Manuel Marín Oconitrillo

El día de la tercera revelación

1

Cuando entré a mi vieja alcoba y vi la cama al centro, creí que sobre ella alguien levitaba, por lo que, aunque no me detuve, la emoción del principio se transformó en recato y este a su vez en solaz. “Me parece que duerme”, oí la voz de mi madre, casi un susurro. Rigurosamente extendida, las piernas cruzadas lo mismo que las manos sosteniendo el rosario con todas las fuerzas que le restaban, segura de que aquel era el último esfuerzo de su voluntad, la abuela Claudia no pudo reconocerme cuando me le acerqué. Vestía de morado y lila, casi idéntica a como la recordaba en mi infancia, cuando conmigo en su regazo, viajábamos imaginariamente hasta la capital desde la pequeña ciudad en que vivíamos. Entonces su cabello era apenas entrecano, la postura firme y enérgica, los nervios a flor de piel, lo mismo que las venas, el cuerpo menudo, delgado, cuya fuerza se concentraba en las manos (enormes para la proporción del cuerpo) y la mirada aquilina, penetrante, más bien como si viera directamente el alma o la conciencia, atrincherada siempre en sí misma, de naturaleza esquiva, que hacía ver en sus ojos, muy contrariamente a como en verdad era, un dejo de recelo y excesiva prudencia que quisiera traspasar desde la primera mirada el cuerpo, la carne y todo aquello en lo que no confiaba plenamente o tomaba por baladí, para ir directo a lo que consideraba verdadero. Hacía dos años, sin embargo, que se hallaba inmóvil en la cama, desde que se fracturó la cadera, la víspera de su nonagésimo primer aniversario, reduciéndose a aquel espectro de consumidas carnes, de mirada vidriosa y perdida, cuya memoria, cada vez más extinta, se ceñía ferozmente al pretérito de sus mocedades. No parecía sufrir demasiado, aunque las noches las pasara en vigilia sollozando tantos nombres como creía necesarios para apaciguar el dolor de cadera y el sopor de aquella ciudad a la que, contrario a su deseo, había visto crecer casi desde la nada y ahora maldecía lo mismo que a Sodoma y Gomorra entre rosario y rosario, contentándose con mirar las parvadas de palomas o pericos a través de la ventana, y aquel violento azul que le hacía arder la sangre y le provocaba un alud de memorias que la invadían súbitamente hasta agitarle el aliento y tornarle los ojos casi líquidos, el peso de los años casi nada, como si nunca hubiera llegado el crepúsculo del día en que arribó con la espalda molida del viaje a través de las montañas, en aquel viejo autobús, con apenas una pequeña maleta de cuero a la que se aferraba ferozmente mientras atravesaba los oscuros tramos del mercado rumbo a la explanada del parque, frente a la iglesia, viendo a cada paso con ojos dilatados el frenético movimiento de aquella ciudad de ganaderos de la bajura guanacasteca y comerciantes chinos llegados de Cantón y Shangai durante los años de la posguerra en su tránsito hacia el San Francisco que muchos nunca verían, dejando en cambio cientos y cientos de retoños propagarse por aquellas tierras amables y de clima casi monzónico, que año con año, modelaban a la usanza de las del Hijo del Cielo. Y ella, habiendo llegado contra sus propios pronósticos a las seis décadas, no podía creer aquel giro del destino, aquel retorno, que muy dentro de sí, significaba revivir el mayor de sus dolores.

