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J. M. Amilibia (Bilbao, 1943) es periodista y escritor, ha trabajado en prensa, radio y televisión y ha escrito más de una decena de novelas; también libros de humor y periodísticos. No pertenece a ningún partido ni a ninguna tribu y cada día le apetece más la soledad en todos los sentidos. Tiene más preguntas que respuestas. No le gustan las masas, los políticos, el capitalismo salvaje y beber con mala conciencia por culpa del azúcar alta y el colesterol. Le gusta el vino, fumar, los animales, los árboles, el bacalao al pil pil y los escritores que escriben contra sí mismos.

 

«¿Sería capaz de matar a los torturadores y asesinos de su amada perra? ¿Quiere más a su perra (o perro) que a su hijo (o hija)? Tanto si responde sí o no a las dos preguntas, le conviene leer esta novela.»

En una sociedad cada vez más manipulada por la prensa sensacionalista, marcada por un creciente control gubernamental, y una educación en total decadencia, la violenta tortura hasta la muerte de la inocente perrita Sofía podría haber sido tan solo un caso más.

 

Sin embargo, Frank, su amo, sale de una vida en letargo y confiesa que ha vengado ejecutando a los dos adolescentes que además de matarla grabaron su agonizante sufrimiento y lo difundieron por Internet.

El caso despierta el total interés de Oscar, el periodista estrella del «amarillo» semanario La Lupa de Sherlock. En esta ocasión, Oscar no solo busca liderar el índice de lectores del país, sino que encuentra en Frank a su particular Perry –igual que aquel que inmortalizó Truman Capote en A sangre fría–, que lleva años buscando, para por fin poder escribir su gran novela.

Pero en una sociedad totalmente anestesiada, cuya opinión pública se balancea de un lado a otro sin rumbo, esclarecer el asesinato de los torturadores de Sofía pone de manifiesto una sociedad no muy lejana que está más enferma de lo que el lector sospecha.

Y TODO POR UNA PERRA

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Primera edición: enero de 2014

© J. M. Amilibia, 2014
© de la presente edición: Editorial Alrevés, 2014

Diseño e ilustración de portada: Mauro Bianco

Editorial Alrevés S.L.
Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a • 08034 Barcelona
info@alreveseditorial.com

ISBN: 978-84-15900-25-2
Depósito legal: B. 899-2014
Código IBIC: FF

Producción del ePub: booqlab

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

Y TODO POR UNA PERRA

J. M. AMILIBIA

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A nuestra perra Fanny, que nos dio once años de dulce, generosa y alegre compañía. Vivirá siempre en nuestros corazones

KETTY Y JESÚS

 

 

 

Llegará un día en el que los hombres
conocerán el alma de las bestias y entonces
matar a un animal será considerado un delito
como matar a un hombre. Ese día la
civilización habrá avanzado.

LEONARDO DA VINCI

1

Los dos eran clientes ocasionales del bar triste y solitario en el que tomaban las últimas copas de la jornada; un bar de esos en los que a partir de las doce de la noche parece que solo sirven despedidas. El doble asesinato se había cometido en la casa de al lado.

—Es la detención más extraña que he hecho nunca —contaba el detective, mientras bailaba un palillo de dientes en la boca, nervioso porque había dejado de fumar hacía pocos días y el sabor del whisky le exigía nicotina; «quizá cuando dejas de fumar lo tienes que dejar todo», pensaba—. Es la detención más extraña que he hecho nunca, sí, y no solo por lo impasible del asesino, que nos esperaba tranquilo y feliz sentado en la escalera, sino por su aspecto: era la viva imagen del hombre bueno y honrado que por fin ha hecho lo que tenía que hacer, un alma en paz.

—Define «rostro de alma en paz» —dijo el periodista.

—Un rostro iluminado de serenidad, esto es, el careto de un tipo sano y rico que está mirando un paisaje de Monet, ¿vale? Los nenúfares, por ejemplo.

—Bien.

—La mayoría de los que han matado en un arrebato de ira, de manera no premeditada, y nos esperan en el lugar del crimen tienen la cara espantada; es lógico, son asesinos que de ninguna manera tenían previsto convertirse en asesinos: la sangre les disloca la razón y la mirada; llaman por teléfono, «he matado a mi mujer», dicen, «he matado a mi vecino», dicen, y se quedan al lado de la muerta o del muerto, hipnotizados por la absurda quietud del cadáver y su rara postura, porque la muerte regala caprichosas posturas a los cuerpos; histéricos perdidos, los asesinos ocasionales se preguntan cosas, no hacen más que preguntarse cosas, en un inútil esfuerzo por comprender lo que ya no van a comprender nunca; no saben que la pregunta es el cadáver y ellos la respuesta. Así lo veo yo, al menos.

Tom, detective del grupo de homicidios de Ciudad, exmilitar, exdrogadicto, exmarido, escupió lejos el palillo machacado. El barman lo miró como si hubiera escupido en el suelo de la catedral. Una catedral suya.

Oscar, el periodista, sabía que el discurso de Tom no había concluido aún y que en su parte final podría volverse más complejo. Lo escuchaba con atención, como siempre, y no solo porque fuera su amigo y confidente: en muchas ocasiones lo ayudaba a encontrar el tono literario de sus crónicas en La Lupa de Sherlock o le regalaba una frase feliz, un hallazgo deslumbrante. También sabía que era del todo necesario pedir otros whiskys. El barman los sirvió con desgana, sabedor de que aquellos tipos no despegarían los codos de la barra hasta un segundo antes de la hora de cierre.

