrío y enmudecido, entre el ayuntamiento y la plaza del mercado. Un tufo a carne presta a pudrirse y a pólvora quemada envolvía el sufrimiento de los cuerpos tras la explosión y el sable; las llamas de los incendios provocados por el fuego artillero y el desparrame de antorchas; el horror que reinaba a bordo de unos barcos entre la deriva y el naufragio. La muerte se burlaba sañuda de la alegoría luctuosa de la paz y la justicia. El escenario de esta triste marina era un mar sanguinolento que engullía ansioso a las desdichadas víctimas. La luz enfermiza de la luna comenzó a reflejarse en las aguas enrojecidas y, al cabo, ya en calma y por el momento satisfechas.

La macilenta luna que velaba los cuerpos insepultos de Magdalena Rubens y Daniel Ruter. El recién nacido, en brazos del aya, lloraba sin parar; lastimero, desfigurado, tan congestionado que el médico encargó un ataúd grande y negro para la madre y otro minúsculo y blanco para el niño. Al clarear el día, un correo a caballo atravesaba raudo la inmaculada campiña, cubierta por el sudario armiño de la nevada, para entregar una carta a los deudos dando cuenta del óbito del señor de la casa en la batalla naval de Sund. Como si supiese de su orfandad irreversible, la criatura calló de repente, apretó sus manitas encarnadas a las manos rugosas del ama de cría y comenzó a mamar con fruición hasta encendérsele de colores las mejillas.

Muchos años más tarde, cuando el hombre trotamundos y desasosegado en que se convirtió trazase su carta astral, comprendió por qué a su filiación de Antonio Ruter le habían añadido el alias de el Rojo. No tanto por el color de sus cabellos. Ni por la aviesa viruela que le dejó encendido el rostro por los hoyos de las ampollas. Sino porque vino al mundo cuando sus padres se desangraban sin remisión, derramando las últimas gotas sobre el lecho del amor y el mar de la guerra, cual testamento que había de guiar el peregrinaje del recién nacido. No más por su humor colérico de bilis negra y su mirada fulminante de lobo de mar. Ni menos porque entre la marinería un capitán pelirrojo fuese signo de hombre atravesado y maldito. Sino porque hizo por la vida en una trágica alborada púrpura.

 

 

 

 

 

LIBRO SEPTENTRIÓN

CAPÍTULO I

Cristalina tiorba, nieve hilada...

 

 

¡Ah infelice habitador de los oscuros antros

de la más remota Torre de Xadraque...!

 

Ruter el Rojo, Soledades de la Torre de Xadraque,

Jadraque, 1708

 

 

 

Llueve azul. Afinación grave de las dos primeras cuerdas. Tonalidad en re. La siniestra garabateando firme en lo alto del mástil. La diestra acariciando las cuerdas de tripa veteadas de polvo y sudor. Ladeos de pies a cabeza llevando el compás. Y, de vez en vez, una voz aguardentosa deslizándose por la garganta grosera, o un tañido límpido repicando en las paredes desconchadas del húmedo chiscón. Cuando aprieta la congoja, nada mejor para burlarse del destino que calentar la guitarra compañera. Cuando los pesares desbocan el corazón, nada más vengativo para con la suerte aciaga que aquel sonido machacón. El sonsonete balsámico en los momentos en que nos sube el agua y nos baja la soga al cuello. Llueve celeste al ritmo de la cristalina tiorba.

Al menos, así lo rumiaban las mientes de Antonio Ruter, alias el Cabo Colorao, mientras compartía chinches y mugre con un manojo de desharrapados. Yacían en deshilachados jergones. Sesteaban en camastros de paja y cieno arrejuntados en el ala norte de la celda. Al socaire de los vientos brunos y rabiosos que racheaban el otero vigía. Y no porque la música amansase a las fieras patibularias, como había podido comprobar en carne propia, merced a luengos presidios. Sino por burlar al tedio, por amor a la rebeldía, por el guante arrojado a la cara de los guardias. Porque el grito insolente que salía del vientre de su guitarra barroca fustigaba con sus ondas de hiedra los oídos inmisericordes del alcaide. Sólo así dolientes y suplicantes se consolaban con los dolores y suplicios sonoros causados a sus custodios. Pues algunos días, el repertorio de zarabandas, tocatas y chaconas apenas desvelaba los habitantes de la torre. Pero otros, los más sombríos para el humor del músico, la repetición cansina de la allemande, la vieja danza de los campesinos germanos, mantenía los nervios a flor de piel y ponía a prueba la paciencia de los oyentes más pintados. Apresados, a la postre, en un rasgueo declinante como el sol anaranjado que se ponía entre nubarrones añiles y añejos.

