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COLECCIÓN ESPACIOS

Literatura

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Roca, Juan Manuel, 1946-

Asedios a la palabra / Juan Manuel Roca; prologuista

Santiago Mutis Durán. -- Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2015.

304 páginas; 22 cm.

1. Poesía colombiana 2. Prosa poética. 3. Mutis Durán, Santiago, 1951-, prologuista I. Tít.

Co861.6 cd 21 ed.

A1480981

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

© Juan Manuel Roca

Primera edición, 2015

© Siglo del Hombre Editores

Cra. 31A n.º 25B-50

PBX: (57-1) 3377700 - Fax: (57-1) 3377665

Bogotá, D. C. - Colombia

www.siglodelhombre.com

Fotografía de solapa

© Carlos Mario Lema

Grabados interiores

© Alberto Rincón

Profesor Universidad Nacional de Colombia

Diseño

Alejandro Ospina

e-ISBN: 978-958-665-347-3

Conversión a libro electrónico

Cesar Puerta

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

 

“Ser poeta no es una ambición, es mi manera de estar solo”.

Fernando Pessoa

 

La poética del otro

He sido cauto a la hora de señalarle un papel mesiánico a la poesía y en pedirle de manera irrestricta una utilidad inmediata. Pero como soy de la creencia de que la poesía es algo más que un género literario, que es más bien una forma de andar por el mundo, de respirar al unísono con los demás, me resulta impensable que no atendamos aún, sin un “deber ser” programático a nuestra historia, que en nuestro caso está atravesada por una suma interminable de violencias. Por un absurdo temor a la ambigüedad, a las verdades que no pertenecen al orden de lo inmediatamente comprobable, por la falta de rigor científico y otros aparatos del concepto lógico, algunos le enrostran a la poesía una falta de tratos con la realidad en otra forma de violencia cultural, de imposición.

Aimé Césaire, un poeta que se sentía torturado y humillado en cada hombre o mujer torturados o humillados, se asumía como víctima pensando en que somos parte los unos de los otros y que no vivimos en un mundo abstracto, enajenados de la realidad. Como la poesía es una forma del pensar, es poco probable que haya un pensamiento de orden filosófico que no se pregunte por lo que nos sucede en los demás, en sus alegrías y desvelos.

Pensar que hay miles de estrellas muertas en el cielo que nos siguen alumbrando conduce a pensar en los cientos de poetas muertos que aún nos siguen, de la misma manera, alumbrando.

La poesía acude en favor de la vida en poemas que no tienen por qué depender únicamente del comercio ideológico. La sola imaginación es subversiva y casi sin premeditación se vuelve una suerte de resistencia espiritual. Ahora, es bien sabido, como decía César Fernández Moreno, que como no se ha podido poetizar la política se ha politizado la poética. Y hay ejemplos de grandes poetas que se manifiestan políticamente en sus versos sin perder de vista su rigor estético, como René Char, César Vallejo, Yannis Ritsos, Jacques Prévert, Carl Sanburg, Herbert Read, Ósip Mandelstam, Vladimír Holan, Anna Ajmátova, Nelly Sachs, Bertolt Brecht, Paul Celan y tantos otros que no cabrían en esta página. Si hago este breve listado es solo porque generalmente, y de manera maliciosa, desde la orilla de los manieristas solo se recuerda a los malos poetas políticos, que también son legión, y de esa forma despachan y rehúyen el asunto de una necesaria impureza lírica que también hace parte de la vida. Son muchas las grandes obras poéticas escritas por quienes saben que el poeta no se mueve en un medio privativamente abstracto, repito, y que por lo tanto también le ocurren cosas en los otros más allá de su pequeña intimidad.

 

La libertad entre rejas

Una vez fui a leer poemas en una cárcel de Chile y un preso me expresó el más alto elogio de la poesía que haya escuchado. Allí, en un lugar que parece negar de entrada la libertad, me contó que todas las noches se escapaba de su celda y saltaba los cuatro muros cardinales mientras leía los poemas místicos de San Juan de la Cruz.