—También los hay que se quedan tan quietos como estatuas y pálidos como la luna llena de enero; dirías que ha dejado de circular la sangre por sus venas; generalmente, han vomitado y sudan aunque haga frío —siguió Tom—. Se les ve tan mal que cualquier médico no muy experto les recomendaría visitar al forense. Pero Frank estaba fresco, sonrosado y con el pulso pausado de un yogui. Sereno, como si el hecho de cargarse a dos tipos fuera tan cotidiano como la cena. Algo muy raro en un asesino, amigo. Incluso en un homicida. Te lo presento: Frank, alto, fuerte, barba blanca, setenta y cuatro años, natural de Ciudad, profesor de historia jubilado, escritor aficionado, viudo y con un hijo. Profesor, sí, pero yo lo vi con la mirada satisfecha y risueña del chaval con los deberes hechos que espera un sobresaliente. Desahogado, seguro, la imagen misma de la tranquilidad y casi de la felicidad sentada en una escalera esperando las esposas como si esperara un taxi. Lo tenía todo previsto y aceptado, asumido. Después de observarlo un rato me dije a mí mismo que estaba ante uno de esos tipos que después de los sesenta años duermen con las manos cruzadas sobre el pecho para tener bien ensayada la postura final.

—¿La imagen misma de casi la felicidad?

—Sí. Una imagen beatífica. Me miró como se mira a alguien a quien estás esperando para tomar el té y llega un poco tarde, y dijo: «Hace veinticinco minutos he disparado en la cabeza a los que mataron a Sofía». Y extendió los brazos hacia mí con las muñecas juntas para que lo esposara. Ni una palabra más. Sonreía dulcemente, como si acabara de rociar con agua bendita y no con plomo la cabeza de los dos muchachos. Era tal su cara de bonachón que no lo esposé hasta que vi los cadáveres, no me acababa de creer que hubiera matado a alguien. Los tiros en la cabeza y los charcos de sangre no tenían nada que ver con aquel hombre, Oscar; le cuadraba un par de alas blancas, no una pistola. Era un querubín, un Papá Noel sin saco. Nunca antes había visto a un asesino al que me apeteciera más abrazarlo que detenerlo. Aun después de escuchar su confesión me cuesta trabajo creer que haya matado a esos dos chicos.

El barman, que hacía que no escuchaba mientras le pasaba un paño a la cafetera, anunció con tono desabrido: «Cierro en cinco minutos». Tom le clavó los ojos con la fiereza de un dóberman y el barman rectificó: «Tampoco hay prisa, la verdad». Tom no se contentó con mirarlo y también le clavó su voz herrumbrosa de sargento muy duro que reservaba para los tipos que no le gustaban: «No se ponen aceitunas con el whisky, le desvirtúa el sabor; ponga frutos secos, por favor». El barman puso cacahuetes.

—Insisto, Oscar: aquellos cadáveres no parecían tener relación alguna con Frank; le eran ajenos, distantes. No había armonía.

—¿Armonía?

—Siempre hay cierta armonía entre los muertos y el asesino, hasta en los casos de los asesinos que no tenían previsto convertirse en asesinos. Cuando no hay armonía, el caso puede ser interesante. Por eso te llamé. Frank estaba junto a sus muertos con radiante indiferencia. Puede que sea una venganza, sí, él lo admite, pero en todo caso sería una venganza fría, fría del todo, ajena a la pasión, al acaloramiento, al odio, a la locura, incluso a la locura transitoria. Algo poco común. ¿Y sabes quién era Sofía?

—No.

—Era su perra.

Oscar sacó su bloc e hizo unas rápidas anotaciones. Bloc y bolígrafo quedaron en la mano izquierda mientras que en la derecha apareció el móvil. Marcó.

—Tenemos historia, Alex Segundo. Titular: «El vengador de su perra». Un tipo ha matado a dos chicos para vengarse de lo que le hicieron a su perra —dijo Oscar.

—¿El vengador los sorprendió tirándose a su perra? —preguntó Alex Segundo, editor y director de La Lupa de Sherlock; hablaba tan alto que Tom lo oía sin necesidad de aproximarse mucho a la oreja de Oscar.

—No, los chicos la torturaron hasta que murió —susurró Tom a Oscar.

—No, los chicos la torturaron hasta que murió —dijo Oscar.

—Seguro que lo grabaron todo con sus móviles y lo colgaron en Internet —dijo Alex Segundo.

—Eso hicieron exactamente —susurró el detective.

—Eso hicieron exactamente —dijo Oscar.

—Joder, cómo conozco a mis chicos. Gran historia, Oscar. A por ella.

Pagó Oscar. Tom no hizo ningún ademán por evitarlo (nunca lo había hecho). Sabía que las copas, las cenas y esas cosas estaban incluidas en la cuenta de gastos de su amigo de tantos años. Pagaba La Lupa. Mientras apuraban el whisky, Tom jugaba con su Dupont de oro, levantando y dejando caer la tapa: le gustaba el ruido que hacía al cerrarse.

—Es un sonido —dijo— grave, seco, sólido, compacto; el sonido de algo bien hecho, armonioso, perfecto; si vuelvo a fumar, será por culpa de este encendedor; me gusta tanto que soy incapaz de dejarlo tirado en un cajón.

—¿Quién te lo ha regalado? —preguntó Oscar.

—Lo rescaté de morir congelado en el frigorífico de la morgue. Era de un suicida sin familia.

2

Lo despertó el teléfono, como casi todas las mañanas. Antes de descolgar apagó el televisor, que había dejado toda la noche encendido. Era su somnífero. Podían ser Tom, Alex Segundo o Miranda. Si era esta, tendría que comunicarle que hoy no era un buen día para el pack de los lunes (aperitivo en el Metrópoli, almuerzo en Viridiana y siesta en el apartamento de ella). Era Tom.

—Estaré en el portal de la casa de Frank a las doce —dijo—. Tienes media hora para husmear. Por favor, procura no llevarte nada.

—Vale.

Tom tenía la obligación de decírselo; Oscar tenía la obligación de no hacerle caso. Así funcionaban. Había que ver la casa del hombre antes de ver al hombre. Oscar estaba convencido (le avalaba la experiencia) de que las casas cuentan cosas que nunca confesarán sus habitantes. Solo es cuestión de saber mirar, como todo en la vida.

