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Valérie Zenatti

© 2008 Franck Juery

Valérie Zenatti nació en Niza, pero se fue a vivir a Israel cuando tenía 13 años. A los 18 hizo su servicio militar como todos los adolescentes de ese país. Esta experiencia la inspiró para escribir la novela Quand j’étais soldate (Cuando era soldado), misma que ganó muchos premios y fue traducida a varios idiomas. Ahora vive en París, donde escribe y publica sus novelas.

Una botella al mar de Gaza

Valérie Zenatti

Una botella
al mar de Gaza

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en español, 2008
   Tercera reimpresión, 2013
Primera edición electrónica, 2014

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Para Sophie y Jérôme,
los luminosos

Me prometiste una paloma

Un ramo de olivo

Me prometiste la paz del hogar

Me prometiste la primavera

Cuando las plantas echan flores

Me prometiste cumplir tu palabra

Me prometiste una paloma...

Invierno 73

SAMUEL HASSIFRI
compositor israelita

Me dijo adiós... Iba en busca de lirios blancos,

De un ave que saluda a la mañana

Sobre un ramo de olivo.

Conocía las cosas

Tal como las sentía... y apreciaba.

La patria, me dijo,

Es beber el café de nuestra madre

Y regresar tranquilo cuando cae la tarde.

El soldado que soñaba
con lirios blancos

MAHMUD DARWIX
poeta palestino

Índice

Jerusalén, 9 de septiembre

Ver volar las palomas

Una carta, una botella, una esperanza

La respuesta

Pelear consigo mismo

Tres tiros en la Plaza de los Reyes

Y el tren frenó bruscamente…

Combatiendo el aburrimiento

¿Cibercompañero?

Tal

De Jerusalén a Hollywood, pasando por Gaza

Gazaman

De cómo un nombre puede ser un regalo…

Naïm

No se puede contar todo

Desmoronada

Las ardillas no viven en Gaza

Descender de la montaña rusa, incluso caminando

La paz se da entre los locos

Las revelaciones de Eytan

Una chamarra que protege

Toda la verdad

Jerusalén, 9 de septiembre

Son días sombríos, de tristeza y horror. El miedo ha regresado.

Mamá vino por tercera vez a repetirme que me acostara, pues mañana debo levantarme temprano, y en eso los vidrios temblaron, el corazón me dio un salto en el pecho y pensé que se me había subido a la garganta. Un instante después me di cuenta de que muy cerca de nosotros acababa de ocurrir una explosión.

Una explosión necesariamente es un atentado.

Mi hermano mayor, Eytan, que es enfermero militar, salió de inmediato con su maletín de primeros auxilios; papá vaciló un instante, después lo siguió. Mamá me abrazó llorando y, como de costumbre, hizo cuatro cosas a la vez: prendió la tele, la radio, el internet y se pegó a su celular, lo que yo llamo una reacción altamente tecnológica.

Huí a mi recámara sabiendo que nadie me pediría diez veces apagar la luz y que mañana incluso podría llegar tarde a la escuela, o de plano faltar, porque nadie me pedirá cuentas. Será suficiente con decir que el atentado ocurrió en mi barrio, en mi calle, que tuve pesadillas toda la noche, que estoy hecha un manojo de nervios, que no puedo caminar, que tengo mucho miedo de salir de casa y la señora Barzlaï me creerá, aun si mañana tenemos examen de matemáticas.

Minutos después de la explosión escuchamos las sirenas de las ambulancias. Hacían un ruido horrible, un ruido que rompe los tímpanos, un maullido tan horroroso como el de un gato con la cola atrapada en una puerta, amplificado hasta alcanzar el volumen de un concierto de rock pesado.

Pasaron cinco, seis, siete ambulancias, pero no las conté todas.

Mi mamá no ha soltado el teléfono y oigo la voz clara y entrecortada de un corresponsal de la radio o de la televisión. Seguramente hay muertos, casi siempre hay muertos, pero no quiero saber cuántos, ni quiénes fueron. Hoy no, porque el atentado ocurrió justo en nuestro barrio.

Quisiera escuchar el silencio, pero ¿cómo?

