Portada

socio

Derechos de autor

 

UNIVERSIDAD PILOTO DE COLOMBIA

José María Cifuentes Páez - Presidente

Patricia Piedrahíta Castillo - Rectora

Andrés Lobo-Guerrero Campagnoli - Director General de publicaciones

Rodrigo Lobo-Guerrero - Director de publicaciones y comunicación grafica

Mauricio Hernández Tascón - Director de Investigaciones

Gabriel Pabón Villamizar - Coordinador de publicaciones

Angélica Patricia Camargo - Directora Maestría en Gestión Urbana

Gi_MGU Grupo de Investigación de la Maestría en Gestión Urbana

SOCIOLUGARES ©

Pablo Páramo Ph.D - Autor

ISBN: 978-958-8957-16-6

Primera Edición - 2011

Ivonne Carolina Cardozo P.
Dpto. de publicaciones y comunicación gráfica de la UPC
Diseño de portada y Diagramación

Restaurante en Berlín, Alemania - Pablo Páramo
Fotografía Portada

Todos los derechos reservados.

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio, sin permiso del autor y/o editor

a  Carlos H. Pereira,

mi maestro y amigo

PRÓLOGO

Adolf Ciborowski, quien supervisó la reconstrucción de Varsovia después de la Segunda Guerra Mundial, observó que una nueva fuerza había surgido para destruir nuestras ciudades. Además de las fuerzas de la naturaleza y de las guerras, hizo notar que ahora destruimos las ciudades en el proceso de su construcción. Esta destrucción por parte del hombre habría empezado en serio por la década de 1960 y ha sido llevada a cabo de manera más completa en los Estados Unidos. Se manifiesta en las estructuras de gran altura, la dependencia del automóvil, la expansión urbana, la clonación de las cadenas minoristas, la proliferación de centros comerciales, la zonificación por usos exclusivos, las calles de una sola vía, y códigos estúpidos de construcción. Verdaderamente se puede aprender mucho de las ciudades estadounidenses, pero el mensaje más simple y más importante es: No hagas lo que hemos hecho! A pesar de esto, muchas ciudades de otros países ya han adoptado varias de las características mencionadas anteriormente con la consiguiente pérdida de la vitalidad urbana y de la satisfacción de los residentes de las ciudades.

Este libro ofrece una visión respecto de la manera como los habitantes de Bogotá y otras ciudades de Colombia socializan, y con seguridad representa la manera como lo hacen en muchas ciudades latinoamericanas, en este momento en el tiempo. A partir de la mirada a estas experiencias el lector puede mirar atrás y reflexionar sobre los cambios que han tenido lugar en las ciudades que habitan; puede evaluar las pérdidas y ganancias y obtener pistas importantes en cuanto a lo que viene para la vida social.

Mirar hacia atrás se ha vuelto un método popular para la revitalización urbana en los Estados Unidos y la literatura que se ha generado a partir de esta tendencia hace repetida mención a la preservación histórica, los edificios de baja altura, las tiendas pequeñas y calles sinuosas, la ampliación de los sistemas de trolebuses, la creación de parques, ciclorutas, y el aumento de la participación ciudadana en la planificación urbana. También preocupa ahora en el proceso de planificación remedial la falta de lugares en los que los ciudadanos puedan reunirse periódicamente para hablar, discutir, reír y disfrutar de la compañía de amigos y conocidos. A estos lugares se les puede llamar de diversas maneras: “cohesionantes sociales”, “salones de vida pública,” “hogares lejos del hogar”, “espacios de restauración”, y “terceros lugares”, como yo los he denominado para diferenciarlos del primero y segundo; la casa y el trabajo respectivamente y caracterizándolos principalmente como lugares de encuentro. Ahora Pablo Páramo propone el sociolugar para enfatizar en su carácter social y diferenciarlo de los lugares públicos en donde según el autor la vida pública y la socialización han venido desaparecido.