La casa del periodista decía que era ordenado, limpio, de clase media alta. La importancia del apartamento no se correspondía con el valor de los cuadros colgados en sus paredes: cuatro dibujos de Claudio Bravo (hombres muy bellos desnudos: Miranda se había mosqueado cuando los vio y se mordió la lengua para no preguntarle: «¿Eres homosexual, querido?») en el pasillo y un par de lienzos medianos de Barceló, uno grande de Saura y otro también grande de Viola en el salón. Y en el dormitorio estaban los de Cuixart (cabezas de damas con hermosos sombreros), Mompó y Gordillo. Todos ellos, regalos de cuando ejercía de entrevistador en la revista Arte & Arte, muchos años atrás. Al margen de que le gustaran más o menos, siempre los había mirado como su seguro de vida. También como el colchón que le podría permitir un día darle una patada al periodismo y ponerse a escribir de una vez la historia tantas veces postergada, una historia que cualquier día aparecería ante él como una Virgen resplandeciente a los pastorcitos. Y entonces...

Vivía solo. Únicamente un hombre que vive solo puede dejar una revista pornográfica abierta sobre la mesilla de noche. Además, estaban los dibujos de Vargas (una colección de vaqueras desnudas) en el cuarto de baño. «Son para alegrar la frialdad del mármol», le dijo Oscar a Miranda la primera y única vez que esta visitó su casa. Ella no dijo nada de los dibujos de Vargas, pero hizo un mohín de desagrado al ver el retrato de Helga en el vestíbulo; Oscar no lo había retirado al trastero porque era de Antonio López, pero sí tenía firmemente decidido que, en caso de necesidad, sería el primero en salir de casa.

—Era mi mujer —dijo Oscar—, murió hace años.

—Perdona —comentó Miranda—, pero ni que le hubieran hecho el retrato después de muerta. Parece el retrato de una muerta, aunque esté de pie. Una mujer muerta con un gesto agrio en la boca, eso es. ¿Se suicidó?

—No, murió de un infarto —dijo pasando por alto la impertinencia de su reciente amiga.

—Hijo, pues parece una novia de Drácula. Bella, pero tenebrosa.

Oscar sonrió: ella estaba demasiado buena y él demasiado necesitado aquella tarde como para perderse en detalles sobre las conveniencias sociales o las buenas formas; además, desde que hacía crónica roja (o negra) le habían llamado vampiro muchas veces. No era desacertado: vivía de la sangre ajena, cuanto más abundante y trágicamente derramada, mejor. Por tanto, la percepción espontánea de su nueva amiga bien podía considerarse una agudeza. Impertinente, pero agudeza. Le pareció que era mejor verlo así. Aquel par de tetas le decían que era mejor verlo así. Aquel culo le decía que podía pasar por alto cualquier cosa que saliera de aquella boquita.

Podría haberle explicado el porqué del gesto agrio, podría haberle contado que Helga se fue amargando con los años y que se separaron cuando se volvió insoportable, que se fue a vivir a Alemania (era alemana) y que un día, posiblemente un mal día, se tragó con un gin-tonic treinta píldoras de Procip (antidepresivo); que todo empezó (la amargura que le agrió el carácter) cuando recibió por correo un envío anónimo: era un fragmento del diario de una persona de Berlín (Helga nunca le dijo su nombre) en el que se contaban cosas terribles de su adorada madre, también de nombre Helga, muerta poco después de finalizar la Segunda Guerra Mundial, cosas que habían sucedido en los días de la toma de Berlín por el ejército ruso, algo atroz, algo infame, que ella, Helga hija, desconocía por completo y a cuya lectura volvía con morbosa insistencia, como si no acabara de creerse lo que allí se narraba, como si no le importara que aquellas páginas le quemaran las ganas de vivir.

Podría haberle contado todo eso y más ante el retrato de Helga, pero como había percibido en una primera impresión que Miranda era un tanto simple (luego vería que no lo era tanto; en realidad, casi ninguna mujer lo era, pero a veces se le olvidaba), prefirió ahorrarse la historia; le pareció que no se la merecía, y Oscar había decidido mucho tiempo atrás no gastar saliva en balde con las personas que no respondieran con emoción (o al menos con interés) a lo que él contaba con detalle y especial intensidad. Además, le había molestado el comentario ante el cuadro de su mujer muerta, no por el tópico del debido respeto a los muertos (no era él precisamente alguien muy calificado para exigirlo) ni tan siquiera porque quedara en él resquicio alguno de amor por la ácida Helga, sino porque el comentario le pareció inapropiado, falto de elegancia. Poco estético o falto de armonía, como diría Tom.

El mismo día que la llevó a su piso (pretendía acostarse con ella y ella era consciente de su intención) se habían conocido en la cafetería París, próxima a La Lupa. Oscar la invitó a almorzar y ella había aceptado encantada, sobre todo después de saber (se lo susurró un camarero alcahuete camino del servicio) que el tipo con quien departía en la barra era un famoso periodista. Miranda le contó su vida en el primer plato: era de Ciudad, estaba divorciada, tenía un hijo que iba al instituto («Lo tuve con diecisiete años», aclaró rápidamente) y trabajaba de modelo de fotografía y publicidad en la agencia Focus.

—Soy la chica de las patatas fritas Max, ¿no has visto el anuncio?

—¡Sí! ¡Eres la patata que baila antes de que se la coma el chico gordinflón! Me da mucha pena que te coman, la verdad.

—No importa: soy la patata que le hace sonreír feliz al gordinflón.

—¿No te importa que te coman si haces feliz a alguien?

—Nunca me ha importado si la boca que me come es de mi gusto.

En el segundo plato le habló de sus aspiraciones: pese a que ya no era una niña, no había renunciado a hacer carrera como actriz. «Kim Basinger triunfó casi a los cuarenta, ¿sabes?», dijo. Para Oscar eso lo explicaba todo, o sea, que así se entendía que una modelo de unos treinta y dos años con apariencia de veinticinco gracias a la cirugía estética o al Super Botox, de labios jugosos y ojos verdes chispeantes y prometedores, con un cuerpo espectacular que reclamaba urgentes atenciones, chica de las patatas fritas Max, aceptara almorzar encantada con un periodista de más de sesenta nada más conocerlo en la barra de un bar, sin necesidad de que él insistiera y sin que ella se hiciera la interesante. Tenía aspiraciones y no tenía mucho tiempo. Necesitaba un sello de urgencia. Miranda era directa, de un primitivismo encantador a los ojos de Oscar, quien sabía muy bien, o creía saber, que las mujeres siempre follan por algo: por amor, por conseguir pareja, por tener un hijo, por dinero o por alcanzar sus objetivos o sus ambiciones; solo los hombres, según Oscar, follan por el puro placer de follar. Bien, le presentaría a tres o cuatro productores.