No obstante, la impresión que tuvo a su llegada fue cambiando, nada era como en sus recuerdos y de alguna manera, el jolgorio de chinos que cada mañana conversaban de esquina a esquina, cada uno en su negocio, la relajaba, sintiéndose segura entre murallas imaginarias, libre finalmente, dejando que la niña que nunca había dejado de ser corriera entre los arrozales o jugara a las escondidillas en la blancura de los campos de algodón que rodeaban lo que cien años atrás era una pequeña villa con rescoldos de la colonia española asentada a la orilla de los cañaverales del río, y en la que, muy a pesar de la incredulidad de los lugareños, de pronto surgió una iglesia y luego una escuela, construida por misioneros alemanes con amplios salones y típicos acabados germánicos, con un atrio a la entrada y un pequeño escenario al fondo, en donde entonces, los fundadores ejecutaban marchas y valses en un piano traído desde Hamburgo en lenta travesía. La primera oleada de chinos llegaría tras La Gran Guerra, para iniciar lentamente, con las familias que no continuaron su rumbo hacia San Francisco, una bodega de granos y un restaurante frente al parque, El Gran Dragón, y así, cuando llegó la segunda oleada, los paisanos de Shangai encontraron menos motivos para proseguir su travesía, viendo la segunda generación de las castas importadas del antiguo reino de Qi proliferar sin dificultad. De esa manera, en pocos años la pequeña villa a orillas de los cañaverales del río se convertiría en una pequeña Babilonia, que transformaría definitivamente la mansedumbre de sus pobladores originales. Fue a aquella ciudad a la que llegó la abuela, a pedido de mi madre, porque ella, mi madre, había llegado un año antes como profesora de música a la ya vieja escuela de los curas alemanes (a quienes casi nadie recordaba) y cuyo esplendor había decaído, conservando de sus mejores años apenas los exteriores y algunos detalles aquí y allá, como el pequeño escenario, pues el piano era ya solo un espectro de madera con un par de teclas en el que los niños se trepaban cada recreo para saltar de nuevo al piso, sin la menor idea del origen de aquel mueble.

En aquel tiempo vivíamos en una pequeña casa de madera no muy lejos de la escuela. Mis padres se iban temprano al trabajo, sobre todo mi padre, que enseñaba en un pueblo cerca de la cordillera, donde aún persistía la fiebre del oro. Entonces era la abuela la que para mí constituía el universo en aquel vecindario sin niños de mi edad, de cuyas casas y calles solo recuerdo soledad y un mundo misterioso de rostros atisbando por las ventanas, un extraño silencio y una rala niebla matinal, dos o tres veces al año, y que sin embargo ha quedado en mi memoria como lo permanente de mi infancia: la niebla, las cosas que parecen desvanecerse en su manto, amalgamándose en un ente impreciso y sin bordes definidos que se escabulle entre las grietas de cada pregunta de mi afán por conocerlo, de ver su rostro de frente. Pero cada vez que me le acercaba tenía la sensación de que, al develar el manto, mil rostros huirían de mí desvaneciéndose como niebla. Era la abuela quien me sacaba del frío de aquella atmósfera y me introducía en el laberinto de su propio universo, donde si bien todo era desconocido, era asimismo acogedor. Con ella nuestra pequeña casa se trasformaba en un recorrido interminable de habitaciones que iban surgiendo tras cada puerta, inimaginables reinos en los que me perdía en mis juegos hasta que escuchaba su voz llamándome para el almuerzo y, entonces, instintivamente, sin saber bien por dónde, guiado por el aroma de mis platillos favoritos, retornaba a nuestra casa para ir en seguida al comedor, donde el almuerzo, la mayoría de las veces, estaba ya servido. Ya en aquella época mi apetito era sobresaliente.