Junto a la tendencia de “mirar hacia atrás” está el concepto de “vivible” o “habitable”. Las ciudades en los Estados Unidos y Europa son actualmente evaluadas en términos de qué tan vivibles o habitables son. Central a dicho criterio está la salud relativa de la vida pública. Es triste decirlo, en la mayoría de las ciudades modernas hay poco de esto. Está en cambio, el centro comercial que no es un lugar público, en absoluto, que resulta favorablemente evaluado al compararlo con las alternativas existentes, que son pocas por cierto. Los centros comerciales son el hogar de las cadenas de compañías por las que se va el dinero de una comunidad y que no dejan nada a la cultura local, -cuando usted está en uno de ellos podría estar en cualquier parte, lo que quiere decir que desde el punto de vista social y cultural usted no está en ninguna parte. Fueron los pequeños lugares de negocios independientes de la localidad los que se vieron obligados a salir por los centros comerciales que tomaron el color de la localidad y se han constituido en el escenario de la vida pública informal.

La respuesta más frecuente dada por aquellos que estudian la vida urbana a quienes se les pide que mencionen el principal factor que arruina la ciudad moderna es: “el vehículo”. En algunas ciudades se dedica completamente la mitad de la superficie a la movilidad y al estacionamiento de vehículos. En los “centros” de algunas ciudades, la emisión de gases de los automóviles durante las horas pico puede causar mareos en los peatones. Menos evidente, sin embargo, es la pérdida de las conexiones humanas. Antes de que el trayecto de la casa al lugar de trabajo se convirtiera en una odisea diaria para la mayoría de la fuerza laboral urbana, el adulto trabajador tenía una hora de tiempo libre cada día de la semana. Después de salir de la fábrica o la oficina y antes de que fuera a tomar asiento en la mesa de su casa para cenar, había pasado una hora con los amigos en la escalera de entrada, o en la taberna de la esquina, o en un banco ubicado a lo largo de la acera. Esa hora reducía el estrés y nos conectaba con nuestros semejantes. Una hora que se pasa solo dentro de un carro luchando con el tráfico no contribuye para nada. La “Happy Hour” fue inventada como un intento por atraer a la gente de vuelta a los bares para los que ya no había tiempo de visitar.

La ciudad habitable fomenta la comunidad, pero esta aseveración requiere una especificación cuidadosa porque la palabra comunidad ha sido muy maltratada. La verdadera comunidad ha sido definida por los biólogos y se refiere a un grupo de organismos en interacción que comparten un ambiente. En el caso de los seres humanos, no solo hay interacción, sino interdependencia. La comunidad es pequeña y palpable, y sus miembros tienen un control substancial sobre su crecimiento. Es un mundo pequeño y confortable en el que las personas se conocen entre sí, mantienen sus matrimonios, crían a sus hijos, y encuentran la mayor parte de sus necesidades diarias a poca distancia. Muchos analistas han optado por rechazar la dimensión territorial de la comunidad, sin embargo todos los beneficios no materiales de la comunidad se derivan de sus raíces geográficas. Como lo ha señalado Wendell Barry, la verdadera comunidad es local, todo lo demás es metáfora. La verdadera comunidad tiene sus “terceros lugares” o sociolugares que están muy cerca y son visitados con frecuencia. La vida con comunidades verdaderas, en general es satisfactoria y es por eso que a las compañías de cadena no les gusta: la gente satisfecha produce pocos consumidores. Cuando las empresas ejercen suficiente influencia para moldear el desarrollo urbano, la verdadera comunidad deja de existir.

Ray Oldenburg 

Pensacola, FL. USA 

Marzo, 2011

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INTRODUCCIÓN

Al definir ahora el espacio público como una trama en la se entrecruza la economía, la planeación urbana, la equidad de género, la estética, la individualidad, la protesta, la historia de la ciudad y donde se aprenden las reglas de convivencia entre extraños (Páramo y Cuervo, 2009), se echa de menos la función socializadora que cumplió desde los inicios de la ciudad hasta mediados del siglo XX. Es por esto que resulta importante ampliar esta perspectiva, explorar las razones por las cuales ha perdido su papel en la socialización y mirar aquellos lugares dentro de la ciudad que asumen dicha función, como escenarios de encuentro con el otro, como espacios de alteridad.