Fui a la cocina a beber un poco de vodka con limón. Mamá no me vio. De paso tomé los tapones para oídos que papá usa cuando va a la piscina, con ellos y con mi gran almohada sobre la cabeza quizá pueda dormir, aunque sé que mañana, cuando me despierte, nadie me dirá que todo está bien y que tan sólo tuve una pesadilla.

No me cayó bien el vodka, parece que medio vaso es demasiado para mí, me duele la cabeza y tengo la cara toda hinchada.

—Te pareces a Bugs Bunny —me dijo Eytan alborotando mis cabellos. Mi hermano es el único ser en el mundo que tiene derecho a despeinarme sin que le dé un golpe en menos de un segundo, él lo sabe y se aprovecha.

Sonrió, no tiene la cara de alguien que pasó toda la noche viendo horrores, pero… ¿cómo es la cara de alguien que ha visto horrores? Eytan tiene veinte años, hace su servicio militar en Gaza, donde seguramente ve horrores todos los días o cada tercer día, cuando hay calma. Me imagino que ya aprendió a no ver, o a olvidar, para no envejecer prematuramente.

Es extraño. Creo que jamás he escrito tanto como ayer y hoy. Hay chicas en mi salón que llevan un diario y todos los días escriben en él lo que les sucede. Yo nunca lo he hecho, ni para disecar mis historias de amor, ni para decir que mis padres son viejos y ya no sirven para nada, ni para relatar mis sueños; en fin, supongo que eso es lo que se escribe en un diario.

Cuando cumplí trece años, mi abuela me regaló el Diario de Ana Frank, la historia de una joven judía holandesa que vivió dos años escondida con su familia durante la segunda Guerra Mundial, antes de ser deportada a un campo de concentración. Ella soñaba con ser escritora, pero sobre todo con ser libre y poder ir al cine, pasear en los jardines, observar los árboles y escuchar el canto de las aves sin tener miedo de ser atrapada y asesinada por los nazis. En su escondite había otra familia con un chico, Pedro, de quien ella se enamoró. Me pregunto si ella realmente lo amó o si no tenía otra opción, pues él era el único joven en su entorno.

Lo que más me dolió es que al final del libro hay una línea que dice que Ana Frank murió dos meses antes de la liberación del campo de Bergen-Belsen.

Dos meses… es tan poco. Releí esa frase diez veces y durante mucho tiempo tuve ganas de apretar la mano de Ana Frank y decirle: “Resiste, tu infierno terminará pronto, no durará toda la vida, sólo ocho semanas más, resiste y serás libre, podrás ir al cine, ver los árboles y escuchar el canto de los pájaros, incluso podrás ser escritora si así lo deseas, por favor, ¡vive!”

Por desgracia, no tengo superpoderes ni una máquina para volver al pasado, lo cual, al pensarlo, resulta desolador.

Aún no sé por qué escribo todo esto. Aunque tengo buenas calificaciones en literatura, no sueño con ser escritora. Me gustaría hacer cine, ser directora de cine, o pediatra, aún no me decido pero, desde ayer, tengo una necesidad increíble de escribir, sólo pienso en eso. Como si tuviera dentro un río de palabras que debe salir para que yo pueda vivir. Tengo la impresión de que jamás podré detenerme.

No puedo escapar de las noticias. Mis ojos ven, mis oídos escuchan, los periódicos y la radio están por todos lados y describen una y otra vez la tragedia.

El terrorista se hizo explotar en el interior del café Hillel. Se encontraron seis cuerpos. A esto se le llama atentado de intensidad media, lo que quiere decir que se hablará de él durante dos días y un poco más en los suplementos de los periódicos del fin de semana. Hay una tragedia, una tragedia dentro de la tragedia. Una chica murió en compañía de su padre; se iba a casar hoy, pero murió horas antes de lucir su bonito vestido blanco, horas antes de que el fotógrafo llevara a la joven pareja a los lugares más bellos de Jerusalén para tomar las fotos del príncipe y la princesa que tendrán muchos hijos. El novio-que-no-llegó-a-casarse está muy afligido delante del féretro. Quiso poner el anillo en el dedo de su prometida, pero el rabino no lo permitió porque la religión prohíbe que se celebre una unión con un muerto. Me pregunto si la ley religiosa también tiene un capítulo sobre la conducta que debe seguirse en caso de desesperación.