Después de ver la cama del dormitorio aún sin hacer y el impresionante retrato de Helga, la muerta del gesto agrio en la boca, la novia de Drácula, que debió de causarle cierto sobrecogimiento supersticioso o quizá la evocación de un mal recuerdo, Miranda decidió, de pronto: «Mejor nos vamos a mi casa, si no te importa». A Oscar no le importó y así nació una singular relación que ya duraba casi un año. Solo se veían los lunes: aperitivo en el Metrópoli, almuerzo en Viridiana y tarde de lujuria en el apartamento de ella. Como Miranda gritaba mucho, follaba con el mando del televisor pegado a su mano para poner el volumen a tope en los momentos culminantes.

—Antes no lo hacía —le explicó a Oscar—, y no me gustaba nada cómo me miraban luego algunos vecinos en el ascensor, aunque peor aún eran las vecinas, qué miradas de reproche, ni que les estuviera robando sus orgasmos. ¿Sabes lo que me dijo una? «Te oigo follar y es como oír una final de tenis de las hermanas Williams por la tele sin imágenes.»

—Bueno —dijo Oscar—, esa al menos tuvo gracia. ¿Y qué le respondiste tú?

—Que era un buen momento para que su marido le echara pelotas; no le hizo gracia; luego me enteré de que era viuda y le pedí disculpas.

Primera regla: había que terminar antes de las seis, hora en la que su hijo volvía del instituto. «No quiero que vea hombres en casa —dijo el primer día Miranda—, no quiero que vea un papá donde no va a haber un papá.» No hubo necesidad de que lo repitiera. Segunda regla: «Nada de pellizcos, azotes o mordiscos en ninguna parte del cuerpo, vivo de él —dijo Miranda—, y no admite moratones»; «Sin problemas, no me va el rollo sadomaso», dijo Oscar. Tercera regla: «No hay preguntas, no hay recriminaciones, yo no te pertenezco, tú no me perteneces, no hay compromiso, no hay celos, somos libres, ¿vale?»; «Si quieres te lo firmo», dijo Oscar. Cuarta y última regla: «Nunca me digas “te quiero”; tampoco yo te diré nunca “te quiero”»; «¿Ni añadiendo “por un rato”?», preguntó Oscar; «Ni así», dijo ella.

Ya estaba duchado y vestido y aún no eran las once. Tomaría un café en el London de camino a la casa del asesino y desde allí llamaría a Miranda para quedar en el Metrópoli y decirle que ya había hablado con el productor de la telenovela Sin culo no hay gloria: le iba a ofrecer un papel. Y esta vez no era un pequeño papel. ¿Por qué había pensado, aún medio dormido, que hoy no sería un buen día para el pack de los lunes, precisamente cuando la chica iba a follar con más entusiasmo que nunca, agradecida y excitada por la buena noticia? El caso del profesor asesino acababa de nacer, no parecía complejo pese a los augurios de Tom (armonía, no veía armonía) y tenía mucho tiempo por delante, no debía dejar que le dominara la ansiedad, como le sucedía casi siempre al iniciar una investigación: en un día ya quería tener el bloc lleno de notas, todo atado, todo en orden. Tenía que relajarse, le molestaba sentirse como un primerizo. «Qué rara es esta profesión que te obliga a disfrazarte de tipo resabiado y cínico (decir cada día que el oficio es una mierda, una puta mierda, y que está lleno de canallas, por ejemplo) para ocultar la excitación del novato que crees que has dejado de ser pero que siempre vuelve ante una buena historia», se dijo antes de cerrar la puerta. Y también: «Bueno, los actores de ochenta años y más siguen sintiendo mariposas en el estómago antes de salir a escena. Siempre como el primer día y como si en la primera fila estuvieran Shakespeare, Lope y Calderón».

Antes de que llegara el ascensor volvió sobre sus pasos: se había olvidado los cigarrillos en la mesilla de noche. Los tomó junto al encendedor de plástico desechable. Oscar también tenía un Dupont de oro, pero casi no lo usaba por temor a perderlo.

3

Había dormido como un bendito, y eso que el catre era demasiado blando para su gusto. El funcionario que le llevó el desayuno a las siete y media de la mañana (café con leche, pan, mantequilla y mermelada) se quedó un tanto perplejo cuando aquel viejo de bondadoso aspecto, acusado de matar a dos jóvenes de dieciséis y diecisiete años, le dijo, con el delicado tono de un diplomático jubilado, al recoger la bandeja:

—Muchas gracias, es muy amable, todo tiene un aspecto magnífico. Discúlpeme, no conozco las costumbres. ¿Alguien podría traerme algo para leer? Ah, y la taza —señaló el hediondo lugar— está hasta arriba de heces y la cisterna no funciona...

—No soy Bautista —respondió irritado el funcionario.

—¿Qué quiere decir?

—¡Que no soy tu mayordomo, leche!

—Perdone, no era mi intención ofenderle, yo...

—¡Lo que me faltaba esta mañana, un finolis! La cisterna no funciona —parodió el tono delicado de Frank—. ¿Por qué no pruebas a llamar a recepción?

Y cerró violentamente la puerta de hierro. El chirrido metálico y punzante del cerrojo le hirió los oídos más que las palabras del funcionario. Lo peor era aquel olor a orina y mierda que parecía incrustado en las paredes de la mazmorra desde tiempos inmemoriales. No temía nada de lo que le pudiera suceder, solo le daba pavor pensar que tarde o temprano tendría que utilizar aquella taza sucia, repleta hasta los bordes de detritus. Si comía o bebía, estaba perdido, así que no probó el café con leche ni el pan. «Pronto me llevarán ante el juez —se dijo Frank—, me declararé culpable y me enviarán inmediatamente a prisión; allí todo estará limpio; he visto en el cine que allí se pasan el tiempo limpiando, siempre están limpiando.»