La misma luz efímera que había camuflado la salida de la Villa y Corte de Antonio Ruter, mudado en marino veloz, a lomos de un caballo tordo y ajeno. Se lo acababa de birlar a un mercader extranjero de grueso talego, aprovechando que estaba como una cuba en la bodega del camino de Guadalajara, celebrando con otros estómagos transeúntes el cierre de un buen negocio. Gustaba viajar de noche por no llamar la atención de cobradores de peajes ni de agentes de justicia, picando espuelas al galope para que el equino melancólico no echase de menos al amo, poniendo tierra por medio entre asunto turbio y trasunto oscuro.

De esta guisa, al mediodía de la jornada siguiente, el jinete cuatrero se encontraba en la venta del Retamal dando buena cuenta de una pierna de cordero aromada con tomillo salsero y regada con una jarra de vinazo de pasto. Le restaban apenas seis leguas para llegar a Soria, en cuyo regimiento pretendía pedir oficio y beneficio, según rezaba en cartas falsas de recomendación firmadas por la supuesta buena letra linajuda del duque de Arcos. «La escritura es un don que Dios nos da para administrarla a discreción», solía decir jactancioso. «La próxima vez que falsifiques, mandaré que te corten las manos», le había respondido discreto y a la mayor gloria de Dios un juez gaditano con no menos solemnidad ejecutoria. Pero de momento pintaban bastos y había que buscar fortuna entre los rincones más recónditos y olvidados del reino.

Al poco de la digestión soñolienta, sentáronse en los taburetes aledaños cuatro militares desafiantes, como aparentaban delatar sus uniformes reales y sus trazas cuartelarias; desgastados los unos y aún más envilecidas las otras. En un santiamén, comenzaron a repartir graciosamente una sarta de procacidades entre la atolondrada concurrencia, y, siguiendo su curso natural, de las palabras pasaron a las manos. El ventero temía más por los reales ocultos en el sótano que por la honra de sus dos mujeres: santa esposa cocinera y laica moza para todo. La mayoría de la clientela capeaba los insultos y los amagos de golpes. Tan sólo Antonio Ruter permanecía sereno en el comedor, manteniendo el tipo, dirigiendo una mirada tan fría como las cachas del cuchillo cabritero que acariciaba bajo la camisa alba. Conservaba el pulso firme del timonel que mantiene el rumbo fijo en medio del ojo del huracán.

De manera que, tras agotar el repertorio clásico de las bravuconadas soldadescas, el cabecilla del grupo fue a reparar, como era de esperar en este reto larvado que olía a sangre y dificultaba la respiración, en el altivo huésped que se mantenía erguido en el escaño anejo a la chimenea.

–¿Y tú qué miras, colorao? –le espetó el chulo castrense tras vejar por enésima vez a dueño y clientes, obligándoles a saltar a la pata coja al ritmo de sus fustazos–.¿Por qué no bailas como los demás?

Porque nunca lo hago al son que me tocan –respondió el brioso viajero en posición de ataque–. Y si te atreves y tienes lo que hay que tener, ¡acércate a comprobarlo! –blandiendo una hoja de dimensiones más que respetables y adoptando ademán de navaja fácil.

Nos ha salido bragado el barbián –añadió el adversario buscando la sonrisa cómplice de sus compinches y abriendo un compás de espera de segundos infinitos–. Basta de chanza, pues, y siéntate a nuestra mesa que no habrá de faltar una jarra de tinto para uno que se pica de valiente.

Pasado el turbión del altercado, resuelto el pulso, la estancia recuperó su estado de viandas al vuelo y exabruptos de complacencia. Mas no sin que la tregua cubriese la fuga de puntillas de la mayoría de los parroquianos. Entonta al círculo uniformado y, entre vaso que refresca el gaznate y viaje que las manos tiran a las nalgas de las mesoneras, la compañía empezó a deslizar confidencias.