Son varios los factores que inciden en la transformación de las relaciones sociales en la sociedad contemporánea como resultado de los avances tecnológicos, la percepción de inseguridad, la urbanización entre otros, que contribuyen al aislamiento de las personas, la reducción de los encuentros cara a cara y la segregación del espacio público. El desarrollo tecnológico permite ahora hacer las compras de víveres, libros, ropa, tiquetes, reservas hoteleras, etc. Incluso las clases universitarias comienzan a ser virtuales. Los videojuegos y demás tecnologías de entretenimiento, incluyendo las redes sociales, captan la atención de los niños y jóvenes. Antes de la aparición del aire acondicionado las familias se sentaban a la entrada de sus casas a tomar el aire fresco de la noche y departían con los vecinos, saludaban a quienes pasaban por la cuadra, conversaban con algunos de ellos o practicaban juegos de mesa. Sin lugar a dudas, el miedo es igualmente responsable del encerramiento de los individuos, segregando a las familias y en particular a las mujeres a los centros comerciales y a los niños al “arresto domiciliario”. Si a esto le sumamos un desarrollo urbanístico hostil con la vida pública informal, reflejado en la falta de inversión por parte del Gobierno en la creación de lugares la reproducción social (hospitales, vivienda, espacios públicos y principalmente en lugares y programas de cuidado y juego para la infancia) y la discriminación de sectores de población en el espacio público como la población LGBT, encontramos las razones para la privatización de los lugares públicos y el deterioro de la calidad de vida de los habitantes de la ciudad.

Es en este sentido que cobra importancia hacer una lectura de los lugares que, aún siendo privados, tienen una vocación colectiva y socializadora y que se encuentran en el intermedio entre el lugar de vivienda y el del trabajo, de ahí su denominación de “sociolugares”. Me refiero a los bares, cafés, restaurantes, salones de belleza y otros espacios itinerantes como ciclovías, o un concierto que sirven para agrupar a distintas personas y grupos sociales por periodos cortos de tiempo, en los que muchas veces creyendo estar juntos, estamos solos.

Entre las preguntas que han orientado esta exploración están: ¿Qué caracteriza socialmente un sociolugar? ¿Qué tipo de lugares existen en las ciudades que tengan ese carácter? ¿Cuáles son las reglas que rigen el comportamiento de los actores de dichos escenarios? ¿Qué tipos de roles adoptan los usuarios de dichos lugares o escenarios? ¿Qué narraciones se elaboran sobre la experiencia de dichos lugares o escenarios? ¿Qué interpretación teórica se puede hacer de estos escenarios desde sus componentes espaciales, estéticos, simbólicos y de comportamiento social? Este libro trata de responder a algunos de estos interrogantes, a partir de las experiencias narradas por distintas personas en diferentes lugares de vocación colectiva cuyo propósito es la socialización.

Las narraciones que se recogen y analizan aquí ilustran la manera como la gente le da sentido a sus relaciones personales y las negocia con los otros. Más que centrarse en los individuos, examina las relaciones sociales en su rutina, en los escenarios de la vida pública en los que comúnmente ocurren. Caracteriza los lugares privados de uso colectivo a partir de las narraciones que construyen los actores sobre sus experiencias, y relaciona los aspectos de la experiencia en dichos lugares con el proceso de aprendizaje de la socialización, para evidenciar el papel de los sociolugares en las transformaciones frente a las formas de entender y asumir la relación de lo público-privado en el proceso de socialización, elemento clave en la construcción de identidades individuales y colectivas mediadas por las características del lugar.

El libro se ha escrito con la intención de valorar la importancia de la socialización en las grandes megalópolis que se conforman actualmente en el mundo, a fin de que los planeadores y gestores urbanos y la ciudadanía en general reclame su derecho a socializar y a tener vida pública, siguiendo la invitación de Oldenburg (1999) de desarrollar investigaciones entre culturas sobre la calidad de la vida pública informal. Va dedicado principalmente a aquellos individuos anónimos que hacen vida pública y también a quienes se han visto marginados de tenerla, y en particular a quienes creen posible recuperar la vida en público en la ciudad.

La primera parte del libro justifica la importancia del estudio de la socialización en los centros urbanos y el papel que juega la dimensión espacial que se ofrece a las personas, mediante los sociolugares ante la pérdida del papel socializador del espacio público. La segunda, recoge la experiencia de distintos protagonistas de la vida en público en diferentes sociolugares desde narrativas personales. La tercera sección analiza dichas narrativas a partir de la manera como estos lugares transforman la vida en público, el impacto en dichas transformaciones a partir del discurso del terror y la mirada de la vivencia en los sociolugares desde la perspectiva de género. Finalmente, la última parte del libro se dedica a reflexionar sobre la manera en que la planeación y gestión urbana pueden contribuir al fortalecimiento de la vida en sociedad.