A lo mejor podría haber sido otro poeta el que leyera, Nazim Hikmet o César Vallejo, por ejemplo, pero el efecto de transformación del ánimo y por tanto de la realidad, podrían haber sido los mismos.

El reo chileno me hizo dudar de algo que siempre he afirmado en contra de los mesianismos, aquello de que intentar cambiar la realidad con poesía es como intentar descarrilar un tren atravesándole una rosa en la carrilera. Una condena al fracaso. Pero el hombre enjaulado volaba encima de los muros sin que le aplicaran la ley de fuga, gracias a la voz de un remoto poeta.

 

Poética con maletas

Robert Creeley, a quien no conocí en el verano del 2003, solía decir que ser escritor es viajar liviano de equipaje, que hasta las gentes de un medio puritano como el suyo envidian que las palabras sean algo que podemos llevar fuera de casa, como su padre médico llevaba el instrumental quirúrgico en su maletín.

El asunto, más allá del material de la alforja, la valija o el baúl, es qué palabras guardar en ella a la hora del viaje.

Es sabido que los ridículos hombres de negocios no dudan en llevar en su equipaje palabras precisas con un amplio peritazgo en jaulas y emboscadas.

Hay poetas que llenan de trinos su maleta de viaje, de nombres de diosas y pájaros exóticos. Parecen dispuestos a declarar en la aduana amores marchitos y flores desangradas. Al abrir uno a uno sus cerrojos brota un aroma de alcanfor y sueños postergados.

Conocí un poeta del Sur que guardaba en su maleta de viejo comodoro la palabra alcachofa. Cuando crecía su tenaz apetito sacaba la palabra, la deshojaba, le agregaba sal de mar y se tumbaba en su cama a masticarla.

No voy a hablar de las palabras secas que guardaba en su saco de alpaca mi poeta de la guarda, pero diré que cuando lo abría, brotaba de su adentro un viento arisco llegado de la puna y su voz parecía llovida de sí misma, aún en el tope del verano.

Mi sombra, que por años ha cargado a regañadientes mi morral como si fuera un paje jorobado, como una pobre y borrosa silueta mercenaria, estoy seguro que quisiera abandonar para siempre su presencia esclavizada.

Robert Creeley, a quien no conocí en el verano del 2003, solía decir que ser escritor es viajar liviano de equipaje, llevar la palabra fuera de casa, como su padre médico llevaba el instrumental quirúrgico en su maletín.

A todas estas, de regreso a mi ciudad, no deja de perturbarme la imagen de una valija que gira solitaria, una y otra vez, en la banda de equipajes. A lo mejor guarde la palabra perdida, la llave para descubrir el reino del silencio.

 

Poética con ventanas

Si se tumba una casa siempre persiste la ventana, porque la ventana no es otra cosa que un espacio escamoteado al aire, un fragmento de vacío suspendido en el viento.

Cuando la piqueta ya ha hecho su trabajo de destrucción y solamente queda el vacío, lo único que parece seguir en pie son las ventanas: ellas siguen mirando hacia el afuera sin necesidad de su marco, al fin y al cabo siempre han vivido asomadas al paisaje.

“Echar la casa por la ventana” se dice popularmente para señalar la generosidad en una de esas metáforas cotidianas que Borges calificó de esenciales en el lenguaje vivo, y con esto se señala la propiedad que tienen las ventanas para permitir que nos prodiguemos hacia el afuera, hacia el mundo exterior, que parece siempre pertenecer a los demás.

Las ventanas son pequeñas fronteras que cuando se entreabren dejan advertir la unión del adentro y el afuera y por ellas husmeamos una intuición del espacio. Un poema sin ventanas, herméticamente sellado, produce una cierta asfixia ambiental, pero si el poeta sabe determinar su presencia para que respire su arquitectura verbal, sentimos el mismo alivio que siente una casa aireada.

Cuando las abrimos de par en par, las ventanas dejan escapar a los fantasmas, por eso hay en ellas una disposición a la libertad y una larga práctica en exorcismos. No es extraño que de pronto se abran solas y dejen entrar el viento. En cambio, cuando las cerramos, son como las adormideras que se niegan a mirar la intemperie con solo rozarlas.