–¿Qué te trae por estos andurriales y con tanto equipaje? –preguntó la voz de mando a la vista de los bultos deformes por la tiorba y los libros que dormitaban en una repisa próxima al fogón.

–Granjerías de poca monta –dijo el tranquilo marino–. Nada comparable a vuestra guerra entre el Borbón y el Austríaco –y esperó a que la cara de sus interlocutores le delatase el bando en el que peleaban.

Dudó unos segundos: las casacas rojas parecían de caballería napolitana, los calzones decolorados de infantería austríaca, los sombreros de lana negra de unidades españolas... Pero las espadas desiguales, los fusiles sin bayoneta y las pistolas arzoneras podían ser de cualquier ejército; o más bien, concluyó que eran botín de guerra.

–Aunque bien pensado –añadió al intuir que aquellos maleantes no se estaban batiendo el cobre por ninguna dinastía–, no hace falta que me respondáis; puedo adivinar vuestros pasos pasados y venideros.

–¿Y cómo es tal? ¿Nos ha salido brujo el amigo? –inquirió el matón, llamando a la burla simplona de la concurrencia.

–Le falta la bola de cristal de las gitanas –añadió un segundón para apuntalar el lance verbal.

–No es necesario para saber que no sois soldados de recluta y que vuestro sargento de pega acaba de pasar un tiempo a la sombra –les dejó petrificados el sibilino alemán, quien había observado la ausencia de correaje y botas reglamentarias en los hombres y las marcas lechosas de las argollas entre la piel cuarteada de las muñecas del jefe.

–¿Tú quién eres? –contestó éste, titubeante y prevenido–. ¿No nos habrás salido justicia o espía?

–Tranquilos y quedos. Me llamo don Antonio Ruter y soy capitán de marina de Su Majestad quien mande. Voy en busca de un empleo que me fue negado en Madrid; donde, por cierto, no está el horno para bollos tras la salida de los aliados y la llegada del ejército francés del duque de Orleáns: ¡los mismos perros con distintos collares!

–¿Y qué hace un marino en puerto seco?

–Salvar el pellejo como vosotros y bogar por este mar embravecido de las Españas. Pero siempre ojo avizor y con la dignidad que corresponde a mi condición.

–¿Y cuál es la susodicha, si es que se puede saber?

–La de noble: noble de sangre y fe, noble en el mar y la tierra, en la buena y mala fortuna –le salió la vena ilustre guiando su destino.

Los impostores, descubiertos sus disfraces y puestos en un brete, no atinaban a calibrar la hondura en las palabras de aquel personaje, que a nadie se despintaba con su pelo rojo y su cara picada de viruelas. Les habían impresionado por igual sus calidades de aristócrata de aspecto campechano como de adivino de rompe y rasga. De manera que, tras un aparte del mando con la tropa, el sargento de pacotilla hizo pública memoria de su hoja de servicio, envidándole un órdago a la grande para encelarle en la empresa que se traían entre manos.

–Mira bermejo, entre nosotros juguemos con los mismos naipes –principió la perorata de presentación el bravo de los galones raídos–. Me llamo Onofre de Berlanga y soy desertor. Estos compañeros aquí presentes son Vicente Aragonés, hideputa matón, cuyos sablazos son banca segura; Elías de Atienza, que ha hecho votos de verdugo con el puñal por la espalda, y Antonio Honrado, por la sombra de su apellido el más amigo de lo ajeno. Cuando abandoné el ejército del Archiduque, aquel maldito día en que el bastardo del mariscal de Berwick nos tiró a degüello en los pagos de Almansa, regresé como pude a esta mi tierra y entre pitos y flautas juntéme con estos amigos vagamundos para formar cuadrilla de lance.