La investigación se adelantó con el apoyo del Instituto de Investigaciones y Proyectos (Inip) y de la Maestría de Gestión Urbana de la Universidad Piloto de Colombia. El trabajo no se hubiera podido adelantar tampoco sin el apoyo de quienes fueran en el momento de realizar las entrevistas en los distintos lugares de socialización, estudiantes de la Maestría en Gestión Urbana de la Universidad Piloto y de la Universidad Pedagógica Nacional. Alfonso Torres Carrillo hizo una revisión cuidadosa y aportó valiosos comentarios a la versión inicial del manuscrito. Merece especial mención mi colega Andrea Milena Burbano Arroyo por su contribución a la realización de algunas entrevistas y la escritura del capítulo de género en el que se analiza la experiencia de los sociolugares desde esta perspectiva.

A todos, mis agradecimientos.


Pablo Páramo

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LOS LUGARES Y LOS SOCIOLUGARES

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Café Juan Valdés Bogotá

Fotografía tomada por:

Blandm

Flickr

Para llevar a cabo un análisis del comportamiento en situaciones complejas como las que se observan en los lugares que se describen y analizan en este libro, se requiere de una unidad de análisis como la de “lugar”, que atrape la complejidad de las relaciones de la persona-en-el-ambiente. Canter (1986), argumenta que las personas siempre sitúan sus acciones en un lugar, las cuales son influenciadas por las características espaciales y las reglas que los regulan. Hablar de lugar significa muchas cosas, tiene, como dice Hayden (1999), diversas connotaciones como la de hogar, locación y espacio de encuentro, al igual que una posición en la estructura social. Ya en el siglo XIX se usaba para referirse al derecho de las personas a tener un pedazo de tierra o a formar parte del mundo social. El término “ lugar” se entiende, entonces, como la unidad de experiencia del ambiente geográfico con dimensiones tanto individuales como colectivas, compuesta por cuatro facetas interrelacionadas entre sí, según Canter: a) las propiedades físicoespaciales o aspectos de diseño del lugar que sirven de escenario para b) la diferenciación funcional, entendida como las actividades o comportamientos propios del lugar; c) los objetivos del lugar,
los cuales se refieren a las conceptualizaciones valorativas o representaciones producto de los aspectos individuales, sociales y culturales que se derivan de las experiencias en los lugares y que inciden en la ocurrencia de las actividades y las propiedades físicas; y finalmente, la escala de interacción con, o nivel con el que los individuos se relacionan y hacen la valoración: vivienda, vecindario, ciudad, región o país (Canter, 1977, 1997, 2000).

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En la misma dirección Russell y Ward (1982), consideran que el lugar es una unidad psicológica percibida en el ambiente geográfico. Por esto es que el ambiente físico ha venido considerándose como sociofísico en la medida en que se hace énfasis en los aspectos sociales tanto del ambiente físico, como de los procesos psicológicos involucrados (García 1995, Cuervo y González, 1997). En esta perspectiva, el constructo ”lugar” con los procesos psicológicos-ambientales se convierte en la unidad de análisis sociofísica y no únicamente espacial.

Una variación muy conocida del concepto de lugar es la denominada “escenario del comportamiento” (Barker, 1968; Wicker, 2002), la cual brinda extrema importancia a las conductas manifiestas en un determinado escenario, trátese de una misa en una iglesia, un partido de fútbol en un estadio, las compras en un almacén o la clase en una escuela. En términos de sus propiedades, los escenarios del comportamiento tienen una posición geográfica, un patrón de uso o rutinas, una duración y unos actores. Un escenario de comportamiento tiene, igualmente, un número más o menos definido de participantes en cada ocurrencia, una estructura interna e individuos y categorías de individuos, y un programa dentro del cual los individuos asumen diferentes rutinas y jerarquías dentro del escenario. La principal intención del autor con esta propuesta, es la de atrapar en el concepto de escenario de comportamiento las actividades humanas inscritas en el l contexto natural en el que ocurren, de forma manifiesta las conductas, y mostrar cómo este escenario del comportamiento ejerce una fuerte influencia en las acciones humanas, de tal suerte que el escenario se convierte en un predictor del comportamiento; si la persona se encuentra en un escenario deportivo, se comportará de una determinada manera y si está en una iglesia actuará en consecuencia con dicho lugar.