Cierro los ojos para olvidar el rostro de la chica que no se casará jamás. Tenía apenas veinte años, sólo tres más que yo. ¿Cómo sería mi vida si supiera que sólo me quedan tres años antes de morir? No lo sé, seguramente es una pregunta idiota e inútil, pero en la que no puedo dejar de pensar.

Cuando regresa el miedo, como en estos días, tengo la impresión de que todos nos olvidamos de quiénes somos. Nos vemos como víctimas en potencia, como cuerpos que pueden quedar sangrantes e inertes porque alguien decidió hacerse explotar justo a nuestro lado. Quiero saber quién soy, de qué estoy hecha. ¿En qué será distinta mi muerte a la de los demás? Si les cuento esto a mis padres o a mis amigos, abrirán mucho los ojos y amablemente me dirán que debo descansar. Tal vez por eso me puse a escribir, para no asustarlos con lo que ronda en mi cabeza y para que no puedan decir que estoy loca.

Ver volar las palomas

Me llamo Tal Levine, nací el primero de julio de 1986 en Tel Aviv, pero vivo aquí, en Jerusalén. Sé que todos los que habitan el planeta Tierra han oído el nombre de Jerusalén y, si los extraterrestres existieran, también habrían oído hablar de ella, pues es una ciudad que da mucho de qué hablar; sin embargo, no hay nadie que la conozca como mi padre y yo. Mi padre es amante de la historia y la arqueología, es uno de los mejores guías turísticos de Israel. Cuando un jefe de Estado viene de visita, es a él a quien llaman, para que reviva las piedras con sus relatos. Es un mago, tiene ojos verdes y claros que brillan extrañamente cuando comienza a contar cómo el rey David decidió hacer de esa montaña rocosa, alejada del mar y del río, la capital de su reino; cómo su hijo Salomón erigió un templo y palacios, y cómo Nabucodonosor, y después los romanos, destruyeron el templo. Puede hablar por horas de Jesús, que vio las colinas de Jerusalén desde lo alto de su cruz antes de morir.

A menudo me dice: “Date cuenta, Tal, de que aquí es donde todo eso pasó, donde todo sucederá otra vez” y continúa contando cómo, mucho después, los cruzados que venían de Europa pelearon con los musulmanes por reconquistar la tumba de Jesús y que después de largos siglos terminó opacándose el esplendor de la Ciudad Santa. Hace cien años, la Vieja Ciudad, minúscula y ahogada dentro de su muralla, era toda la ciudad.

—Callecitas sombrías —dice mi padre—, callecitas donde los burros se tropezaban con los hombres sin preocuparse por saber si eran judíos, cristianos o musulmanes. Miles de personas valientes y piadosas velaban los lugares santos de las tres religiones, pensando que eran las últimas en recordar que Jerusalén es el corazón del universo y que el mundo, que entraba en la época moderna, ya la había olvidado. Se equivocaban. Cuando los judíos decidieron regresar a la tierra de sus ancestros para ser un pueblo libre, comenzaron los conflictos por la ciudad. Los judíos aseveraban que ellos fueron los primeros en estar ahí, tres mil años antes, según está escrito en la Biblia, y que durante los dos mil años que no tuvieron país todas sus plegarias estaban dirigidas a Jerusalén. Los musulmanes respondían que habían estado ahí durante trece siglos, lo cual no es poco, y que su profeta, Mahoma, había volado al cielo desde aquí. Los cristianos argumentaban que Jesús había muerto aquí y que, si llegare a resucitar, habría muchas posibilidades de que fuera en el mismo sitio, por lo que sería bueno que algunos de sus seguidores estuvieran aquí para recibirlo. Pero, ya ves, Tal, en lugar de amar a esta ciudad como se lo merece, y de entenderse unos con otros, se han peleado por ella durante más de cincuenta años, como los hombres se pelean por una mujer, con pasión, y cada día con un poco más de odio en el corazón hacia sus enemigos. Ni siquiera se dan cuenta de que sus guerras lastiman cada vez más violentamente a aquélla a quien dicen amar, y que de cierta forma la destruyen.

Así habla mi padre. Es un poeta maravilloso, un cronista con el que puedo caminar horas y horas viajando por el tiempo, viendo mi ciudad con ojos diferentes a los de la mayoría de la gente. Sé que hay ciudades maravillosas en el mundo, sueño con ver París, Venecia, Pekín y Nueva York; pero aquí quiero vivir.