Otro mundo era nuestro solar, triangular e inmenso, en el que la casa parecía un bote a la deriva. A un costado lindaba con una pequeña pulpería en la que comprábamos el pan del desayuno y al otro con la casa de los Matute, una vieja construcción de adobe y anchas tejas, pintada de azul y blanco. Por las tardes era allí que me entretenía recolectando hojas, insectos o piedras para mis colecciones, importunando las tarántulas echando agua en sus escondrijos para que salieran o atrapando alacranes con frascos de mermelada vacíos, en los que luego echaba un grillo vivo y esperaba pacientemente a que el alacrán lo devorara. Todo ello ante la constante presencia de la anciana matriarca de los Matute, que me vigilaba desde su poltrona en el patio. “Algún día terminarás devorando alacranes”, me gruñía con frecuencia con su voz desvencijada. Su solar estaba poblado de jícaros y pitahayas, y del aroma dulzón de calabazos partidos dispersos por doquier, un aroma diverso al de los jardines de tía Dalia, llenos de rosas, como mamá hubiera querido en el nuestro, de no ser por el clima que dejaba a duras penas prosperar las amapolas y las begonias. “Rosas del desierto es lo que necesitamos”, decía la abuela, viendo las pitahayas en flor al otro lado de la cerca.

Como no había niños de mi edad en el vecindario, excepto la pandilla de los Culo de Barro, que vivían en realidad del otro lado de los potreros que dividían nuestro barrio de los caseríos junto al liceo, y que periódicamente se dedicaban a robar nuestra casa, mi soledad se rompía cuando iba de visita a casa de mi primo, o él me visitaba. Construíamos ciudades en el patio, con volcanes y lagos artificiales en miniatura hasta entrada la tarde, cuando solía llover y nos recluíamos en el corredor interior a ver el aguacero deshacer nuestro trabajo tomando chocolate. La lluvia duraba horas e inundaba el patio hasta hacer entrar el agua al corredor y el zaguán de la casa, convirtiéndose en un enorme pequeño lago que llenábamos de barquillos de papel multicolores. Al día siguiente todo era lodo y decenas de barcos de papel tapizando el patio. El lodo se iba secando lentamente al sol y con ello se transformaba en un barro arcilloso con el que hacíamos tinajas y objetos indígenas, como los que aquí y allá habíamos visto, con cabezas de felinos o de pájaros. Ese era el verdadero negocio de los Culo de Barro, la fabricación de búcaros y tinajas a la usanza indígena. Solía visitar su casa junto a mi madre, que para su extensa colección de helechos y begonias le hacía encargos a doña Clotilde, la matriarca de los Culo de Barro. Tenían una vieja casa de madera sin pintar, desmedidamente larga y angosta, que desembocaba en el taller de alfarería. Allí, en un enorme horno de barro y ceniza, cocía doña Clotilde (macuca descendiente de los chorotegas, según decía), las tinajas y búcaros, que vendía a precios exorbitantes por ser ella bisnieta del cacique de los Corobicí y por tanto, su trabajo, más que artesanía, era legado auténtico. Y allí, sobre los antepechos de las ventanas, estaban en permanente exposición mis juguetes ante la vista y paciencia de mi madre. Ella, empero, no decía nada. Doña Clotilde parecía ignorar la verdad tras los juguetes, refiriéndonos que eran recogidos por sus nietos en la calle.

—¿Y por qué no juegan con ellos? –preguntó mi madre intrigada el día de la explicación.

—Usted no los conoce, los despedazarían en un santiamén, y charita juguetes para los güilas de esta casa. Son como monstruos que todo lo destruyen. Por eso aquí a este cuarto les tengo prohibido venir.

Doña Clotilde le entregó la tinaja del encargo, con tres pies a modo de trípode, y fue a cambiar el billete que le dio mi madre para darle el vuelto. Luego mamá comenzó a reírse discretamente para que no la escucharan en la habitación contigua.

—Ya ves, ellos los roban y la abuela se los quita. Pobres niños con semejante abuela –decía mi madre entre risas, pero yo había centrado mi atención en una vieja lata de avena que estaba sobre la mesa y que seguramente doña Clotilde usaba para el agua de la masa.

—¿Podés leer?

—Sí, en casa hay un anuncio como ese –dije.

—¿Y cómo aprendiste?

—Con la abuela y el libro de peces…

—¿Qué libro de peces?

—La abuela me regaló un libro de peces que le compró a un vendedor que llegó una vez a la casa.

Mi madre quedó muda.