Hasta una pequeña y fea ventana, una tosca abertura en un muro, permite el ejercicio de un oficio que no solo es patrimonio de pueblos y de aldeas para el cual existe el movedizo verbo ventanear.

Ventanea el enfermo terminal que desde su lecho o desde su silla lo mira todo como una víspera y en un trozo de cielo puede mirar todo el cielo.

Ventanean los niños en las mañanas de un domingo, ventanea el muchacho impaciente que prefiere el verde del jardín del colegio al aula de clases, ventanea el solitario al paso puntual de una muchacha por la calle.

Ahora recuerdo la complicidad de ventana y poesía: en un viejo filme –o a lo mejor fue en un sueño– se registra el pabellón de un hospital con decenas de camas y de heridos. Solo uno de ellos tiene acceso a una ventana con vista a la calle. El hombre entreabre sus dos hojas y cuenta lo que pasa en el afuera: una mujer joven cruza bajo un paraguas rojo, dos niños patean un balón entre los charcos, una monja casi enana les da comida a las palomas del parque, una pareja de novios se besa a la entrada de un café, un cartero se empina frente a un timbre...

Un noche el enfermo que narra los sucesos muere y, por supuesto, todos quieren su camastro con vista a la calle. Cuando el hombre al que le asignan su lecho entreabre la ventana, descubre asombrado que solo hay al frente un muro de ladrillo que le impide a cualquiera ver el paisaje. Creo que no hay nada más parecido al poeta que el personaje de esta historia. Se trata de alguien capaz de fabular desde el encierro, desde la condición de reo del mundo a la que siempre se niega el poeta. Sin duda, una poderosa analogía.

Una ventana es algo más que “una abertura en la pared que sirve para dar paso al aire y la luz”, según esa forma de disecar las palabras que tienen los diccionarios. Ella está hecha más que de batientes, de travesaños, de marcos, fallebas y durmientes, de un material que tiene una secreta relación con los ojos, en una suerte de voyerismo arquitectónico.

Si se trata de un ventanal, es mayor el asombro. Si se trata en cambio de un ventanaje o conjunto de ventanas, existe la posibilidad de un conglomerado de asombros. Decir pues que las ventanas son los ojos de las casas puede parecer innecesario, una reiteración cercana al pleonasmo.

Cuando cae la noche –que es como si el día cerrara sus párpados– las ventanas dialogan en un lenguaje mudo del marco hacia adentro, pero ejercen un lenguaje sonoro del marco hacia afuera, un idioma de vientos.

Por todo esto, una casa sin ventanas es como un laberinto que aísla al hombre en una especie de ceguera impuesta. Un arquitecto puede construirte un sueño pero también la pesadilla. Si la expresión del poeta que dice que “el tigre lleva en su piel los barrotes de su jaula” nos parece verdadera en la doble posibilidad que tenemos de ser fiera y jaula al mismo tiempo, también resulta de naturaleza semejante el encierro del hombre sin ventanas, alguien que lleva en la piel una franja de oscuridad, la evidente huella de un encierro.

 

Poesía y tragedia alemanas

Hermoso como para matarse, fue la expresión del poeta romántico Heinrich von Kleist, cuando escuchó a Henriette Vogel cantar.

Con ella habría de suicidarse tiempos después a orillas de un lago en el camino de Postdam, no sin antes negarse a cenar y tras dejar una escueta nota en la pieza del hotel en el que se alojaban. “Cenaremos mejor esta noche”, escribió en la esquela, como si la muerte fuera un banquete de bodas, como si la muerte fuera un secreto de suave misterio compartido.

Esta rara e inquietante expresión, “hermoso como para matarse”, tiene sin duda un sesgo profundamente germánico, el sentimiento de lo trágico, la honda pasión alemana que exalta la vida hasta la muerte en casi toda su literatura y en casi toda su lírica.

