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América
en el
pensamiento
de Alfonso Reyes

Prólogo y selección
JOSÉ LUIS MARTÍNEZ

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BIBLIOTECA UNIVERSITARIA DE BOLSILLO

Primera edición (B Costa-Amic), 1965
Primera edición (FCE, Biblioteca Universitaria de Bolsillo), 2012
Primera edición electrónica, 2013

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ÍNDICE

Prólogo, JOSÉ LUIS MARTÍNEZ

El presagio de América

Entre España y América

Valor de la literatura hispanoamericana

Notas sobre la inteligencia americana

Atenea política

Homilía por la cultura

Posición de América

Cronología

Referencias bibliográficas en el FCE

PRÓLOGO

LA EMPRESA DE SU GENERACIÓN LITERARIA

Fue Alfonso Reyes el benjamín de aquella notable y todavía no superada generación de escritores que formó hacia 1910 el Ateneo de la Juventud y que, al emprender una revolución intelectual paralela a la política y social que por entonces se iniciaba, fundaría las bases de la cultura contemporánea de México. Antonio Caso y Pedro Henríquez Ureña eran los maestros de aquel grupo excepcional; Enrique González Martínez y Luis G. Urbina, los “hermanos mayores”, y junto a ellos se convertían en maestros José Vasconcelos, Alfonso Reyes, Julio Torri, Martín Luis Guzmán, Carlos González Peña, Alfonso Cravioto, Jesús T. Acevedo, Alejandro Quijano, Genaro Fernández Mac Gregor, Luis Castillo Ledón y Ricardo Gómez Robelo.

El mismo Reyes ha reseñado1 las principales fases de aquel movimiento renovador de ideas. La primera campaña, todavía en el ámbito estético del modernismo, fue la publicación, en 1906, de Savia Moderna. En el mismo año, se efectúa la exposición de pintura organizada por esa revista y animada por el Dr. Atl, recién llegado de Europa, en la que se daría a conocer Diego Rivera.

Por 1907 —cuenta Alfonso Reyes—, un oscuro aficionado quiso resucitar la Revista Azul de Gutiérrez Nájera, para atacar precisamente las libertades de la poesía que proceden de Gutiérrez Nájera. No lo consentimos. El reto era franco, y lo aceptamos. Alzamos por las calles la bandera del arte libre. Trajimos bandas de música. Congregamos en la Alameda a la gente universitaria; los estudiantes acudieron en masa. Se dijeron versos y arengas desde el kiosco público […] Por la noche, en una velada, Urueta nos prestó sus mejores dardos y nos llamó “buenos hijos de Grecia”. La Revista Azul pudo continuar su sueño inviolado. No nos dejamos arrebatar la enseña, y la gente aprendió a respetarnos.2

Suspendida la publicación de la revista Savia Moderna, la actividad continuó ahora a través de una Sociedad de Conferencias.

El primer ciclo se dio en el Casino de Santa María. En cada sesión había un conferenciante y un poeta. Así fue extendiéndose —recuerda Reyes— nuestra acción por los barrios burgueses. Hubo de todo: metafísica y educación, pintura y poesía. El éxito fue franco.3 La afición de Grecia —sigue narrando Alfonso Reyes— era común, si no a todo el grupo, a sus directores. Poco después, alentados por el éxito, proyectábamos un ciclo de conferencias sobre temas helénicos. Fue entonces cuando, en el taller de Acevedo, sucedió cierta memorable lectura del Banquete de Platón en que cada uno llevaba un personaje del diálogo, lectura cuyo recuerdo es para nosotros todo un símbolo. El proyecto de estas conferencias no pasó de proyecto, pero la preparación tuvo influencia cierta en la tendencia humanística del grupo.4