En una posición más de tipo fenomenológica que conductual como la descrita anteriormente, Relph (1976) presentó el “lugar” como una experiencia fenomenológica. Ve el lugar como un fenómeno de un mundo viviente y busca delucidar la diversidad e intensidad de la experiencia del lugar. Su visión se centra en la exploración de los vínculos psicológicos entre el individuo y el lugar donde ha vivido una experiencia particular, la naturaleza de la identidad de los lugares y las manifestaciones del sentido de lugar y del apego a este. Al tomar el lugar como un fenómeno multifacético de experiencia y al examinar las distintas propiedades del lugar como su localización, su tiempo, paisaje y envolvimiento personal, Relph evalúa el grado de esencialidad de nuestra experiencia en el “sentido de lugar”. En esta propuesta el lugar no es solamente el “dónde” de algo, sino que, además, incluye todo lo que ocupa tal locación vista como un fenómeno integral y significativo. Vivimos, actuamos y nos orientamos en un mundo que está diferenciado por lugares. Los lugares son aspectos fundamentales de la experiencia de las personas en el mundo, son fuentes de seguridad e identidad tanto para los individuos como para grupos de personas. El lugar para Relph no es experimentado de forma independiente de tal forma que sólo pueda describirse por su locación o apariencia. Por el contrario, el lugar es sentido desde la emocionalidad como ritual, experiencias personales y con otras personas, y en relación con otros lugares. Las emociones humanas se destacan en esta visión del lugar; el significado de los lugares para la fenomenología no viene de su ubicación, ni de las funciones que sostiene ni de la comunidad que los ocupa; la esencia del lugar está en el centro profundo de la experiencia humana.

Por su parte, John Agnew (1993) define el lugar como un emplazamiento físico que involucra tres dimensiones: un sitio (recinto o escenario, local) en el que se constituyen las relaciones sociales, una posición o localización (que se refiere al área geográfica que encierra los escenarios para las interacciones sociales) y un sentido de lugar (entendido como la posibilidad de construir un objeto de significación para un sujeto).

En un intento por integrar los elementos que componen la experiencia y significado del lugar, Gustaffson (2001) propone un modelo en la que vincula en una tríada dinámica los significados a nivel del self, los “otros” y el ambiente. En el primero se recogen los significados personales y las experiencias subjetivas y emocionales con los lugares. En la relación entre el self y los “otros” los lugares se vuelven significativos también por la relación que establecen los individuos con otras personas con las que comparten el lugar; los amigos, vecinos, familiares y la sensación de comunidad que crean dichas relaciones. Los lugares pueden asociarse a “otros”, sin hacer referencia a ninguna relación social o como lugar de encuentro, sino a los significados que se le atribuyen a los distintos lugares mediante las características percibidas y comportamientos observados de sus habitantes o usuarios. Finalmente, el elemento ambiente, recoge no solamente lo construido y natural (que incluye sus diferentes condiciones de clima o estación), sino también las características simbólicas y culturales de los lugares.

Por “lugar” se entiende el sitio localizado geográficamente en el ambiente construido en relación con los significados adquiridos, debido a las prácticas que allí ocurren, las reglas que las regulan y cómo se negocian las interacciones personales y la forma de acceder a dichosos lugares (Merril, Snow, y White, 2005, Páramo, 2007). El lugar, entonces, es construido arquitectónica, social y psicológicamente; denota unas transacciones con el ambiente físico que nos rodea, al igual que una creación cultural que dota de significado el ambiente en el que nos movemos. Los elementos que se han diferenciado en su conceptualización sirven ahora para situar el comportamiento social e identificar los significados de los lugares que contribuyen al proceso de socialización de los individuos en el contexto urbano.

La socialización

terraza

Restaurante Terraza

Fotografía tomada por:

Phillie Casablanca

Flickr

La sociobiología nos ha mostrado que somos una especie fundamentalmente social en nuestra naturaleza resultado del mecanismo de selección natural (Wilson, 1980). El campo disciplinar de la sociobiología sostiene que las distintas formas de conducta social responden a información genética en nuestra especie, como resultado de procesos adaptativos; actuar en relación con el grupo ha contribuido a la eficacia reproductiva de las especies.
Cuando un organismo de una manada emite sonidos que anuncian la presencia de un depredador, contribuye a que los otros individuos emparentados genéticamente puedan escapar, y de esta manera aumenten las oportunidades de que los genes que comparten sean traspasados a la siguiente generación. Algunas evidencias de dichas conductas sociales, posiblemente codificadas en el acervo genético, tienen que ver con la selección sexual, la agresión, la territorialidad, el altruismo, la inversión paterna, la dominancia del macho sobre la hembra, el apareamiento múltiple, entre otras formas de conducta social asociada a la manifestación genética, lo que da lugar a predisposiciones comportamentales sobre las cuales el ambiente y la experiencia actuarán posteriormente para moldear la trayectoria de esas predisposiciones genéticas. Por lo que el comportamiento social y la cultura no necesariamente están prescritos en los genes, sino en un proceso de coevolución entre genes y cultura en el cual el desarrollo del aprendizaje social capacita la transmisión de la cultura de una generación a otra. En otras palabras, si bien nuestra organización social está estructurada en una información genética que muestra la importancia del proceso evolutivo para conformarnos como organismos sociales, esto no niega la posibilidad de estas conductas no puedan ser cambiadas o alteradas.

De aquí la importancia que le han dado los sociólogos al estudio de las condicionantes culturales sobre la organización social como los factores económicos y los valores culturales, o la relevancia que ha tenido para los psicólogos sociales el estudio de la influencia que tienen las consecuencias sobre el comportamiento, la presencia de otras personas sobre el individuo, al igual que los procesos cognoscitivos de creencias y juicios sobre los demás y el papel que ejerce el contexto cultural, las reglas y los valores sociales en la manera como se comportan los individuos en situaciones específicas.

Mediante el proceso de socialización llega el individuo a ser miembro de la sociedad, dotado de las conductas comunes, propias a su sociedad particular. El individuo se adapta al grupo aprendiendo las conductas que llevan a la aprobación por parte del mismo. Aunque el término socialización se usa generalmente en relación con el desarrollo del niño, se trata de un proceso general y es aplicable a los adultos de cualquier edad cuando se vinculan a nuevos grupos u organizaciones. La socialización, entonces, se lleva a cabo toda la vida, especialmente en las fases de transición tales como la entrada en la escuela, el ingreso al trabajo, el matrimonio o la migración a otro país. El objetivo de la socialización es el llevar al individuo a ajustarse dentro de una sociedad y los grupos a los que pertenece si quiere ser aceptado como miembro del grupo social. El análisis de las influencias culturales ha mostrado que la sociedad es una base fundamental de la conducta social.

Al examinar influencias sociales más específicas sobre la conducta social, se reconoce la importancia de experiencias de aprendizaje fundamentadas en los primeros años de vida del individuo y la oportunidad de entrar en contacto social en distintos ambientes. Particularmente, un aspecto que llamó la atención de los investigadores de la psicología ambiental en sus inicios fue el impacto del entorno físico sobre las interacciones sociales a partir del reconocimiento que buena parte del comportamiento social ocurre en lugares colectivos: la oficina, los medios de transporte, las instituciones educativas, los parques, por lo que dio lugar a hablar de comportamiento socioespacial. Este campo de investigación se desarrolló según Levy-Leboyer (1985) en tres direcciones: la privacidad y territorialidad (Altman, 1975), las relaciones espaciales en escenarios de trabajo y estudio (Sommer, 1969) y la proxémica, a partir del trabajo de un antropólogo (Hall, 1973). En estas situaciones lo que prima, al parecer, es la intención de ejercer control por el ambiente (Páramo, 2006).

Este interés por ejercer control sobre los que nos rodea tiene sus orígenes en lo biológico y se asemeja a la territorialidad que observamos a escala etológica. Al igual que en otras especies animales, los humanos, establecen límites sobre el ambiente físico y asumen el derecho de determinar quién puede moverse dentro de esos límites: Buscamos poner nuestras cosas en la silla de al lado, aun siendo ésta pública, y hacemos ciertos gestos faciales o expresiones corporales que limitan el acercamiento de otros con el propósito de establecer las fronteras de nuestro territorio a los demás y garantizar nuestra privacidad, mostrando con ello que las relaciones interpersonales no se limitan a la comunicación verbal. Sin embargo, la territorialidad en los humanos es un poco más compleja y debe ser entendida como una estrategia espacial orientada a afectar, influenciar o controlar los recursos y a las personas. Mediante el control de un área y como estrategia, argumenta Sack (1997), que la territorialidad puede activarse o suprimirse; no es permanente como en las demás especies. Además, las relaciones sociales entre las personas adquieren formas simbólicas como al poner rejas y setos para demarcar un pedazo de territorio y otras más sutiles gracias al lenguaje y a la expresión escrita. Cualquiera que sea su origen o su función en la sociedad, esta forma particular de comportarnos establece un mecanismo de regulación del espacio social, al restringir o no el acceso a los demás.