Marcel Brion, el agudo germanista autor de La Alemania romántica, habría de reincidir no pocas veces en ese aspecto cuando recuerda las palabras del poeta August von Platen, un aserto que parece dar continuidad a la expresión de Kleist tras escuchar el canto de Henriette Vogel: “Quien haya contemplado con sus ojos la belleza está ya consagrado a la muerte”.

Por momentos, la de Heinrich von Kleist y la de otros creadores alemanes parece ser de la misma estirpe del anhelo de los más empecinados alquimistas que buscaban el hallazgo de la moneda de una sola cara. La cara oculta del trasmundo y de lo escondido, cierta vocación ocultista que aparece en las obras de Hoffmann o de Novalis, quien reafirma sus pesquisas y su discurrir cuando dice que “todo lo visible descansa sobre un fondo invisible; lo que se oye, sobre un fondo que no puede oírse, lo tangible sobre un fondo impalpable”.

Kleist, tras acometer sin tregua cientos de peregrinajes por todos los rincones de Alemania, un poco al garete, sin un rumbo fijo, un poco como judío errante albergado en sí mismo, al igual que en sus silencios y en su desazón frente a la vida social o en sus fugaces y equívocos encuentros amorosos, daba la impresión de ser alguien que sentía el paso de la vida y del tiempo mientras miraba con impaciencia su necrómetro.

Stefan Zweig, el escritor austriaco que trazara tan agudas semblanzas de autores alemanes, como la de Goethe, fue otro creador marcado con tizne por la tragedia. Hubo de padecer la primera gran guerra europea de 1914, una guerra que solo terminó para que Alemania entrara, con Adolfo Hitler a la cabeza de un ejército exultante de necio patriotismo, a una nueva y feroz confrontación.

Luego vendría la persecución nazi, el miedo, el exilio antes de su suicidio en Brasil.

Zweig escribió en La lucha contra el demonio algo muy certero sobre el derrotero de Kleist que parece ser también el camino, el rechazo y la atracción del propio escritor austriaco y de tantos otros escritores alemanes: “sabe perfectamente adonde lo empuja esa fuerza desconocida, al abismo, pero lo que ya no sabe es si verdaderamente huye de ese abismo o si marcha a su encuentro”.

Páginas después, en el mismo estudio sobre la vida del autor de Pentesilea, agregaría que Kleist “es el gran poeta trágico de Alemania, no por su propia voluntad, sino porque forzosamente su naturaleza fue trágica, y su existencia, una tragedia”.

¿No podría decirse lo mismo de Hölderlin? ¿Lo mismo de Trakl? ¿Inclusive de Paul Celan? Y entre los narradores, ¿no podría decirse lo mismo de Alfred Döblin, escritor expresionista y socialista del grupo Espartaco que acompañó a Rosa Luxemburgo, que tras huir de la Alemania nazi y recorrer como refugios de paso a Suiza, Francia y algunos lugares de América retorna tras la caída del nazismo a morir, solitario y sin esperanza, en un hospital del sur de su país.

Resulta extraño asomarse a la obra de un centenar de escritores alemanes sin ser asaltados por ese sentido profundo de lo trágico.

Algunas veces este rasgo proviene de la percepción de una irreparable ruptura entre creación y cultura. Por lo menos así lo entiende Nietzsche a propósito de quien Walter Muschg llamaba “uno de los grandes infelices y amargados al estilo del fin de siglo”, Schopenhauer.

Decía Nietzsche que naturalezas como la de Schopenhauer “odian más que la muerte el hecho de que las apariencias sean necesarias, y su amargura constante a causa de esto las vuelve volcánicas y amenazadoras. De tiempo en tiempo se vengan de su enmascaramiento obligado, de su discreción forzada. Salen de su cueva con un semblante terrible; entonces sus palabras y sus actos se convierten en explosiones, y hasta es posible que se aniquilen ellos mismos. Schopenhauer vivió en este peligro. Precisamente estos solitarios son quienes necesitan amor y compañeros, ante los cuales puedan ser sinceros y sencillos como ante sí mismos y en cuya presencia se acabe la convulsión del callar y el fingir”.