La nueva vida que comenzaba solo la veía, inicialmente, como extraordinario material para una novela. Necesitaba un bloc y un bolígrafo: tenía que escribir todo lo que viviera (y lo que pensara) minuciosamente. «Quizá debería estructurar la novela como un diario —se dijo—: Sí, un diario transmite verosimilitud como nada, es perfecto.» Luego, terminada la novela, llevaría a cabo el ritual de siempre: fotocopias, encuadernación y envíos. Treinta ejemplares que repartía entre sus amigos (gente del barrio) más interesados en la lectura y la media docena de escritores que de verdad le interesaban. A estos les enviaba su novela con una carta adjunta, siempre la misma, que rezaba así:

Lea esta obrita, por favor. No es buena, lo sé, pero quizá algo de lo que en ella se cuenta, alguna línea menos vulgar, alguna idea menos común, pueda su mano maestra transformar en líneas verdaderamente literarias. Si algo le sirve, utilícelo sin prejuicios ni temores, sin mala conciencia, con entera confianza: inspírese en este relato como en la vida, como en un cuadro, una sinfonía, o una charla de bar cazada al vuelo o... Para mí sería un honor poderle servir. No aspiro a la fama, no es necesario que me cite, solo deseo ser útil.

Gracias.

De vez en cuando asaltaban su cabeza, como un flash inesperado e indeseado, las imágenes de los dos jóvenes en sus respectivos charcos de sangre. Ese flash era anulado (superado) inmediatamente con una imagen, otro flash, de la larga agonía de Sofía, torturada cruel y gratuitamente hasta su muerte. Tenía muchas imágenes de su perra para elegir, y cualquiera de ellas servía para borrar la estampa más cruda de los asesinos ejecutados que pudiera aparecer en su mente. Las de Sofía eran imágenes victoriosas, potentes: podían con todo, disolvían como el ácido más corrosivo cualquier atisbo de culpabilidad.

Después de los disparos se había dicho que el tormento o la culpan serían un homenaje que los ejecutados nunca recibirían de él. Nunca. Sabía que era una promesa difícil de cumplir, de ahí que se exigiera especial contundencia en este aspecto. Era un hombre de decisiones firmes, riguroso, disciplinado; siempre lo había sido. Un hombre severo (sobre todo consigo mismo) hasta la extenuación. Y en este asunto tenía muy claro que lo hecho, bien hecho estaba. Punto. Ni medio minuto de arrepentimiento o congoja. Tampoco de largas y penosas reflexiones o dudas angustiosas, por ahora. El pasado solo era páginas por escribir. El presente era el descubrimiento de nuevos sentimientos, la aparición de otras ideas (quizá un cambio fulgurante), la necesaria escritura para dar fe de la verdad y la mentira de una aventura recién iniciada y la virtud de sobrellevar cuanto se le venía encima, por amargo y doloroso que fuera, con estoicismo. Eso era todo lo que importaba de verdad. Nada más. Y todo ello podía hacerlo perfectamente en la cárcel. En realidad, ¿no llevaba veinte años en la cárcel, veinte años dando vueltas por el amplio patio de su distrito? Quizá le permitieran tener un pajarito, como a Burt Lancaster en aquella película de Alcatraz. ¿Un perro? No, jamás. Nunca tendría ya otro perro. A su edad sería condenarlo a la orfandad, no podría vivir pensando que cualquier día el animal se quedaría solo.

Por el ventanuco de la pared que rozaba el techo veía pasar los pies de los transeúntes y algunas palomas que se asomaban a los barrotes. Durante un buen rato se dedicó a desmigar el pan de su desayuno y lanzarlo a las palomas. Afuera, en la misma planta, su hijo Samuel esperaba el oportuno permiso para verlo. La idea no había sido suya. En un principio, Vanesa, su mujer, le había conminado enérgicamente a que lo hiciera. «Por mucho que lo desprecies, es tu obligación», le había dicho. Él podría haberla ignorado, como otras veces, y a punto estuvo de hacerlo, pero «bien pensado —se dijo después de reflexionar unos segundos—, no puedo perderme la estampa de mi padre derrotado, humillado y lloroso en una mazmorra». «Tienes razón, querida; voy ahora mismo», la tranquilizó, al fin. Y llamó a un abogado amigo para que lo acompañara.

4

Antes de bajarse del coche le echó una ojeada al bloc. Había una anotación subrayada: «El asesino santo». Y junto a la frase, una gran interrogación. Oscar no creía en los santos: sabía que el mundo se componía básicamente de algunos hombres buenos (pocos) y una enorme manada de hijos de la gran puta. También sabía o creía saber que ambas eran categorías que admitían variaciones: había hombres buenos capaces de grandes putadas y tipos repugnantes que podían ser héroes por un día. Se subió las solapas de la gabardina (lloviznaba, en los últimos años lo hacía de forma casi constante), saludó a Tom levantando una mano y entró en el viejo y destartalado portal. Golpeó con los nudillos el cristal de la garita y una mano temblorosa, venosa y casi transparente abrió con dificultad la ventanilla. El portero era tan viejo como el portal.

—Soy periodista.

—¿De la televisión?

—Señor, he dicho que soy periodista.

Cerró la ventanilla y al poco apareció por una puerta lateral pegada a las escaleras. Un montón de huesos dentro de un mono azul. La boca sin labios preparada para el definitivo estertor. Los ojos acuosos y parpadeantes. La voz aflautada, juvenil, no parecía proceder del viejo. «Parece una calavera manejada por un ventrílocuo», se dijo Oscar.

—¿Oscar? Ya me ha dicho un policía que vendría usted a ver el quinto B, le daré la llave. —Sin que Oscar le preguntara nada, le habló de Sofía mientras rebuscaba en un cajón—. Era una perra buenísima, muy cariñosa. Diría que había nacido para ser feliz con todos. No hacía falta llamarla, con solo mirarla ya corría a tu lado en busca de una caricia. Una perra muy inteligente, toda ella amor.

—¿Y él?