En 1908, ante los ataques de los conservadores, se honró la memoria de Barreda y se dio expresión a una nueva conciencia política, ya emancipada del régimen dictatorial. Tras de un segundo ciclo de conferencias, en el Conservatorio Nacional, vienen, en 1909, las memorables conferencias de Antonio Caso que liquidan la vigencia del positivismo, doctrina oficial del porfiriato, y abren nuevos horizontes filosóficos. A fines del mismo año se funda el Ateneo de la Juventud, concreción definitiva del grupo, que sesiona quincenalmente, durante varios años, en la Escuela de Derecho. Sus actividades públicas más importantes continúan siendo las conferencias y en ellas predomina la preocupación por la valoración crítica de la cultura mexicana e hispanoamericana. Son particularmente significativas a este respecto las que organiza el propio Ateneo de la Juventud en 1910, en la Escuela de Derecho: La filosofía moral de don Eugenio M. de Hostos, por Antonio Caso; Los Poemas rústicos de Manuel José Othón, por Alfonso Reyes; La obra de José Enrique Rodó, por Pedro Henríquez Ureña; El Pensador Mexicano y su tiempo, por Carlos González Peña; Sor Juana Inés de la Cruz, por José Escofet, y Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas, por José Vasconcelos. Años más tarde, Francisco Gamoneda promueve, en la Librería General, una nueva serie de conferencias: Don Juan Ruiz de Alarcón, por Pedro Henríquez Ureña; La literatura mexicana, por Luis G. Urbina; Música popular mexicana, por Manuel M. Ponce; La novela mexicana, por Federico Gamboa; La arquitectura colonial mexicana, por Jesús T. Acevedo. Dentro del mismo impulso intelectual puede comprenderse un ensayo de Alfonso Reyes publicado por estos años, El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX (1910).

En el mismo año del centenario de la Independencia, Justo Sierra funda la nueva Universidad Nacional y organiza, dentro de ella, la Escuela de Altos Estudios; en su magno discurso de inauguración, el maestro Sierra fija no sólo la empresa que toca a aquella institución sino la empresa cultural del México que entonces nace. Ya iniciada la Revolución, todavía se mantiene por algunos años la actividad de los ateneístas a pesar de que su dispersión se ha iniciado. Caso inicia sus brillantes cursos filosóficos en la Universidad; González Martínez, Henríquez Ureña y Reyes enseñan literatura en la Escuela de Altos Estudios, y en 1912 los que aún quedan en México, y nuevos aliados, fundan la Universidad Popular, “escuadra volante que iba a buscar al pueblo en sus talleres y en sus centros, para llevar, a quienes no podían costearse estudios superiores ni tenían tiempo de concurrir a las escuelas, aquellos conocimientos ya indispensables que no cabían, sin embargo, en los programas de las primarias”.5 El escudo de la Universidad Popular, cuya obra duraría 10 años, tenía por lema una frase de Justo Sierra: “La Ciencia protege a la Patria”.

El mensaje espiritual y el nuevo ideario que fueron postulados por los escritores que se agruparon en el Ateneo de la Juventud contenían, como habrá podido advertirse, un amplio repertorio de intereses destacados y un firme propósito moral. Aquellos focos de atención pueden concretarse como sigue: conocimiento y estudio de la cultura mexicana, en primer término; las letras clásicas; las grandes figuras literarias españolas de los Siglos de Oro; las letras inglesas y francesas antiguas y modernas, y las nuevas direcciones del pensamiento filosófico. Al mismo tiempo, los ateneístas renovaban los principios y las técnicas críticas para el examen de las obras literarias y filosóficas; buscaban un reconocimiento del pensamiento universal que nos mostrara la propia medida y calidad de nuestro espíritu, y aspiraban a la integración de la disciplina cultivada en el cuadro general de las disciplinas del espíritu. Su propósito moral, que acaso no necesitó enunciarse, fue el de emprender toda labor cultural con una austeridad que pudo haber faltado en la generación inmediata anterior. Los nuevos escritores no se confiaron ya a las virtudes naturales de su genio ni se entregaron, seguros de su gloria, a los placeres de la bohemia; percatados, por el contrario, de la amplitud de la tarea que se habían impuesto, conscientes de sus deberes cívicos tanto como de su responsabilidad humana, alentados por los ejemplos venerables de heroísmo moral e intelectual con que se nutrían en aquellas lecturas colectivas cuyo ejemplo perdura, los ateneístas mudaron radicalmente los ideales de vida de sus predecesores por otros, si menos brillantes, más fértiles para su formación intelectual.