Al centurión soriano se le soltó la lengua como a Demóstenes le pasara con la piedra, y por la posada desfilaron sus desventuras marciales. En éstas, se desplegó en el horizonte la llanura, el molino y el estanque de la Balsa, que coronaban las afueras de la villa albaceteña, en las primeras horas de la tarde del 25 de abril del año de gracia de 1707. En su altozano disponían a batirse a muerte los ejércitos multicolores y heterogéneos que se disputaban el trono de España. A la derecha formaban las dos líneas de tropas aliadas sobre la falda del Molizón, al mando del conde de Galway, que confederaba a los escuadrones británicos Queen’s Bays, los dragones holandeses de Schlippenback, la infantería de Wade y la Brigada Hill, los efectivos portugueses de Trás-os-Montes y del 2º Troço do Minho y las unidades mixtas de soldados y mercenarios españoles enganchados a la causa del austríaco Carlos. Entre estos últimos se encontraba camuflado Onofre de Berlanga por amor a la soldada. A la izquierda, les hacían frente las huestes borbónicas de Berwick, alineadas a media pendiente la caballería española de Pedro Ronquillo, los piquetes italianos de la Guardia de Corps, la Brigada de Órdenes, la de la Reina y jinetes auxiliares italianos y valones.

Los dragones aliados comenzaron a ascender la colina del Molizón al paso, para no distanciarse de la infantería interpolada, enardecidos por la llegada del propio Galway a su flanco. Pero nada más coronar la cima, les hicieron frente los escuadrones de la primera línea de caballería española, quienes no aguardaron para lanzarles cargas sucesivas, sable en mano, hasta deshacer la formación y causar numerosas bajas. En el momento álgido del combate, el mariscal de Berwick dio la orden a los soldados borbónicos de calar los machetes en las bocas de los fusiles para prohibirles tirar, por lo que el combate se acabó librando cuerpo a cuerpo a bayoneta calada. Fue tal la determinación de las fuerzas francoespañolas y tan acertada la maniobra, que pusieron a las secciones aliadas en desordenada fuga. Sin mandos ni infantes de refresco, la moral de la caballería británica y holandesa se hundió, por lo que los supervivientes pusieron sus esperanzas en la huida. Mas al tener que hacerlo en desbandada por la garganta del arroyo de los Molinos, al verse obligados a pasar por una rambla flanqueada por fuerzas hostiles, se produjo una gran carnicería hasta cantar victoria.

En Almansa, donde los asustados vecinos se habían concentrado ante el palacio de los condes de Cirat en busca de noticias acerca de la suerte de la batalla, comenzaron a repicar las campanas del convento de los Agustinos y de la iglesia de la Asunción. La bandera borbónica ondeó, por fin, en el torreón del homenaje de la imponente fortaleza roquera que coronaba el cerro del Águila.

El triunfo se antojaría decisivo para el desenlace de la guerra que había ocasionado la muerte sin sucesión propia de Carlos II el Hechizado. El cuerpo de ejército francés que persiguiera a Galway, herido de dos tajos en la cara, llegaba hasta las puertas del pueblo más próximo, lo saqueaba y le pegaba fuego por su supuesta condición austracista. Luego pasaba a otro y hacía lo mismo. Y así estuvieron los ganadores durante la semana siguiente, sembrando muerte y destrucción a granel, hasta que el pánico se apoderó de la región y volvieron grupas hacia el cuartel general. Desde la lejanía era frecuente ver a un grupo de mujeres enlutadas llorando la muerte de sus hombres en los cementerios. Al pie del caserío, voraces hogueras trepaban por las faldas de la sierra, hasta morir a los pies de los calvarios o de los castillos enrocados. Aún faltaba un lustro de horrores para que reinase de nuevo la paz.

El camino real de Castilla a Valencia y los campos de sembradura se convirtieron en improvisado cementerio de naciones, donde las huestes borbónicas apresaban o remataban a soldados portugueses, ingleses, holandeses y alemanes. Toda una danza macabra de cadáveres que nunca más volverían a combatir. El paisaje después de la batalla recordaba una especie de confusión babélica de lenguas que ya para siempre habían dejado de hablar.

En medio de la algarada y el desorden, el avispado de Onofre se había pasado a las filas borbónicas, tras cambiar su uniforme por el que sin chistar le prestó un enemigo desventrado. Con tan buena suerte que, en sus bolsillos, papeles sellados atestiguaban su grado de sargento de caballería del Virreinato de Nápoles. De este jaez, con las cédulas como seguro de vida y la espada presta como garante de cobro, fue subiendo hacia Castilla la Vieja. Hasta que un celoso corregidor de Berlanga de Duero, escamado por la extraña mudanza de su convecino, le hizo dar con sus huesos en la prisión del ayuntamiento, en tanto en cuanto se esclarecía el origen de los escritos de marras. Y en tan ilustre morada, alhajado de barrotes y grilletes, conoció a los rufianes del bronce que ahora le acompañaban, con los que pronto se avino a formar una pandilla dispuesta a todo.