—¿El profesor? El mejor hombre del mundo.

—¿Cree que los vecinos lloran más por la perra que por los chicos asesinados?

—Aquí solo conocíamos a Sofía.

—¿Usted hubiera hecho lo mismo que el profesor?

—No lo sé. —Los ojos muertos, casi sin color, parecieron cobrar un poco de vida—. Creo que he llegado a esta edad precisamente por no hacerme ese tipo de preguntas. Cuando se busca una llave solo hay que pensar en la llave que se busca.

«También hay tipos así», pensó el reportero.

—Se puede matar por un montón de razones —le dijo el viejo mientras le entregaba la llave—, y algunas, no lo negaré, son comprensibles; pero nunca he entendido por qué se puede dar muerte cruel a un ser vivo, tierno y bueno, por nada. ¿Tiene usted alguna explicación, señor?

—La tengo, pero no es corta, y cuando se busca un piso solo hay que pensar en el piso que se busca. ¿Dónde está el ascensor?

Mientras subía en el asmático elevador recordó que hacía pocos días Tom le había contado que un vecino suyo, un hombre aparentemente recto y prudente, de comportamiento intachable y exquisitos modales, catedrático de matemáticas jubilado, había matado a su mujer (la golpeó varias veces y con fuerza en la cabeza con el tomo de la Metafísica de Aristóteles), después de más de cuarenta años de matrimonio supuestamente feliz, porque mientras leía las fábulas de La Fontaine y escuchaba a Haendel le molestó el ruido que ella hacía en la cocina al trasladar la vajilla del lavaplatos a la alacena, pese a que le había indicado repetidamente a su buena esposa que aquella hora de la tarde, la que él dedicaba a la lectura y la música, no era la oportuna para realizar tal labor. Según Tom, no quiso dar otra razón. Quizá no la hubiera.

El periodista había dedicado los últimos años a perfeccionar su desdén por la muerte. «Es lo más vulgar que le puede suceder a cualquiera», se decía. «Mi única duda sobre la muerte —le había dicho a Tom alguna vez— es si podré aguantar tanto tiempo en la misma postura.» Y sonreía. Así ocultaba su pánico a morir y trataba de mantener a distancia, en la neblina del escepticismo, la emotividad que aún le quedaba y todos sus miedos. Soñaba con escribir una novela como A sangre fría, pero ya cumplidos los sesenta no había encontrado aún la hora de sentarse ante el ordenador con calma. «La novela me obligará a sentarme cuando llegue a mí —comentaba—, porque son las historias quienes le buscan a uno, no al revés.» Pero ya no estaba muy seguro de eso. La verdad es que se iba quedando sin excusas.

La casa era vieja, pero mantenía el porte, la clase, como los viejos aristócratas con el cuello y los puños de la camisa desgastados. Paró el ascensor renqueante (ascendía farfullando como una vieja) y, pese a que el piso estaba vacío, Oscar se ajustó el nudo de la corbata antes de abrir la puerta: iba a entrar en el alma del asesino, de aquel extraño beato solitario. «Los solitarios no siempre lo son por misantropía, timidez o introversión —pensó—, algunas veces purgan vergüenzas o cobardías.» Tenía para él que los cobardes eran fascinantes, y los bravos, más elementales o planos, y sabía que hasta el más cobarde guarda en sus pliegues íntimos alguna valentía seca, y el más valiente, algún flojo abandono, y algo de arrojo debía de tener el tipo que dispara dos tiros limpios (en la nunca ambos, muy bien medidos para no hacer mucha sangre: un detalle de delicadeza) a dos sujetos y luego se sienta en la escalera, tan feliz el infeliz, a esperar a la policía.

Piso oscuro de techos altos. Pocos quedaban así en Ciudad, y los pocos que quedaban habían sido rehabilitados por gentes adineradas que tiraban tabiques y los convertían en grandes lofts. En el vestíbulo, un gran arcón, un perchero-paragüero y un espejo de cuerpo entero con marco dorado. Luego, el largo pasillo con habitaciones a ambos lados. Las dos primeras eran trasteros: muebles viejos y cajas de cartón llenas de libros, cuadros, fotografías enmarcadas, carpetas, etcétera, que ascendían hasta el techo. No husmeó mucho: necesitaría un mes para revisar todo aquello. El despacho era grande, con un balcón que daba a la calle; intentó abrirlo para aliviar el olor rancio, a polvo viejo, pero no pudo. Aquellas puertas de madera de goznes férreos y voluminosos no se habían movido en años, probablemente. La gran mesa, negra y sólida, como de notario antiguo, era de roble.

Sobre la mesa vio montones de folios, algunos escritos a mano, otros mecanografiados, una selva de abultadas carpetas, recortes de periódicos, libros llenos de post-it con anotaciones entre sus páginas... Uno, de Giordano Bruno, aparecía abierto bajo el flexo; es probable que fuera la última lectura de Frank antes de matar a los chicos. Quiso leer, pero el libro estaba en latín. «Así que el beato asesino era devoto del dominico hereje, panteísta y estoico, quemado vivo por la Inquisición por no retractarse de sus ideas.» Sonrió: él también era un devoto del mártir del librepensamiento, devoción que le transmitió su padre, caballero ilustrado, ateo y liberal.

«En la unidad de lo infinito, los opuestos coinciden, incluso el amor que une y el odio que divide», musitó Oscar como si recordara una vieja oración o la tabla de multiplicar. En una esquina de la mesa, un montón de libros de Spinoza, el ateo virtuoso, el que dijo que la salvaguardia de la libertad requiere un Estado completamente laico. Otro estoico que optó por una pobreza digna: vivió de pulidor de lentes para telescopios y microscopios hasta el final de sus días.

Oscar estaba convencido de que los que piensan de modo diferente son en realidad los únicos que piensan, pero también de que hasta los mejores pensadores, los más talentosos, muy a menudo son esclavos de las más bajas pasiones, o sea, que los más racionales matan como los irracionales. Matan incluso las más nobles ideas, los espíritus más puros, los libros más bellos, la música más sublime. «Los libros que lee un hombre nos dicen mucho de él —decía Oscar—, y si además estos libros tienen frases subrayadas, entonces nos pueden contar más de ese hombre que él mismo.» Pero ahora no tenía tiempo de repasar las páginas de aquellos mamotretos, muy a su pesar. Vio más libros, husmeó en las carpetas, leyó algunos folios...