Al preguntarse cuál sería el espíritu distintivo del grupo, Henríquez Ureña contestaba que sin duda era el filosófico, y así puede confirmarlo la condición esencial de las obras de los más conspicuos ateneístas: Caso, Vasconcelos, Reyes. En ocasiones, como la obra del maestro Caso, ésta es exclusivamente filosófica. En las de Vasconcelos y Reyes, se unen las proyecciones filosóficas y aun científicas con las literarias, y en las de todos los demás ateneístas puede apreciarse siempre, junto a la obra de creación, la huella humanista, intelectual y crítica que caracteriza al grupo.

EL INVESTIGADOR Y EL DIPLOMÁTICO

Tal fue la formación intelectual de Alfonso Reyes que, benjamín de su generación (había nacido en Monterrey, Nuevo León, el 17 de mayo de 1889), llegaría a convertirse en el representante más característico de sus virtudes e intereses culturales. Porque si otros ateneístas, como Vasconcelos, Guzmán o González Peña, tienen en sus obras proyecciones que escapan o contradicen las del Ateneo, Reyes, en las varias etapas de su larga y admirable obra, habría de llevar al máximo de sus posibilidades y a su mayor esplendor el espíritu del Ateneo.

Tras de estos decisivos años ateneístas, Alfonso Reyes sale a Europa. Luego de desempeñar un puesto diplomático en Francia, va a España, donde permanecerá de 1914 a 1924, en uno de los periodos más intensos y fructíferos de su vida y de su obra. Allí servirá de nuevo cargos diplomáticos, pero, al mismo tiempo, cumplirá una nueva etapa de su formación literaria: su adiestramiento como investigador filológico en el Centro de Estudios Históricos de Madrid, dirigido por don Ramón Menéndez Pidal. Sus compañeros son maestros luego ilustres: Américo Castro, Tomás Navarro Tomás, Federico de Onís, Antonio G. Solalinde. Escribe entonces algunas de sus obras más notables: Visión de Anáhuac (1917), Simpatías y diferencias (1921-1926) e Ifigenia cruel (1924), y hace también periodismo: es uno de los redactores de El Sol y colaborador de planta de la Revista de Filología Española. Ha conquistado ya una técnica y un espíritu de investigador que darán a sus obras un rigor y una solidez que permanecerán, aun invisibles, si las disimulan todas las gracias de su ingenio.

En los años siguientes, afirma su sentido universal con nuevos viajes, ahora como ministro plenipotenciario y luego como embajador, y largas permanencias, otra vez en Francia y en España, y en la Argentina y Brasil, en Uruguay y en Chile, países que dejarán huella en su obra y en los que él dejará también un testimonio permanente. A principios de 1939, regresa definitivamente a México para emprender la opulenta cosecha que, aunque no había dejado de dar sus frutos en los años de viajero, ahora, de nuevo en su patria y asentado definitivamente el templo de su trabajo —su rica biblioteca y sus archivos—, multiplicará un ritmo que había sido siempre generoso. Aquí organiza y preside La Casa de España que luego se trasforma en El Colegio de México. Preside desde 1957 hasta su muerte la Academia Mexicana de la Lengua y es miembro fundador del Colegio Nacional. Enseña literatura y explica temas humanistas. Universidades le otorgan honores académicos e instituciones culturales de Europa y América solicitan para él el Premio Nobel. En 1955, al cumplirse cincuenta años de su carrera literaria, se comienza la publicación de sus Obras completas. La plenitud de su obra y la constancia de su vocación intelectual le dieron un título que nadie pudo disputarle, el de nuestro más distinguido hombre de letras. En pleno trabajo, la muerte, que tan insistentemente se le había anunciado, rindió su exhausto corazón la mañana del 27 de diciembre de 1959, y fue sepultado en la Rotonda de los Hombres Ilustres, de la capital mexicana.