Es donde quiero vivir, no morir.

Vuelvo a recordar, no puedo pensar mucho tiempo en otra cosa, no logro olvidar que el atentado ocurrió justamente al lado de nuestra casa.

Hace algunos años, mi padre, Eytan y yo fuimos de excursión cerca del Mar Muerto. Me caí y me herí muy feo. La herida era realmente horrorosa y me aterraba, no podía despegar los ojos de la sangre ni de la larga abertura que tenía desde la rodilla al tobillo y que me daba la impresión de que mi pierna ya no era mi pierna.

Ahora me siento igual, aunque estoy entera físicamente y hecha pedazos por dentro. Me repito que con frecuencia voy al café Hillel, con Eytan cuando está de licencia o con mis compañeros. Me digo que yo podría haber estado allí y no comprendo que la vida dependa de un detalle tan pequeño como tener ganas o no de ir a tomar un café.

Desde hace tres años hemos tenido un número incalculable de atentados en Jerusalén. A veces todos los días, o hasta dos veces por día, es imposible llevar la cuenta de todos los entierros que pasan por la tele, o llorar con los deudos, hay demasiados.

La gente dice que terminas por acostumbrarte, pero yo no.

He crecido con la idea de que entre los palestinos y nosotros no puede haber otra cosa que cuerpos despedazados, sangre y odio.

En 1993 yo tenía siete años, pero me acuerdo muy bien del 13 de septiembre. Papá y mamá no fueron a trabajar, compraron kilos de papitas, salchichas, pistaches y también champaña. Tenían los ojos brillantes y no podían estar quietos viendo la tele.

Era muy raro que la tele estuviera prendida durante el día.

Más raro aún era que mis padres hubieran comprado porquerías para botanear.

Era rarísimo que dejaran que Eytan y yo nos atascáramos sin decirnos nada.

Y rayaba en lo increíble que a los siete años me hubieran dado champaña para brindar.

Por todo eso me acuerdo tan bien del 13 de septiembre de 1993. En la pantalla, delante de un palacio de azúcar glas, estaba nuestro primer ministro, Isaac Rabin. A su lado había un tipo que parecía actor de una serie estadunidense, pero era el presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton. Tomó a Isaac Rabin por un hombro para acercarlo a un tipo extraño que llevaba un pañuelo a cuadros negros y blancos en la cabeza. Más tarde entendí lo que decía el comentarista, se trataba de Yasser Arafat, el representante de los palestinos. Los dos hombres se estrecharon la mano y las miles de personas bien vestidas que estaban en la explanada de la Casa Blanca (en la pantalla estaba escrito “en directo desde la Casa Blanca, Washington”) aplaudieron como si se tratara de una hazaña fabulosa.

Por primera vez vi llorar a mi padre y a mi madre. Yo estaba muy incómoda, y se los reproché, porque tenían caras de niños frágiles, rostros bañados en lágrimas incomprensibles, y yo tenía ganas de decirles: “vuelvan a sus caras serias, severas o tiernas, pero vuelvan a ser mis padres. Que yo sepa, los padres no lloran, lo saben todo, son muy fuertes e íntegros, no se ponen a llorar de manera ridícula porque dos hombres se dan la mano”.

Recuerdo que también estaba muy asustada porque, si mis padres lloraban, eso quería decir que había ocurrido una gran desgracia y que nuestra vida iba a cambiar. La champaña, las papas, las salchichas y los pistaches eran para festejar nuestro último momento juntos o un suceso dramático e irremediable.

Papá me miró.

—Acércate, Tal.

Me sentó sobre sus rodillas, me acarició la cara y me dijo:

—A veces se llora de alegría, mi amor, y hoy nosotros estamos muy contentos. Lo que tú ves es de gran importancia: los palestinos y nosotros, los israelitas, al fin nos entenderemos para vivir en paz. Ya no habrá guerra jamás, jamás, quizá Eytan y tú ya no tengan que servir en el ejército. La noticia nos conmueve, porque es algo con lo que hemos soñado durante mucho tiempo.

Mi padre lo creía. Y como yo creo en todo lo que me dice, ese día éramos al menos dos los que veíamos volar las palomas por el cielo de Jerusalén.