Sí, con la abuela había aprendido a leer, si bien en latín, de repetir hasta el cansancio los nombres del catálogo ilustrado de peces que me regaló en mi cuarto cumpleaños. Mastacembelus erythrotaenia, leía antes de estallar en carcajadas, como si ella fuera la niña y yo el adulto. Me hacía repetirlo varias veces, y así fui memorizando cada nombre asociándolo a la fotografía respectiva. Mi abuela se deleitaba leyendo en voz alta Xiphophorus helleri guentheri, riendo en cada ocasión como si descubriera una maravilla. Al catálogo de peces lo siguió uno de insectos y así pasé del Tetraodon miuris y la imagen del pez globo al Poecilobothrus nobilitatis o al Cyrtodiopsis dalmanni, si bien en casa era la Periplaneta americana (la cucaracha), la criatura más odiada y a la que todos, incluyéndome, le dábamos guerra constante. Fue sin embargo, del reino animalia, la clase scorpionida la que dominó mi interés, dada la abundancia de escorpiones en nuestro solar y en los rincones más sórdidos de la casa. Se trataba del Chactas gestroi, que no tardé en conservar en formalina en un recipiente de alimentos para bebés, y de alguna manera insospechable, la voz se corrió en el vecindario y en menos de un mes, un chileno que regresaba a Valparaíso me obsequió un Centromachetes pococki conservado en resina, un ejemplar que guardé como un tesoro y que observaba a solas todas las noches bajo la luz de la lámpara, como a un pequeño demonio de un tiempo inmemorial, cuando el hombre no había pisado aún la faz de la tierra. Es pues natural que al ingresar a la escuela lo primero que experimenté fue aburrimiento, repitiendo mil veces las sílabas, sin hallarles sentido (ma, me, mi, mo, mu, sa, se, si, so, su), para que finalmente, después de meses, llegáramos a cosas como La casa de mamá, y hacia fin de año, Papá lee el periódico, haciéndome pensar durante las clases en el momento de tener entre mis manos otra vez mis catálogos de peces e insectos, a los que siguieron los tomos de la Enciclopedia Británica y las fascinantes aventuras de Sandokán. En los recreos iba al aula de música a ver a mi madre. Tocaba el clarinete y la guitarra. En la escuela la guitarra solamente, en casa el clarinete y muy de vez en cuando (aludiendo al cansancio de las clases en la escuela y las faenas de la casa) con la banda municipal, en las retretas de los domingos. “Qué lástima no tenerla más a menudo entre nosotros”, le decía don Zacarías, el director. Pero mamá no dijo nada, continuando con su trabajo hasta pensionarse, poco antes de que la abuela se fracturara la cadera; y los años que para ella fueron una jornada, fueron para mí una vida.