Parecen palabras escritas a propósito del propio Nietzsche, de su permanente estado de combustión interior. Y a propósito de sus voces “volcánicas” y no pocas veces “amenazadoras”.

“¿Qué pensaba Schopenhauer de la tragedia?”, se preguntaba Nietzsche, y se respondía que si el mundo y la vida no podían satisfacerlo, por lo tanto no merecían prestarle su (nuestra) adhesión. Quizá se puedan interpretar estas palabras del autor de Así hablaba Zaratustra, que despegan de expresiones del mismo Schopenhauer, como que la falta de adherencias a la vida y el rechazo del mundo conducen sin duda a la tragedia y a la negación de lo dionisíaco.

En El origen de la tragedia, el embriagado libro del mismo Nietzsche, tras sus reflexiones sobre el pesimismo y sobre el hecho paradójico de que los griegos, a quienes juzga como el pueblo más bien avenido con la vida, necesitaran echar mano de la tragedia, nos deja unas señales crepusculares.

Quizá sea por el hecho de que toda cultura, por avanzada que sea, no deja de sentir profundas insatisfacciones con la existencia.

Quizá de allí venga la necesidad del arte y, por sencillo silogismo y por oposición a la pedestre realidad, necesitemos de la tragedia. Esto es algo que afirma de muchas maneras Federico Nietzsche y que volvemos a encontrar en casi toda la literatura germana, en un arco que podría ir desde las sagas medievales hasta los mitos y a la locura que avasallaron a Hölderlin, tras su sueño de Grecia y una extraña nostalgia de lo no-vivido.

“Más dolorosamente arde hacia el dichoso país del pasado,/ hacia los templos de los griegos,/ nuestra nostalgia imperecedera”. (Hermann Hesse, Oda a Hölderlin, fragmento, traducción de Rodolfo E. Modern).

Quizá la mayor parte de los rasgos de tragedia que recorren la literatura alemana provengan entonces de esa fisura entre el individuo creador, el que no tiene señorío en un mundo hueco y calcáreo, y los pases magnéticos de la uniformidad social, de la resignación y la construcción colectiva de ese edificio sin bases que es la satisfacción.

Karl August Horst, estudioso de los caracteres y tendencias de la literatura alemana del siglo XX, señala que Thomas Mann, un hondo humanista, sentía con claridad como una suerte de litigio impostergable el que raramente hubiera “correspondencia entre el genio y la sociedad”.

Esa escisión es de entrada un aspecto trágico que si bien asedia a todas las culturas y a todas las sociedades, tiene un acervo en la Alemania que puede ir de Goethe o de Strindberg o de Hölderlin hasta Paul Celan o Georg Trakl o Gottfried Benn. Este último, que alguna vez fue atraído por el nazismo, nunca dejó de develar y de recavar en su reiterada “preocupación angustiada por el destino trágico del hombre”.

Hay tragedia en Nelly Sachs, alguien que llevaría al plano de sus poemas ciertos rasgos de la trágica tradición de la Biblia y, por supuesto, del holocausto de su pueblo, el judío: “Estamos tan lastimados/ que creemos morir/ si la calle nos arroja una palabra maligna./ La calle no lo sabe,/ pero ella no soporta tal carga;/ no está habituada a ver que se descerraje sobre ella/ un Vesubio de dolores”. (Estamos tan lastimados, fragmento, traducción de Rodolfo E. Modern).

Hay tragedia en la obra de una solitaria mujer del movimiento expresionista, Else Lasker-Schüler, en sus poemas escritos durante su exilio, unos poemas cuyos versos están siempre untados de una feroz melancolía y, por supuesto, de una visión desgarrada del mundo: “En casa tengo un piano azul,/ y no conozco, sin embargo, una sola nota”.

La discrepancia de los grandes creadores con su época, se dirá, no es propiedad o condición única de las letras alemanas, pero pocos como Nietzsche y como el propio Thomas Mann han señalado con mayor agudeza la soledad del hombre libre y su deseo de crearse una moral particular, pudiera decirse que privativa de su genio, propia e irrevocable.