LAS GRANDES DIRECCIONES DE SU OBRA

Ya en los principios literarios de Alfonso Reyes, en aquellas celebradas y juveniles Cuestiones estéticas (1911), pueden descubrirse los gérmenes de las grandes direcciones que seguirá su monumental obra posterior: la cultura clásica, la investigación teórica de la literatura, las letras españolas, francesas, inglesas y mexicanas, la fantasía y el ensayo, Goethe y Mallarmé, aficiones que frecuentará y desarrollará en sus libros siguientes, tienen en aquél de su juventud un afortunado nacimiento. Como entonces se anunciaba, ensayista habrá de ser primordialmente Alfonso Reyes, aunque haya quien lo sienta, en atención a su hermosa obra lírica, ante todo poeta, y cultive también la prosa narrativa y el drama. Alerta su curiosidad hacia todos los rumbos, atento siempre a las manifestaciones del espíritu allí donde surjan, conquistador y propagador de las tradiciones fundamentales de la cultura, universal y enciclopédico, maestro en todos los registros de la pluma, Alfonso Reyes realizará en México el más cumplido ejemplo del hombre de letras.

LÍRICA E IMAGINACIÓN

Cabal hombre de letras, Alfonso Reyes adorna los prestigios de su pluma con una poesía que, aunque cultivada junto a muchas otras disciplinas, las ilumina a todas. En la historia de las letras mexicanas, el lugar de su obra poética no puede limitarse exclusivamente dentro de la generación ateneísta, cuya afición lírica fue secundaria. Huellas (1922), el primer libro de versos de Reyes, aparece ya lejos de los días del Ateneo, aunque incluya composiciones fechadas entre 1906 y 1919; y, por otra parte, el carácter de la poesía de aquel libro y de todos los posteriores, rebasará la estética de los años iniciales del siglo para venir a enlazarse con la más reciente. En pocas obras poéticas nuestras se ostenta tan exquisita y cultivada sensibilidad como en la de Alfonso Reyes. Nada ocurre en ella por acaso, aunque todo surja como una canción libre y fluida que reúne con acierto único los polos del hermetismo y del popularismo. Pero acontece que su lírica no sólo está educada en Góngora y Mallarmé sino en toda la poesía del mundo, y por ello puede ser, cuando quiere, popular, pero popular fincada en las más finas raíces tradicionales y buida de los más sutiles refinamientos. Su poesía es la de quien ha frecuentado mucha vida y mucha literatura y ha aprendido a reservar lo más puro, fugitivo, estremecedor y delicioso para esa comunicación de lo inefable. Mas, al mismo tiempo, y como una nueva prenda de la universalidad de su espíritu, Reyes sabe también pulsar como un maestro las demás cuerdas de la lira. Su certero gusto le permite servirse confiadamente de lo pintoresco, lo anecdótico o lo coloquial, por ejemplo —registros ausentes en la mayoría de las obras de nuestros poetas— y que él aprovecha con una sabiduría que le hace conocer aquello que sigue y seguirá siendo poesía por encima de las modas actuales, con exceso restringidas en sus temas y formas. Pero si es por igual afortunado en los versos de circunstancias de Cortesía (1948) que en aquellos que guardan la nostalgia de su tierra o el aroma sentimental de sus viajes; y en los divertimientos literarios lo mismo que en las evocaciones de temas clásicos, hay en su poesía una veta singularmente feliz: la que deja fluir la música íntima de su melancolía en romances que han llegado a crear, dentro de la forma tradicional, un género nuevo, de interiorizada y sutil melodía.

Sitio destacado en su vasta obra tiene Ifigenia cruel (1924), el hermoso poema dramático, que junto a su valor teatral y a su importancia como recreación del mito heleno, sobresale por su poderoso lirismo y por cuanto nos ayuda a la comprensión psicológica de su autor. Sublimando en el molde de la antigua leyenda su propia aventura, Reyes acertó a realizar una de sus obras de más perdurable y profunda emoción poética.