La segunda dirección que tomaron los estudios sobre el comportamiento social y el espacio tuvieron que ver con la distribución del espacio colectivo, lo cual depende, igualmente, de las relaciones de autoridad y de las posibilidades de control que quiera o pueda tener el individuo frente a otro en una determinada situación. Sommer (1969) observó que los alumnos preferían para conversar la disposición en mesas rectangulares y cara a cara a las disposición en filas; para actuar en tareas que exigían la colaboración de todos preferían la ubicación en filas más que en diagonal o frente a frente; los niños pequeños no querían ponerse frente a frente porque la anchura de la mesa era un espacio demasiado grande de separación; los mayores preferían estar frente a frente que en filas; las niñas, sin embargo, mostraban mayor preferencia por las filas que los muchachos. Además, cuando se les pedía a un par de personas que entablaran una discusión y se les ofrecía dos sofás paralelos, las personas se instalaron frente a frente; la intención social condiciona la elección de la ubicación espacial. Las personas tratan de utilizar los lugares de tal forma que logren su objetivo del mejor modo posible.

Finalmente, las descripciones del “espacio personal”, a lo que Hall denominó Proxemics, se refieren a la distancia personal que una ser humano maneja o controla con respecto a otros y en diferentes situaciones. Este espacio personal está cargado afectivamente y depende en gran medida de los factores culturales y de las distintas situaciones que el individuo enfrente. Hall distinguió entre la distancia íntima, la distancia personal, la social y la pública para las cuales estableció medidas objetivas en términos de centímetros. En la distancia íntima se reciben, del otro, informaciones visuales, auditivas, olfativas, táctiles y de temperatura. En público, esta proximidad no la consideramos conveniente y nos sentimos incómodos, como cuando tenemos que tomar un transporte público en horas de mayor congestión. La distancia personal es la zona protectora que cada uno de nosotros mantiene entre sí mismo y los demás; las comunicaciones son personales, las personas pueden tocarse, algunos olores se pueden percibir y se captan detalles visuales y sonidos. Esta es la distancia que mantenemos en una conversación normal. La distancia social es aún mayor, pero aún así permite la comunicación, como la que observamos entre personas que están en una misma oficina o habitación pero no alcanzan a tocarse; esto es, según Hall, la distancia que manejamos para las relaciones profesionales y públicas, donde el contacto social es necesario, pero no implica intimidad. Y la distancia pública es una distancia formal que suele mantener la distancia entre un profesor y sus estudiantes o un conferencista con su auditorio. La distancia permite obtener observaciones visuales pero obliga a adoptar un tono de voz más alto. Sin embargo, estas diferenciaciones espaciales lo que muestran realmente son unas distancias asociadas con modos particulares de comunicación, por lo que se hace innecesario hablar de un espacio personal propio de cada individuo la cual se lleva consigo, razón por la cual se concluyó que resultaba más conveniente hablar de distancia interpersonal que de espacio personal (Lécuyer, 1976).

Más recientemente los teóricos de la socialización y del espacio han desarrollado investigaciones que exploran las características espaciales y que facilitan o impiden la socialización dando lugar a aplicaciones arquitectónicas en ambientes de vivienda, terapéuticos, oficinas, cárceles y escolares, trabajos que han sido recogidos por Sangrador (1986) y Holahan (1996). A partir del trabajo de Osmond, punto de partida de la revisión que hacen Sangrador y Holahan, se ha hecho una distinción entre lugares sociófugos y sociópetas, siendo los primeros aquellos que dificultan la interacción social y desalientan las relaciones entre las personas, lo cual caracteriza muchos edificios de vivienda que, además de ser altos, no han considerado en su diseño lugares de encuentro entre quienes los habitan caracterizándose en su interior por largos corredores y pocas zonas verdes. Este tipo de diseño espacial ha sido asociado con sensaciones de poco control ambiental, hacinamiento y aislamiento social. Situación diferente se percibe en los nuevos conjuntos habitacionales caracterizados por edificios más pequeños, mayores zonas verdes y salones para la realización de encuentros de vecinos, condiciones que propician el encuentro y hacen que los lugares sean sociópetas, en cuanto fomentan o propician relaciones más estables entre las personas.