Podría hablarse de una suerte de pleitomanía del carácter alemán en sus letras en lo que atañe a la aceptación de su realidad social, no obstante como nación se viera pastoreada por los pases hipnóticos de un oscuro y mefítico caudillo.

La tragedia del escritor alemán es algo que muchas veces ocurre en la obra antes que en la vida, como si se estuviera predestinado a ella, como si hubiera una elección natural.

Es trágico el suicidio de Karoline Günderrode y su poesía en donde “puede doler la dicha”, el exilio de Hermann Hesse durante la Primera Guerra Mundial, es cerrera y prematura la amargura juvenil de Döblin, como es amarga la huida de Walter Benjamin de la Alemania nazi hacia el suicidio, o la mirada penetrante de Bertolt Brecht en torno a la miseria humana y su duda de cantar al árbol en esos tiempos sombríos, como recordándonos que en él, además del fruto, puede pendular el ahorcado. Es de la misma materia trágica su “Epitafio”: “Escapé de los tigres,/ a las chinches alimenté,/ pero fui devorado/ por las mediocridades”.

Trágicos, amargos, son los versos de Paul Celan. Y trágica, también, su muerte. Tras beber la “negra leche del amanecer” y padecer el sentimiento de que “la muerte es un maestro de Alemania” que “silba a sus perros”, que “silba a sus judíos” y los “hace cavar una fosa en la tierra”, Celan termina por arrojarse a las aguas del Sena.

Trágicas son las palabras de Rainer Maria Rilke: “El que ahora no tiene casa, no la construirá jamás,/ el que ahora está solo, lo seguirá estando largamente,/ y velará y leerá y escribirá extensas cartas,/ cuando las hojas sean arrastradas por el viento”.

Miedo y locura y un sentimiento de caída, exasperación y negras videncias, conforman la vida angustiosa de Georg Trakl.

El atormentado devenir de Trakl que lo espera desde los resquicios del sueño y de la miseria de la droga, su inclinación incestuosa hacia su hermana Gretl (“hermana del tempestuoso desconsuelo”), la melodía interior que se le impone como un oscuro llamado, su doble creencia de pertenecer a una “raza maldita” y de presentir la caída sin reparos de Occidente, el ritmo de un espanto creciente frente al mundo, el abandono paulatino de la razón que haría metástasis después de la batalla de Grodek, son algunos signos de su honda e inevitable tragedia, de su hondo e inevitable fatalismo crepuscular.

Al estar obligado, en su trágica y absurda condición de enfermero del ejército, el poeta, que es alguien que por su exacerbada sensibilidad podría haber sido el camillero de sí mismo, alguien sin valor ni sangre fría para mirar heridas sin ser herido por ellas; al estar impelido a asistir a un centenar de soldados moribundos, Georg Trakl sufre un acceso de locura y con ello un primer intento de suicidio que luego, poco tiempo después, cumplirá en un hospital de Cracovia tras una sobredosis de cocaína.

Ni siquiera tras esa batalla de Grodek, que terminó siendo una batalla contra su vulnerada sensibilidad, lo abandona una lucidez lacerada que es la materia de sus versos: “La noche abraza/ a guerreros moribundos, la queja feroz/ de sus bocas destrozadas”.

Esas señales, esos signos, ese silabario plasmado en su doloroso poema, conforman el cuadro clínico de su pérdida de la razón. “Todas las calles confluyen en negra podredumbre”, dijo en el poema de “Grodek”, en ese que resulta ser uno de sus más estremecedores poemas. Son todas estas señales unas cuantas esquirlas que conforman una totalidad trágica y escindida, las huellas de su “revelación y caída” que se ponen de relieve en toda su obra.

Y otra vez Rilke, aquel que contradiciendo a los viajeros que llegaban exultantes a París, diría en sus Cuadernos de Malte: “¿De modo que aquí vienen las gentes para seguir viviendo? Más bien hubiera pensado que aquí se muere”.