El día de la primera revelación fue el domingo que por primera vez la abuela y yo visitamos a esa amiga de su juventud de la que hablaba tan frecuentemente y con la intensidad que solo se confiere a un íntimo vínculo. Llevábamos ya casi una semana de visita en casa de tía Dalia, a mediados de julio; quedaba cerca de la línea férrea, camino a la fábrica de cerveza, en una urbanización en lo alto de una loma. Toda la urbanización estaba dividida en alamedas similares, de casas similares en donde el gusto de cada quién marcaba las diferencias en los jardines, las barandas y los colores. Había dos pulperías, una carnicería y al final, hacia el límite con la urbanización siguiente, en dirección a la ciudad, una zapatería y una planta de tratamiento de agua. Del otro lado, en dirección al aeropuerto, colindaba con un extenso lote baldío lleno de girasoles y huertos furtivos de los vecinos. Al fondo había un parque y más allá, tan lejos como solo una vez en compañía de la abuela había ido, otra urbanización y un matadero. Tampoco en aquel vecindario había muchos niños de mi edad, cosa extraña, y los pocos que conocía, dadas mis irregulares visitas, no siempre los veía. Solía pasar las tardes en el parque jugando en los columpios o cuando era posible, con Quique, el niño de la casa contigua a la de la tía Dalia. Cuando así era, íbamos generalmente a robar tomates de los huertos junto al campo de girasoles, en donde luego, aprovechando lo alto que estaban, hacíamos laberintos y escondites para guardar los botines que aquí y allá (frutas y tomates agrios en su mayoría), recolectábamos en misiones furtivas. Solo una vez fuimos descubiertos. El dueño de los tomatales nos pilló y fue a quejarse con la tía Dalia. Mi tía escuchó serenamente todo lo que el hombre tenía que decir, bajo la mirada de la abuela, que se había acercado al escuchar el alboroto. “Voy a hablar con los chiquillos”, dijo la tía Dalia, pero la abuela replicó inmediatamente: “¿No le da vergüenza venir a llorar por unos mugrosos tomates que ha sembrado en terrenos municipales? Y usted que es el precarista viene a darnos quejas, ¡que descaro!”. Luego entre ambas me sermonearon: “¿Qué tiene que hacer robando tomates como una sabandija? Lo ajeno se deja quieto, sea de quien sea, ¡como si aquí pasara hambre!”. Pero esa noche todo estaba olvidado, y luego de la olla de carne, las hermanas jugaron su invariable partida de cartas con la abuela de Quique. Luego, al irnos a la cama, la abuela volvió a mostrarme lo furiosa que todavía estaba. “En esta familia no hay ladrones, solo se sabe de un caso, hace mucho tiempo, y de eso nadie está muy seguro”. Así vendría aquella noche el recorrido genealógico de la familia de su padre, don Toribio, pilar al que todos veneraban. La abuela contaba: “Mi padre, que en paz descanse, Epifanio Alfagüel, casó la hija menor de Ermenergildo Jiménez, Asunción Jiménez, a quien por el matrimonio habían desheredado de los cuantiosos bienes que la familia Jiménez poseía en las llanuras de San Carlos, lo mismo que a él, cuando siendo todavía un niño, sus hermanos, Alejandro, Máximo y César, le hicieron firmar un documento en el que, engañándolo, lo despojaron de la herencia que mi tatarabuelo, Tobías Alfagüel (primero en llevar dicho apellido) había reunido con el comercio en la región atlántica de mercancías que realmente nadie sabía especificar, dando lugar a la especulación, que iba desde oro robado a tráfico de esclavos del Caribe o armamento clandestino, como intermediario entre la colonia francesa en Haití y el general Cañas, jefe máximo del ejército patriótico formado a instancias de Rafael Mora Porras en la campaña contra William Walker, que desde su presidencia en Nicaragua pretendía en sus sueños unionistas, anexar todo el Istmo centroamericano al sur de los Estados Unidos”. Todo esto es demasiada fantasía, recalcaba la abuela, asumiendo como verdadero y vergonzoso el tráfico de esclavos, pues lo del oro le parecía improbable. Lo único comprobable era que el tatarabuelo Toribio había esposado una hermosa india cabécar de Talamanca, cuyo nombre de bautismo era María Inmaculada. Toribio era hijo a su vez de Dámaso Alfaro y Monserrat Güell, emigrantes españoles que cultivaban, como si de Europa se tratara, trigo en la antigua capital, Cartago. Así comenzaba cada vez su relato, hasta desembocar en los patios de su niñez, con aquella larga camada que el bisabuelo Epifanio y la bisabuela Asunción procrearon por voluntad de Dios: Claudia, Miguel y Jeremías, trillizos del primer año. Esteban, Asdrúbal y Carmen, trillizos del segundo. Rubén, Dalia y Carlos, trillizos del último, y por el cual la bisabuela Asunción murió de difteria. Luego se casó con Gertrudis, de quien la abuela apenas hablaba. De este matrimonio nacieron Julio, Joaquín y José, “el único José de mis hijos”, decía la abuela parafraseando a su padre. “Pero Gertrudis también moriría joven, y de aquello”, la abuela lo decía siempre haciendo una pausa, “papá nunca se recuperó”. “Y yo”, decía entonces con la mirada perdida, como si estuviera monologando en la más absoluta soledad, “casi de todos me hice cargo, una niñez lavando mantillas, porque yo era la mayor, aunque fue Jeremías el que primero vino al mundo, y el que primero se fue, a los dos días, contaba papá. Asdrúbal también, pequeñito, apenas al año”. Lo demás, cuanto aconteció entre ellos hasta el nacimiento de mi madre, era niebla pura.