Igualmente, el llamado de atención sobre la importancia del diseño espacial ha tenido importantes repercusiones en los hospitales, pues han cambiado su diseño, de uno caracterizado por largos corredores con la central de enfermería en ángulo o en la mitad del pasillo, a uno en forma radial reduciendo el tiempo de traslado a las habitaciones de los pacientes, las interacciones entre ellos y con el personal de salud y en general reflejando un aumento en los índices de satisfacción de los usuarios del hospital. Holahan hace notar en particular que las salas con diseños sociópetas, además de facilitar mayores interacciones, dan lugar a conversaciones más sinceras y personales que en aquellas sociófugas, donde las sillas están ampliamente separadas unas de otras y recostadas contra las paredes de la sala. Los autores informan resultados consistentes en el diseño de instituciones escolares y en la disposición del mobiliario en las aulas. Así, al agrupar las sillas en forma de “u” para conformar grupos pequeños de estudiantes o alrededor de mesas circulares, se crea un ambiente sociópeta que contribuye a la interacción y trabajo más participativo de los estudiantes.

Se evidencia, entonces, la influencia del ambiente físico en las interacciones sociales y en el desempeño de distintas tareas y actividades en diferente tipo de ambientes. Esta influencia incluye la accesibilidad relativa a la interacción social y la interpretación psicológica y social de tales interacciones, lo cual explica, en alguna medida, el por qué las personas que están más cerca en las áreas de trabajo conocen más del trabajo que se realiza a su lado o por qué los individuos tienden a formar amistad con aquellos con los que tienen mayor proximidad espacial. Así, las transacciones entre los individuos y sus ambientes físicos crean un escenario que juega un papel importante en la manera como se desarrollan las interacciones por lo que el ambiente físico se constituye, en cierto grado, en un predictor de tales interacciones sociales.

Los sociolugares

sociolugar

Si bien es cierto que las relaciones sociales se han estudiado en los contextos de la vivienda, los hospitales, la escuela y en los lugares de trabajo, en menor medida se ha investigado la socialización en los espacios públicos y en aquellos que siendo privados tienen una vocación colectiva y cumplen una función socializadora. Aunque la temática sobre el espacio público ha llamado la atención de planeadores, políticos y el público en general, los estudios sociales sobre la vida social en el espacio público, es de desarrollo relativamente reciente. En los Estados Unidos se han destacado los trabajos de Erving Goffman, Jane Jacobs, Bernard Rudofsky y Lyn Lofland evidenciando las formas de relación que se dan en los distintos escenarios de la vida pública en la que predominan predominantemente extraños. En nuestro medio, el estudio de la dimensión social del espacio público es aún más reciente (Saldarriaga, 2000, Pérgolis, 2000, Silva, 2004, Yory, 2007, Páramo y Cuervo, 2006, Páramo, 2007; Páramo y Cuervo, 2009). Con menos frecuencia se han iniciado estudios que se encuentran en la interfase entre el lugar de vivienda y el de trabajo. Ray Oldenburg emprendió la tarea de demostrar que una parte esencial de la verdadera calidad de vida en las ciudades modernas, es la posibilidad de contar con lugares comunitarios, libres o también gratuitos, a los que llamó: “Tercer lugar”, donde la gente pueda reunirse, conversar, compartir y establecer nuevas relaciones no guiadas por el interés o por la obligación.
El bar, el café, el pub, la calle principal, el parque, la cervecería, etc., son sitios que mejoran significativamente la vida comunitaria y las relaciones entre las personas que habitan un mismo vecindario. Las virtudes que para la salud mental y psicológica tiene poder acceder a un tercer sitio, han quedado ampliamente demostradas por el trabajo de Oldenburg (1999). Al mismo tiempo, como señala este autor, estos lugares son esenciales para el fundamento último de la democracia y sirven para promover la igualdad mediante la no discriminación. Incluso, promueven la libre asociación de las personas y dan un fundamento básico a la acción política, como veremos más adelante.

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Café Oma

Fotografía tomada por:

Felipe Castellanos

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