Luego se sentó en la silla pegada a la mesa en la que Frank trabajaba, una silla de oficina con brazos forrados de cuero y alto respaldo, muy vieja, con una almohadilla en el asiento de color irreconocible: el culo del asesino había pasado sobre ella muchas más horas que en la cama, seguro. Siempre se sentaba en las sillas de más uso de los asesinos, a ver si por casualidad sus culos le contaban algo. Sabía que era un hábito quizá inútil, como tantos otros, no esperaba grandes revelaciones, pero lo seguía haciendo. Y ya sentado, con la mirada fija en aquel caos de papel que era la superficie de aquella gran mesa y que sin duda encerraba algún sentido, en el mundo de un hombre volcado en la lectura y la escritura, meditó: «Aquí tenemos, pues, a un ateo sentimental que necesita creer en algo, que busca. Posiblemente un visionario, un místico laico, un perfeccionista, un tipo duro consigo mismo, un obseso del conocimiento y de la razón».

Su austeridad era manifiesta: pocos y viejos muebles. Los del salón comedor cubiertos con sábanas, clara señal de que no los utilizaba. La araña de cristal parecía un suspiro de nostalgia de un pasado menos lúgubre. En el dormitorio, una cama grande (aún deshecha) de espléndido cabezal; a modo de mesilla de noche, un montón de gruesos volúmenes coronados por un flexo; a su alrededor, por el suelo, libros, más libros: poemas de Cavafis y varios de Roberto Bolaño, Conrad, Dostoievski, Kafka... En la nevera de la deshabitada cocina había dos yogures, un poco de queso fresco y cinco manzanas. Sin duda, un tipo que podía vivir con casi nada. Los charcos de sangre seca aún estaban allí, cerca del frigorífico; también había sangre sobre una de las sillas y parte de la mesa. Un dulzón olor a muerte casi vomitivo impregnaba el aire. Lo inspiró profundamente, como el perro que busca orientación en un paraje desconocido. Rodeando el charco principal, se acercó a la ventana que daba al patio interior en penumbra: un paisaje de ventanas cerradas o condenadas y sábanas tendidas; en aquel estrecho cuello de cemento, los dos tiros debieron de resonar con fuerza, pero la policía solo recibió una llamada: la de Frank.

Volvió al dormitorio, se echó en la cama aún deshecha (nada especial, ninguna excitación ni pequeña iluminación, solo olor a viejito, sobre todo en la almohada) y luego sonrió complacido: todo aquello (libros y más libros) le venía al pelo para darle a su crónica el necesario toque intelectual que tanto gustaba a sus lectores: espolvoreaba un poco de Poe por acá y otro poco de Borges por allá, también una gotas de Cortázar, Hemingway y Chandler, incluso de Nietzsche y Cioran; un tenue aroma literario, culto, liberaba a sus numerosos lectores del complejo de culpa de degustadores de sangre fresca (los exorcizaba de su afán morboso). Así lo creía él, aunque no siempre esta idea era corroborada por los sondeos y las encuestas del Estadístico de La Lupa, y de ahí las frecuentes discusiones entre el reportero y el analista, que nunca llegaban a mayores porque a Alex Segundo le gustaba Oscar y lo que este contaba y cómo lo contaba. Pero, en general, nada se movía, nada existía sin tener en cuenta los datos e informes del Estadístico. Sus previsiones y cálculos eran el oráculo de La Lupa. Su voz, la voz de Dios, porque era la suma de las voces de los lectores, que marcaban las directrices de la publicación. Era, desde hacía años, el príncipe de la redacción, para cabreo de los periodistas, que lo veían más como una nueva forma de censura y, sobre todo, como un tocapelotas.

Volvió al despacho. Sobre una mesa auxiliar vio una columna de manuscritos con la firma de Frank. Eran sus novelas, unas doce, fotocopiadas, anilladas y con tapas de plástico: Desde el balcón, Jueves triste, El hombre que quiso ser Hegel, El diario de Ana y Frank... Miró con prisas en los cajones del gran armario (halló una foto reciente de Frank, que se echó al bolsillo, también otra de Sofía), en las estanterías llenas de libros y en el archivador, donde encontró una buena pieza: uno de los cajones estaba repleto de recortes de prensa sobre sucesos especialmente crueles (alguna, crónicas del propio Oscar): recién nacidos abandonados en la basura; hijas violadas por sus padres y encerradas en sótanos durante años; albinos descuartizados en Tanzania para vender sus órganos como amuletos; ancianos solitarios encontrados muertos en sus casas, solos, ante el televisor encendido, mucho tiempo después de fallecer; reportajes sobre la entrada de las tropas rusas en Berlín; las matanzas en Ruanda; los apaleamientos de mendigos por jóvenes que filmaban su hazaña con sus cámaras; entrevistas con Gitta Sereny (periodista austríaca que había dedicado gran parte de su vida a entrevistar a los más conocidos criminales nazis); artículos sobre torturas en Argentina y Chile y los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez (México); testimonios de los horrores de las guerras (Balcanes, Irak, Afganistán, Irán...) y sobre las más de doscientas niñas violadas en un campo de concentración de Visegrado, etcétera.

Era el archivo del infierno en la Tierra. Sobre el archivador, una voluminosa carpeta abierta, probablemente la última que estuvo utilizando: allí estaban los ahorcamientos de galgos, cientos de historias de maltrato a perros y otros animales. Había marcado con grueso rotulador rojo un reportaje sobre Regina, una perra, cruce de mastín, que vivía en un refugio para animales abandonados y que, después de que le ataran las patas con alambres, fue violada, torturada y asesinada por unos desconocidos que asaltaron las instalaciones. Después de que abusaran sexualmente de ella (no se sabe cuántos), le introdujeron un grueso trozo de madera en el ano y luego la golpearon salvajemente en la cabeza con una barra de hierro hasta matarla. Murió sobre un gran charco de sangre. En los márgenes del recorte de prensa había anotado: «He llorado leyendo esta crónica. He llorado mucho. Un pueblo que no exige la rápida busca y captura de los culpables, un pueblo que no descansa hasta encontrarlos, no merecerá nunca llamarse civilizado. Nunca».

