EL RELOJ QUE NO VOLVERÍA A SONAR NUNCA MÁS

POR primera vez, a lo largo de la vida, el reloj del campanario se retrasó algunos minutos en dar las doce del mediodía.

Esperó un rato, no mucho, y decidió hacerlo al fin, muy despacio: una, dos, tres, cuatro… doce campanadas lentas, medrosas, que resonaron en el valle como una larga y conmovedora queja.

Los habitantes de Montclar, sabiendo que su reloj no volvería a sonar nunca más, lo miraron con tristeza y contaron en silenció las últimas campanadas: cinco, seis, siete… hasta doce. Sobre los labios de todos vibraron los toques de campana: ocho, nueve, diez… como una resonancia.

Montclar era el pueblo más grande del valle.

En otros tiempos había llegado a tener, entre jóvenes y viejos, mil habitantes. Fueron los buenos tiempos de Montclar, con dos tabernas y una tienda donde se podía encontrar todo lo necesario: azúcar, fideos, arroz, latas de sardinas, patatas, jabón…

Cerca de Montclar había otros pueblos, más pequeños aún, media docena en total, repartidos por el valle pedregoso: La Ribera, El Pedregal, Agramunt, Torreblanca, Vilanova… Unas cuantas casas agrupadas en torno a la iglesia, junto a una plaza con un árbol corpulento y una fuente pública.

Comparado con los otros, Montclar era una gran ciudad, casi la capital del valle pedregoso y yermo.

Pero aquellos pequeños núcleos se fueron despoblando lentamente: un día se casó la última pareja y se fue a vivir a la ciudad; otro, se murió el último habitante, empecinado en permanecer en el pueblo hasta el fin de sus días; otro, aquel matrimonio cargado de hijos decidió emigrar hacia otras tierras, más allá del horizonte remoto, lleno de vías de tren y cables eléctricos.

En el espacio de pocos años, los pequeños pueblos del valle pedregoso de Montclar se quedaron desiertos. Perdidas en la soledad, las casas empezaron a desplomarse lentamente: primero el tejado, tras él las vigas, después los muros de piedra…, mientras la hierba crecía salvaje por las calles y la plaza.

A veces, cuando llegaba el buen tiempo —la nieve del invierno persistía aún en los picos más altos de la sierra—, la señorita Mónica organizaba una excursión a alguno de aquellos pueblos. Un día a Vilanova, otro a La Ribera, otro a Torreblanca…

Los alumnos de la señorita Mónica se sentían satisfechos de abandonar los muros silenciosos de la escuela, romper la rutina y correr por el campo como si fueran pájaros.

Subían a los abruptos peñascales, gritaban con toda la fuerza de sus pulmones, se colgaban de las ramas de los árboles, corrían por los pedregales y se deslizaban por las pendientes.

De todos aquellos pueblos abandonados en el valle de Montclar, Torreblanca era sin duda el más atractivo. Cuando los chicos llegaban, el pueblo recobraba inesperadamente una vida extraña. Abrían las ventanas, los balcones y las puertas, y tomaban posesión de aquellas casas como si fueran, aunque sólo por un día, su imperio.

Pero había una, en una esquina, en la que nadie se había atrevido nunca a poner los pies.

Los chicos decían entre sí:

—En esta casa vive un miedo.

—¿Un miedo? ¿Qué clase de miedo?

—Un miedo negro, espantoso…

—¿Lo has visto alguna vez?

—No, pero he oído decir que echa fuego por los ojos. Quema sólo con mirarte.

—Nadie lo ha visto nunca.

Los más atrevidos se acercaban alguna vez a la casa, procurando que la señorita Mónica no los viera, y escuchaban en silencio. Una chica aseguraba que la casa estaba llena de gemidos, que ella los había oído. Uno decía que había visto salir humo por la cerradura, un humo espeso. Otro afirmaba que, si acercabas el oído a la puerta, oías ruido de cadenas, arrastrándose de un extremo a otro de la casa.

Al regresar al pueblo, a la caída de la tarde, la conversación giraba siempre en torno al miedo de la casa de Torreblanca.

Y siempre había alguien que proponía:

—Tenemos que volver a Torreblanca con espadas de madera, tenemos que derribar la puerta de la casa misteriosa y enfrentarnos con el miedo, aunque queme.

VEINTISIETE ESPADAS

TODO el mundo sabía que el reloj no volvería a dar las horas, pero no derramaron ni una sola lágrima, aunque a más de uno le costó trabajo contener el llanto. Aquel mínimo llanto que pugnaba por caer sutilmente sobre las últimas campanadas.

Porque el reloj no volvería a dar las horas.

Ni la escuela volvería a llenarse de lecciones de aritmética, de conjugaciones y de ríos. De aquellos ríos caudalosos que iban a desembocar entre las cuatro paredes del aula.

Ya no hacían excursiones a los pueblos abandonados del valle, porque las máquinas excavadoras y las palas los habían derruido y arrasado hasta borrarlos.

Las noticias habían ido llegando como un susurro:

—Las máquinas han empezado a arrasar La Ribera…

—Dicen que la semana que viene destruirán El Pedregal y Vilanova…

—Y después, Torreblanca y Agramunt…

—Yo iré a Torreblanca el día en que las excavadoras derriben la casa del miedo.

—¿Adónde irá el miedo si lo echan de su casa?

—Vagará por los campos y entre los matorrales hasta que encuentre refugio.

—¿En otra casa?

—Entre las ruinas de un castillo, en una cueva abierta en la roca, bajo las losas de un cementerio abandonado.

—Me gustaría oír los mugidos del miedo cuando se vea obligado a irse.

—Como si fuera un buey furioso y salvaje.

Los chicos convencieron a la señorita Mónica para que los llevara de excursión a Torreblanca el día en que las excavadoras y las palas derribaran la casa misteriosa.

—Nosotros estaremos allí cerca con nuestras espadas, dispuestos a despedazar al miedo.

—No volverá a levantarse después de nuestro ataque.

—Cuando salga de la casa, desconcertado y loco, se encontrará con veintisiete espadas dispuestas a degollarlo.

La señorita se emocionaba al oírlos.

Decía:

—¡Parecéis veintisiete héroes de leyenda!

Fueron a casa del carpintero y le pidieron que les facilitara la madera necesaria.

—¿Para qué la queréis? —les preguntó el hombre.

—Tenemos que hacer veintisiete espadas para acabar con el miedo de Torreblanca.

—Después fueron a hablar con el herrero:

—Necesitamos veintisiete trozos de hojalata.

—¿Qué vais a hacer con ellos? —preguntó el hombre.

—Veintisiete escudos, porque no es conveniente luchar con el miedo a pecho descubierto.

Fueron también a ver al zapatero y le pidieron que les dejara recortar veintisiete piezas de cuero, que utilizarían como cascos, no fuera cosa que el miedo les hundiera el cráneo de un zarpazo.

Y una mañana partieron, con rigurosa puntualidad, hacia el campo de batalla.

La señorita Mónica se alegró inmensamente cuando vio aquella tropa, pero le dolió que no se les hubiera ocurrido hacer también para ella una espada, un escudo y un casco de cuero.