En los volúmenes titulados Verdad y mentira (1950) y Quince presencias 1915-1954 (1955) reunió Alfonso Reyes la mayor parte de sus escritos narrativos o de fantasía desde los de El plano oblicuo (1920) hasta Los siete sobre Deva (1942), pasando por La casa del grillo, El testimonio de Juan Peña, Pasión y muerte de Dona Engraçadinha, Fábula de la muchacha y la elefanta y otros relatos sueltos. Estos cuentos, diálogos y narraciones tienen una condición especial dentro del género de ficción. Se apartan por lo general de la prosa narrativa pura —traslúcida, que sólo quiere servir de invisible puente para trasladar al lector al mundo y a los hechos que cuenta—, para entregarse, en cambio, a los atractivos de la imaginación, al deleite mismo del narrar y al juego de la prosa. Su autor no oculta su condición esencial de poeta y ensayista para quien las palabras son tanto significados y significantes como también magia y música. Acaso por ello las ficciones de Alfonso Reyes parezcan más aptas para crear situaciones y climas, cargados de alusiones y de sutiles observaciones, cargados de humanidad y de sentido novelesco, que no para conducir una narración, con lo que dejan de ser en verdad “cuentos”, por el otro extremo del género. Pudiera, pues, decirse de estos cuentos y narraciones que, en su mayor y más representativa porción, son ensayos y fantasías acerca de situaciones, climas y personajes novelescos. Y en ello mismo reside su encanto: en lo personal y sugestivo de su perspectiva y de su textura, en el rico y ondulante juego del ingenio de su autor, y en su humor, su gracia y su hondura, siempre tan discretamente distribuidos.

LOS CAMINOS DEL ENSAYISTA

Con sólo los ensayos de Alfonso Reyes pudiera integrarse una antología que mostrara la mayor parte de los abundantes tipos y formas que suele adoptar el género. Y si se prefiriera formar un inventario de sus temas, advertiríanse las múltiples direcciones que siguen los ensayos de Reyes: divagaciones puras, crítica literaria, temas humanistas, teoría literaria, meditaciones americanas y asuntos misceláneos. Formas y temas varios han ido alternándose y conjugándose en su obra con una distribución que recuerda la de una vida bien ordenada, planeada por un hombre sensato. Meditaciones sobre nuestro destino mexicano y americano y juegos poéticos; reflexiones sobre el fenómeno literario y fantasías en donde toda curiosidad tiene cabida; la antigüedad clásica traída hasta nuestras actuales preocupaciones y llamadas de atención hacia la modernidad, y aun la gracia y la malicia dejando un rastro amable entre la sequedad de las investigaciones, o la lección moral y filosófica en aquellos divertimientos que parecen pura frivolidad. Elástica juventud de Alfonso Reyes, tal la de un pensador que sabe a la vez practicar con gallardía los deportes y no desdeña, a su tiempo, entregarse a la pura delicia de lo intrascendente. Quizás él no suscribiera del todo aquella petulante afirmación de Ortega y Gasset, que pretendía que el pensador había de abs tenerse de toda participación en la vida misma, para situarse sólo en puro espectador de su movimiento, o lo que en más llano castellano suele llamarse “ver los toros desde la barrera”. Ortega asistía de mala gana al golf y especulaba desde su palco: Reyes prefirió jugarlo, como prefirió también jugar la vida, aunque luego se escondiera en su taller para apuntar sus meditaciones. Y aun en su retiro, no impidió que a su obra llegaran los rastros del bullicio, el aroma mismo de la vida. Había descubierto en ellos una gracia única, una frescura que se enseñó a usufructuar con maliciosa sabiduría.

Ordenándolos en atención a sus formas literarias, antes que por sus temas, los ensayos de Alfonso Reyes pueden repartirse en varios grupos que gradualmente van descendiendo de la creación literaria pura a la circunstancialidad periodística.

1. Ensayo como género de creación literaria. Es aquella forma más noble e ilustre del ensayo, a la vez invención, teoría y poema. Se inicia, dentro de la obra de Reyes, con uno de sus escritos más felices, la Visión de Anáhuac (1917), síntesis de perfecta hermosura sobre el origen, el destino y la misión de México, como Palinodia del polvo (1940), en cierta manera complemento y respuesta de la Visión de Anáhuac, y Por mayo era, por mayo (1940) sobre el tema eterno de la flor.

2. Ensayo breve, poemático. Casi de la misma índole que el anterior, aunque más breve y menos ceñido, a la manera de apuntes líricos, filosóficos o de simple observación curiosa. Lo representan algunos de los libros de lectura más placentera y vivaz que escribió Alfonso Reyes: Cartones de Madrid (1917), Calendario (1924) y Tren de ondas (1932), además de muchos otros semejantes que andan dispersos en sus libros.