En otros recortes se veían comentarios similares. Se guardó algunos y otra foto, esta del profesor, con Sofía sentada en el regazo.

También sobre el archivador había un sobre muy deteriorado, grande, marrón, con sellos alemanes, dirigido a Ana Strauss. Contenía un abultado manuscrito. Pensó que había visto un sobre parecido, hace tiempo, en otro lugar. Se lo echó bajo el brazo sin dudar. Faltaban cuatro minutos para que se cumpliera la media hora que le había concedido Tom, así que salió a paso ligero de la casa. Regla de oro del reportero de sucesos: pase lo que pase, nunca comprometas a quien te ayuda, al amigo, al confidente.

El montón de huesos dentro del mono azul, apoyado en el mango de la escoba, vigilaba con los ojos líquidos clavados en la puerta del ascensor.

—¿Quién limpia la casa? —preguntó Oscar.

—Una señora que viene dos veces a la semana. A veces tres.

—No se esmera mucho.

—Ángela es mayor; el señor le tiene mucho aprecio y nunca ha querido echarla. Ángela solo tiene la jubilación mínima y este trabajito.

—¿Y él?

—Tiene una buena jubilación, buenos ahorros, y el piso lo heredó de sus padres. Eso dicen.

Mientras apuntaba el teléfono de Ángela que le había facilitado el portero, vio a Tom en la acera, frente al portal, hablando con unos adolescentes. Supuso que eran vecinos del asesino. Pero no todo podía ser perfecto: el comisario Ben, su enemigo natural, bajaba de su coche justo cuando Oscar caminaba desde el portal hacia el suyo.

—¿A quien madruga Dios le ayuda, Oscar? —Y clavó la mirada en el abultado sobre viejo que el periodista llevaba bajo el brazo. Se maldijo por no haberlo metido en el bolsillo interior de la gabardina.

—Eso, ya sabes, depende de la calidad de las oraciones.

—Esta mañana, las tuyas han debido de ser en gregoriano —repuso Ben extendiendo la mano izquierda hacia él—. Veamos qué es eso...

Oscar le entregó el sobre.

—¿Te has cambiado de sexo y ahora te llamas Ana Strauss, Oscar?

—Déjate de chorradas. Es tuyo.

—No, Oscar; es de la esposa del asesino, ya fallecida. Se suicidó en Alemania, su patria, hace unos veinte años. Quizá nunca recibió este sobre. O quizá sí, ya lo veremos. Luego no digas que no colaboro, ¿eh? Te lo cuento todo.

Aquel tipo de cara de pájaro, petulante y afectado como si ensayara para ministro, siempre con un traje caro e impecable y oliendo a lavanda inglesa, pijo entre los pijos de Ciudad, no le caía muy bien a Oscar, ni Oscar le caía muy bien a él, pero ambos se esforzaban, entre sarcasmo y sarcasmo, por darle un tono civilizado a la relación, mayormente por orden de sus respectivos superiores. El sobre cambió de sobaco y, antes de llegar a su coche, Oscar oyó la voz de Ben:

—No eres muy agradecido, Oscar. No te he pedido que me enseñes todo lo que te llevas en los bolsillos...

Oscar levantó los brazos y gritó, volviéndose:

—Sé que te gusto, Ben. Anda, ven y palpa lo que me he metido en los calzoncillos...

A Tom y a los otros policías que acompañaban al comisario les costó contener la risa. Ben le hizo un corte de mangas, un gesto nada armónico con el perfecto corte de su traje, y se metió en el portal. No hubo más.

En cuanto puso en marcha el coche, el reportero recordó que su mujer, Helga, alemana como Ana Strauss, había muerto en Hamburgo también veinte años atrás. Sabía que el azar determina la vida de los hombres, y que a veces lo hace de manera tan sutil que parece obra de un artista complejo y brillante, muy dado al humor negro o al sarcasmo y, generalmente, falto de piedad y empatía. Sobre todo muy falto de piedad. Le gustaba citar aquella frase que se hizo famosa años atrás y que decía: «Dios hizo el mundo en siete días... y se nota». «La casualidad y el tiempo —se dijo— son los grandes tiranos del mundo, esa es la verdad.» Pero ¿había un orden en el azar?

5

Después de recitar unos cuantos consejos a los que Frank no prestó ninguna atención, el abogado se retiró y dejó solos a padre e hijo. Le extrañó que no se abrazaran nada más verse, que se trataran con gran frialdad, pero cosas más raras veía a menudo.

—Huele muy mal —dijo Samuel.

—Sí. No he comido ni bebido nada para no tener que ir a... —Y señaló el rincón donde estaba la taza hedionda.

—No podrás estar muchas horas así.

—En cuanto el juez me tome declaración me llevarán a la cárcel, y allí todo está limpio.

Estaban de pie. Al padre le daba vergüenza ofrecer asiento al hijo en el sucio colchón del catre. Al hijo le daba vergüenza mirar al padre. Cuando ayer se acostó después de ver, medio adormilado, una película en la tele, Samuel (Sam para los íntimos) era un tipo bastante normal de cuarenta y cuatro años, casado, aburrido de estar casado, aburrido de sus dos hijos (malos estudiantes, pendencieros, fuente continua de disgustos), aburrido de su trabajo (director de la sucursal del Banco Virgen del Perpetuo Socorro en Las Afueras I), aburrido de pagar la hipoteca de su piso en una urbanización de Las Afueras II, aburrido de ver su maldita cara de tipo aburrido cada mañana en el espejo y de pasarse luego una hora metido en el coche, en lenta caravana, para llegar al banco, escuchando en la radio unas noticias que le parecían siempre las mismas, aburrido de sobrevivir apoyado en rutinas de días grises con un solo sol en el horizonte: el ascenso.