El sentido de lo oscuro, de los espacios vejados, de los lugares enfermos, en fin, de toda una geopatía de paisajes lacerados, son sin duda una fuente muy germana para la creación literaria y, por supuesto, para la creación pictórica.

No es que sea la única fuente, pero sí, posiblemente, la más constante en sus letras. Como lo es también, en muy buen grado, el escepticismo. En Nietzsche se da frente a la moral de tradición, a la que opone, como después lo harían los expresionistas, una voluntad individual.

Ya lo decía Marie Luise Kaschnitz señalando el ámbito trágico de la historia alemana enmarcada en la europea: “Este continente arruinado,/ la patria de la intranquilidad, del odio entre hermanos,/ de la revuelta, del pecado”.

Lo mismo ocurrirá con la poesía de Nelly Sachs. ¿No es la suya pura tragedia, en el sentido griego del canto heroico? Es una lírica que canta con dolor el padecer del pueblo judío a la llegada de Hitler: “los colores sin patria del cielo cuando anochece”.

Quizá, como lo expresara uno de los poemas alemanes más estremecedores y a la vez más traducidos en el siglo XX, “Fuga de la muerte”, de Paul Celan, habría que volver a recordar que “la muerte es un maestro de Alemania”.

No es que la literatura alemana sea una coral cantando la misma y monocorde tonada. Es que hay, más allá de espurios nacionalismos, esos rasgos trágicos muy germanos en su poesía y en su literatura. Repito. No es que la tragedia sea privativamente un tema de las letras alemanas, que es un asunto secular en toda la literatura y en toda la poesía universal. Pero creo advertir que uno de los más poderosos de esos rasgos, podría decirse que el epicentro de las preocupaciones de la mayoría de los escritores alemanes, es el sentido de lo trágico, de la expulsión del paraíso, de la inminencia del dolor y la caída. “El que ríe no ha recibido la terrible noticia”, afirmaba Bertolt Brecht.

Son innumerables las imágenes vinculadas a la tragedia en toda la lírica alemana. Recordemos de nuevo a Else Lasker-Schüler, que veía la noche como una reina madrastra. La noche, ya no como cobijo y como recinto propicio para el sueño o el festejo, sino como una impuesta y oscura potestad que se cierne sobre el día.

Desde Goethe. Desde Hölderlin. Desde Hoffmann. Desde Georg Büchner, el impaciente que retomaba de la Revolución francesa la frase libertaria de “¡Paz a las chozas! ¡Guerra a los palacios!”. Desde sus raíces medievales y aún sin tomar a Kafka como alemán, desde Lichtenberg hasta Walter Benjamin, con Karl Krauss, con Gottfried Benn, con Heinrich Böll o más recientemente con Hans Magnus Enzensberger (bastaría con leer su dramático poema de largo aliento “El hundimiento del Titanic”), las letras alemanas no olvidan ni escamotean la tragedia y la miseria humanas, con humor algunas veces, y con ironía muchas otras, tal como aparece en esos retablos esperpénticos de El tambor de hojalata, que quizá sea la obra cimera de Günter Grass.

La tragedia, sí, vive a cualquier hora y en cualquier lugar del mundo preguntando por el domicilio del hombre. Por esto siempre, a lo largo de su magnífica y miserable historia, ha sido un tema fundamental, una trama secular para todo el gran arte.

En todo ello, en todo ese encabalgamiento de angustias y de frustraciones, de señales escritas desde el laberinto, se asiste a la persistencia constante alrededor del sueño y de las utopías, aunque, de nuevo, estas resulten una y más veces trocadas en pesadilla.

Pudiera colegirse que en algún amplio capítulo de una posible historia universal de la tragedia, los escritores alemanes llenarían un amplio espacio de tan tormentosa escena.

Ellos fueron, al mismo tiempo que corresponsales del sueño, unos severos e incansables estafetas que anunciaban el correo de la muerte, algo que la humanidad ha asociado desde antiguo con el espíritu trágico. Pero también, en muchos casos, fueron quienes más buscaron en los siglos XIX y XX un espacio liberatorio en el sueño de ver al hombre libre de servidumbres.