De modo y manera que, para cuando pararon en el ventorro del Retamal, hacía una semana que habían pasaportado de mala manera al carcelero y, como guinda a la jornada sanguinaria, atacado una partida del regimiento real de Asturias que reclutaba tropas y requisaba bastimentos.

–Y henos aquí –concluyó el relator paseando la mirada en derredor de la cuadrilla–, convertidos en una unidad de intendencia a la mayor gloria del Borbón, que el diablo confunda.

–Luego no os he averiguado nada mal vuestra fortuna –añadió Ruter con sigilo.

–No; es cierto. Y por eso nos puedes ser útil si te unes a nosotros. Porque... siendo noble, ¿sabrás de escritos y cuentas?

–La duda ofende, caballeros de ventura; no les he dicho antes que el linaje que corre por mis venas se ahorma en las armas y las letras. Por Belcebú que el infierno está en la tierra: ¡palabra de honor!

–El caso es que necesitaríamos un buen contable para recaudar provisiones, soldadas y licencias –concretó el falso sargento–. ¿Por qué no te animas y rascamos el bolsillo a estos pueblerinos?

–Todo sea por la causa –levantó la jarra el recién nombrado tesorero en señal de asentimiento–. ¿Borbón o Archiduque?, ¡qué más da! Lo importante es engordar el tesoro real de nuestras bolsas –y el brindis de los cuadrilleros sancionó el ingreso del neófito y el comienzo de las operaciones fraudulentas en las aldeas comarcanas.

Al cabo de un mes, el acalde de Sigüenza, por orden portada en persona por el visitador real don Antonio de Quiñones, formó una partida de la hermandad de la tierra para capturar a un grupo de timadores que asolaban los pagos aledaños. En las provisiones se relataban toda una retahíla de fechorías (venta de licencias simuladas, sobornos para eludir la leva, requisa de bagajes, violencias y chantajes) con las que, en nombre del duque de Orleáns, una unidad de caballería y un asentador estaban extorsionando a los sufridos campesinos. Mas no hizo falta empeñar mucho denuedo en peinar la campiña y entresacar el bosque. Las presas acudieron descuidadas a la guarida del alimañero.

Cuando el baile de Carnaval se estaba celebrando en la plaza mayor de Sigüenza, entre disfraces de hechura casera y máscaras de animales, los falsos milicianos se personaron vestidos para la ocasión al olor de la hembra y al sabor de la pitanza. Acá un grupo de chiquillos corría espantado delante de un paisano cubierto por una piel de oso. Acullá los mozos requebraban a las jóvenes lozanas con piropos y proposiciones. Fue así como el grupo de ladrones se fue metiendo sin sentirlo en la boca del lobo. Pues el tinto recio hizo lo suyo calentando cabezas y aflojando lenguas. Y aunque dice el refrán que las manos siempre van al pan, en este punto Ruter el Colérico acabó soltando un soplamocos al sargento de marras por una menudencia, desencadenando una escandalosa trifulca con los compañeros de la partida. En un periquete, en mitad de la calle atiborrada de público, armóse la de Dios es Cristo. Y los alguaciles, que son lentos pero no ciegos ni sordos, apresaron y desenmascararon a toda la comparsa.

Es sabido que la justicia sólo tiene prisa en tiempos de guerra y revolución. De ahí que, por un lado, Onofre y sus compinches fueran trasladados de inmediato a Berlanga. En apenas un par de semanas, hicieron el paseíllo de la cárcel al juzgado y de la picota a la horca, de la que acabaron pendiendo con el cuello roto por haber asesinado a un guardián. Por el otro, Antonio Ruter, a pesar de repetir una y otra vez que acababa de conocer a sus contrincantes poco antes de la pelea, fue encarcelado en la torre de Jadraque a la espera de las oportunas averiguaciones sobre su identidad. Máxime cuando en su hato se había hallado un libro impreso en alemán que, examinado por un perito llamado al efecto, resultó ser Biblia luterana. Desde entonces, y hasta que se incoase el proceso, el reo civil devino en jurisdicción compartida con el titular de la diócesis, puesto que el distrito inquisitorial de Sigüenza había quedado anexionado desde el año del Señor de 1522 al tribunal de Cuenca.