3. Ensayo de fantasía, ingenio o divagación. En ellos despliega Reyes, a la manera inglesa, la frescura de su gracia e ingenio, su extremada habilidad y su virtuosismo literarios. Algunos de estos ensayos forman las encantadoras y doctas Memorias de cocina y bodega (1953); otros los ha reunido en Ancorajes (1951) —La casta del can, Breve visita a los infiernos— y en el precioso librito Árbol de pólvora (1953), y otros se publicaron en la revista Letras de México —Al diablo con la homonimia e História natural das Laranjeiras—. Constituyen un género ensayístico muy personal de Alfonso Reyes y en el que no admite comparación. Y si él es un maestro consumado en los temas doctos, nunca se le siente más sí mismo y más complacido que en estos juegos de fantasía e ingenio y en aquellos romances de íntima melancolía, aludidos más arriba. Éste es para mí, si no precisamente el mejor Alfonso Reyes, sí el de vibración más intensa y entrañable, y el que conserva y trasciende más puro el aroma y el don de su inteligencia.

4. Ensayo-discurso u oración (doctrinario). Forma intermedia entre la oratoria del discurso y la disertación académica, queda en ellos la expresión de su mensaje cultural de maestro. Los ha consagrado principalmente a sus meditaciones americanas y, en general, a proponer rumbos en asuntos fundamentales de cultura. Su elegancia es a la vez clásica y moderna, y pese al rigor intelectual que los ordena, no carecen de esos relieves de gracia y expresión directa característicos de su estilo. Recordemos el hermoso Discurso por Virgilio (1931) y los ensayos recogidos en Tentativas y orientaciones (1944).

5. Ensayo interpretativo. Es la forma más común del ensayo, tratamiento breve de una materia que contiene una interpretación original. Sus temas, dentro de la obra de Alfonso Reyes, son principalmente literarios y algunas veces históricos y humanísticos. Literarios como en Retratos reales e imaginarios (1920), Tránsito de Amado Nervo (1937), Mallarmé entre nosotros (1938) y Grata compañía (1948). De historia americana como en Última Tule (1942), uno de los libros fundamentales de Alfonso Reyes. De temas humanísticos como en Junta de sombras (1949) y Estudios helénicos (1957), evocaciones y estampas clásicas de noble y perfecta belleza, y cuya erudición se ofrece en imágenes vivas y actuales. La caída (1933) toca un tema de crítica de arte. Idea política de Goethe (1937), Trayectoria de Goethe (1954) y otros sobre el mismo tema, aún dispersos, son magistrales ensayos dedicados a examinar aspectos capitales de la personalidad y la obra del genio alemán, con cuyo espíritu en más de un aspecto se emparienta el de Alfonso Reyes.

6. Ensayo teórico. Un matiz lo diferencia del ensayo interpretativo, pues mientras las proporciones de aquél discurren más libremente y se ocupan por lo general de personalidades literarias o acontecimientos históricos, las de éste, más ceñidas, transitan por el campo puro de los conceptos. Representan este tipo ensayístico las agudas divagaciones de El suicida (1917), A vuelta de correo (1932), páginas poco divulgadas de Alfonso Reyes (luego recogidas y ampliadas en La X en la frente, 1952) en las que se consignan sus ideas fundamentales sobre el “nacionalismo” que periódicamente exalta nuestras letras, y dos volúmenes de teoría: La experiencia literaria (1942), un precioso repertorio de ensayos que aclaran y ordenan los conceptos y funciones principales del oficio literario, y Tres puntos de exegética literaria (1945), que expone el método histórico de la crítica y analiza las relaciones que tienen la vida y los estímulos —exteriores e interiores— con la creación literaria.

7. Ensayo de crítica literaria. Ha sido otro de los intereses de Alfonso Reyes, constantes a lo largo de su obra. Pero de acuerdo con el público a que va dirigida y con la intención del autor, su crítica literaria tiene, a su vez, varias especies o grados que pueden agruparse en orden decreciente de rigor técnico como sigue: a) Erudito. Lo representan dos libros escritos en la época de sus investigaciones en el Centro de Estudios Históricos de Madrid: Cuestiones gongorinas (1927), prolongación y desarrollo de aquel precursor y notable ensayo Sobre la estética de Góngora (1910) que aparece en Cuestiones estéticas —y que es de los primeros, si no el primero, que estudia la poesía del cordobés con la simpatía, perspectiva y comprensión modernas—, obra que recoge precisiones y exégesis fundamentales, y Entre libros (1948), donde se coleccionan reseñas de tipo erudito publicadas en su mayor parte en la Revista de Filología Española. b) De exposición histórica. Principia, desde los orígenes literarios de Alfonso Reyes, con un estudio notable no sólo por haber sido escrito cuando su autor contaba veintiún años sino también por su elegancia y su claro juicio, El paisaje en la poesía mexicana del siglo XIX (1910). Continúan este tipo de crítica histórica estudios tan destacados, por su amenidad, por su erudición y por su sentido de la síntesis, como las dos series de Capítulos de literatura española (1939 y 1945) y un volumen cuya importancia en nuestra historia literaria parece no haber sido advertido del todo, Letras de la Nueva España (1948), que ofrece no sólo el mejor y más lúcido panorama hasta hoy existente sobre nuestra literatura colonial sino que entrega, además, una exposición llena de interpretaciones originales y fecundas acerca de la literatura prehispánica. Y c) De interpretación. Es la crítica que, al apartarse del rigor erudito y científico, vuelve a encontrar la libertad del ensayo. Iníciase también con uno de los primeros trabajos de Reyes, Los Poemas rústicos de Manuel José Othón (1910), que sigue siendo de los estudios fundamentales acerca del poeta. Junto a él, viene aquel libro primero de Alfonso Reyes, Cuestiones estéticas (1911) que, además de textos de crítica literaria de esta índole, titulados Opiniones, contiene, en su segunda parte y a la manera ensayística de Wilde, unas Intenciones. Dentro de esta misma línea de juegos libres de la imaginación y el ingenio sobre estímulos casi siempre literarios se encuentran la admirada y sugestiva serie de Simpatías y diferencias (1921-1926) y su prolongación en El cazador (1921), libros a los que deben sumarse, además de muchos otros ensayos de crítica literaria interpretativa dispersos, uno de sabroso contenido que trata De un autor censurado en el Quijote: Antonio de Torquemada (1948).

8. Ensayo expositivo. Es el fruto del admirable sentido que para las síntesis y las exposiciones tuvo Alfonso Reyes. Muchos ensayos de esta especie andan por todos sus libros, y aun puede añadirse que casi no hay materia fundamental de cultura que no haya sido expuesta y resumida magistralmente por su pluma. En forma aislada, corren el Panorama del Brasil (1945), el Panorama de la religión griega (1948) y La filosofía helenística (1959), y en el volumen que lleva por título Sirtes (1949) hay algunos superiores: sobre la Atlántida, la prehistoria, Segismundo, la semántica y el sistema histórico de Toynbee.

9. Ensayo crónica o memorias. Aunque no llegó a concluir la narración de sus memorias, Reyes las inició en un libro conmovedor y valiente, Parentalia (1958), y en su continuación, Crónica de Monterrey, I: Albores (1960), y puso mucho de su historia intelectual en los capítulos hasta ahora publicados de su interesante Historia documental de mis libros. Además, en otros libros suyos quedan preciosos testimonios acerca de sus propias experiencias, ya en forma lírica como en Las vísperas de España (1937), o bien con una perspectiva más cercana a la crónica, como en Aquellos días (1939) y en Pasado inmediato (1941) que narra, este último, y por lo cual es un documento importante para nuestra historia literaria, la empresa cultural de la generación del Ateneo a que perteneció el mismo Reyes.

10. Ensayo breve, periodístico y de circunstancias. Es el registro más leve y pasajero de todas aquellas incitaciones, temas, opiniones y hechos que percibe un espíritu como el de Alfonso Reyes que vivía en su totalidad la vida de la cultura. Lo grande, lo pequeño y lo mínimo, consignado al paso, mas siempre con una brizna de ingenio y sabiduría, si no con un vislumbre revelador. Lo juntan Norte y sur (1945), Los trabajos y los días (1946), A lápiz (1947) y De viva voz (1949), las tres series de Marginalia (1952, 1954 y 1959) y los dos cientos de Las burlas veras (1957 y 1959), hermosos títulos nunca injustos para su contenido.