Los días caían como losas sin que se despachasen los papeles de la causa. La espera se hacía interminable dentro de unos muros a los que empezaba a llamar la primavera. La confianza enflaquecía. Ruter disimulaba su inquietud refugiándose ora en la música y la escritura, ora en la charlatanería y las partidas de cartas con los cohabitantes. Alternaba los pequeños regalos para suavizar a los carceleros con las baladronadas rivales para marcar su territorio. En su fuero interno barajaba planes de fuga, recursos jurídicos, mentiras piadosas sin orden ni concierto.

El parto a tamaño estado de desbarajuste consistió en redactar dos epístolas metafóricas dirigidas al obispo de Sigüenza, a la sazón don Francisco Álvarez, influyente miembro del Consejo Real. En ellas solicitaba su libertad argumentando haber sido apresado por error. Entregó las Soledades de la Torre de Xadraque, pues así tituló su primera composición, al alcaide don Juan Pardo para que las hiciera llegar al prelado y no obtuvo respuesta. «A quién podía yo dedicarlas –escribía un Antonio Ruter zalamero, haciendo gala de su condición de capitán de marina– si no a Vuestra Ilustrísima, que es inmenso y profundo océano de ciencias, con dilatados mares de clarísima nobleza y amor, que como Pastor mira a sus ovejas.» Dióle al director de la prisión la Segunda Soledad y Portentos de la Madonna de la Letra de Mesina, a sabiendas de que don Francisco Álvarez había sido arzobispo de esta ciudad siciliana, pero agregando un anillo perlado de cierto valor para que el correo marchase más ligero a su destino. De nuevo, el silencio. Y, para colmo, el guardés se había quedado de buen grado con la alhaja, mientras los manuscritos dormían el sueño de los justos en un cajón de su oficina. El marino varado que se sentía Ruter no podía esperar más y fijó en mayo el plazo para su evasión.

Sobre todo, cuando recurrió a su tarot disfrazado de naipes vulgares o, cuando menos, nada sospechosos, al estar sellados por la cruz blanca de San Juan. Puesto que se trataba de un ejemplar de la baraja Melitense, mandada imprimir por el gran maestre de la Orden de Malta Jean de la Valette, en la que se aunaban la iconografía cruzada con las miniaturas monásticas. Cuando se echó las cartas, le salieron en cada uno de los tres mazos cortados arcanos mayores, y, eso sí, todos inclinados: la Torre, que interpretó como su encarcelamiento; la Justicia, que aludía a la demora por complicaciones legales, y el Colgado, que sólo le dejaba la huida como salida al sacrificio que le había sido impuesto. Los símbolos habían hablado claro y callado.

Entre tanto, trataría de mostrar paciencia sacando cada poco nuevos entretenimientos de la chistera de su macuto, dejando boquiabiertos a sus escogidos espectadores. Cuando no echaba un pulso al más forzudo, ganaba una apuesta a algún presidiario crédulo, o componía un soneto de insinuaciones picantes que recitaba en público. Cuando no cantaba a palo seco, rasgueaba el son acompasado de su querida tiorba o pedía que le hiciesen los coros. Sin embargo, era frecuente que la sangre se le subiera a la cabeza por cualquier nadería, lanzándose a proferir blasfemias de tan subido tono que para su acervo querrían los carreteros más acendrados. Pero con diferencia, lo que daba más pábulo a la murmuración de los presos, que, acongojados por el polifacético huésped, apenas susurraban entre sí, era ese hábito extraño de su colega ilusionista: la sesión de bordar.

Cada tarde, Ruter el Rojo montaba el lienzo sobre el bastidor, hilvanando puntadas con una aguja empujada por dedal de plata. A la par que tramaba la huida inminente, estudiando los movimientos de los centinelas, urdía sobre el cañamazo blanco el dibujo de un ancla floreado por hilos de colores. La hora violeta del crepúsculo apagaba sus últimos rayos sobre la nieve hilada del bordado.