11. Tratados. Finalmente, aquellos de sus libros que superan la falta de compromisos del ensayo: tratados a la manera clásica, arquitecturados y plenos: las obras más arduas y doctas de Alfonso Reyes y en las que esplende su rigor y su sabiduría y a las que no deja de dar visos de gracia y de vitalidad el don de su ingenio: La crítica en la Edad Ateniense (1941), La antigua retórica (1942) y El deslinde (1944), propio campo de su última y magistral doctrina literaria, y el volumen póstumo de sus Obras completas que junta la Religión griega y la Mitología griega (1964).

EL TEÓRICO DE LA LITERATURA

De nuevo en las Cuestiones estéticas (1911) puede descubrirse el nacimiento de los dos brazos que habían de conducir a Alfonso Reyes a la composición de una de sus obras capitales, El deslinde (1944): la devoción por las letras clásicas y la preocupación por la teoría literaria. En su vida y en su obra, a lo largo de treinta y tres años, estos intereses fueron nutriéndose de otras dos prácticas esenciales, el conocimiento lúcido del cuerpo de los monumentos clásicos y la circulación abundantísima por todos los continentes literarios, además de un ejercicio constante de la aptitud crítica adiestrada al paso en las disciplinas ajenas y en los métodos analíticos aprendidos de los maestros, y adiestrada y fortalecida en la frecuentación cordial de cada uno de los oficios y circunstancias del hombre de letras y aun de aquellas tareas concernientes a la realización material del libro, que a todas se acercó Reyes como quien se había entregado desde su juventud al mundo de las letras aceptándolo totalmente y buscando en todos sus aspectos aquella ilustración viva que mejor lo llevara al dominio de sus empresas.

La crítica en la Edad Ateniense (1941) y La antigua retórica (1942) presentan ya volcadas una dirección en la otra y vienen a ser el examen previo de la contribución de la Antigüedad al problema de la filosofía y de la ciencia del fenómeno literario. No agotan estos volúmenes el tema propuesto —motivo de otras disertaciones del autor aún no coleccionadas— pero se refieren ya a sus momentos más destacados y establecen los cimientos de la investigación que, luego de las “coordenadas” del estimulante grupo de ensayos que integran La experiencia literaria (1942) —obra que dentro de este sistema puede situarse muy justamente como el trazado y reconocimiento general del campo que luego va a explorarse—, se emprenderá vigorosamente en El deslinde.

Estos “Prolegómenos a la teoría literaria” —como reza el subtítulo de El deslinde—, la más ambiciosa de las obras que escribiera Alfonso Reyes, son una descripción o exploración en profundidad de los contenidos formales y de significado y de los rumbos mentales que distinguen a la literatura de otras disciplinas del pensamiento. Es también un vaciado del campo y de las funciones que conciernen a la literatura dentro del cuerpo de las demás disciplinas, y una descripción de sus problemas de límite y sus interpretaciones.

Un estilo y una imaginación tan feraces y personales como los de Alfonso Reyes implicaban necesariamente problemas en su aplicación a una obra de esta naturaleza. En su ataque a la comprensión del fenómeno literario, Reyes procede por aproximaciones y redibujos, un poco a la manera digresiva de Marcel Proust, y ello le lleva a imponer a sus lectores una especie de desajuste o violencia mentales, al hacerlos atender dos melodías un poco extrañas entre sí: la concentrada de un lenguaje cerradamente lógico —que aún va constriñendo al lenguaje vulgar para manipular a base de denominaciones técnicas establecidas— y la melodía de las digresiones, comentarios e ilustraciones de todas especies, características del esplendor del estilo de Reyes. Ello hace particularmente difícil la lectura de los cinco capítulos preliminares, en los que es más notorio este inoportuno consorcio, y hace pensar en la conveniencia de un digesto de El deslinde en el que se le redujera al puro nervio de sus indagaciones fenomenológicas, digesto que debería conservar, intactos, los capítulos VI y VII, de singular excelencia, que se refieren directamente a la literatura.

La primera y la segunda partes de El deslinde