Con la advertencia de dejar en paz los tomates de don Espiridión, me dediqué a los columpios del parque. Quique no apareció por ningún lado, víctima, a lo mejor, de un castigo más severo. Fue allí que vi aquella niña inverosímil, una tarde, columpiándose lentamente. Su cabello era de un negro intenso, brillante, y la piel, contrariamente, blanca, pálida. “No es del vecindario”, me dije, y me quedé mirando sus ojos verdes. La niña me sonrió, logrando que me sonrojara. Imaginé que jugábamos en el laberinto de los girasoles y que le mostraba mis escondites, obsequiándole aquellos agrios tomates que solo por ella hubiera de nuevo birlado. Imaginé, incluso, que la besaba, pero entre nosotros hubo solo silencio, hasta que oímos la voz de su madre llamándola. Vi entonces cómo me dio la espalda y se alejó de los columpios hasta el automóvil en donde estaba su madre, sin voltear a mirarme.

Lo que siguió fueron días de lluvia y niebla, largas lecturas en la biblioteca y mirar por la ventana, hasta el domingo, que amaneció espléndidamente despejado; no obstante, la abuela se hallaba melancólica y ensimismada. Su semblante se había vuelto más severo que de costumbre y toda la mañana deambuló como un alma en pena por la casa, mirando en cada rincón como si fueran espejos que le traían al presente imágenes del pasado. Tía Dalia intentó calmarla varias veces sin conseguirlo. “Si te ponés así, dejalo para otra ocasión”, le decía, pero la abuela solo escuchaba sus propios pensamientos. No supe al principio de qué se trataba, hasta que entrada la tarde, la abuela se me acercó diciendo: “mañana vamos de paseo a San José, a casa de una amiga mía. Te va a gustar, cocina de maravilla”.

Aquella amiga era Matilde Vogelstein, que en realidad ya conocía, pues nos había visitado una vez cuando aún vivíamos en Alajuela. Entonces era una mujer de contextura media, aunque de bustos enormes, lo mismo que la nariz y las orejas. Su voz en cambio era dulce y bien timbrada. Era un poco más alta que la abuela Claudia, y estaba cubierta fastuosamente de joyas. Habían crecido en el mismo vecindario e incluso sus casas estaban separadas por una rala hilera de crotos y amapolas. A la muerte del padre de Matilde, ella quedó completamente huérfana, pues su madre también había muerto años atrás, y así Matilde vivió en casa de la abuela mientras su tía llegaba de Francia a llevársela a Europa para no regresar sino hasta días después de que Hitler llegó a París. Aquella tarde que nos visitó de improviso, parecía empero que la abuela hubiera estado esperando su llegada. Matilde miró nuestra casa como una cosa extraña, y aunque allí estaba entre nosotros, era como si no estuviese. Cuando se marchó sentí el silencio de siempre mientras esperaba a mi madre. Nadie parecía habernos visitado.

Matilde Vogelstein vivía en San José, cerca del zoológico. Los preparativos de la abuela fueron exhaustivos. La vi empacar y desempacar mil cosas y caminar nerviosamente por la casa mientras hablaba para sí misma. Durante el viaje en autobús hasta San José se mantuvo en silencio, quieta, como si sus recuerdos hicieran pesados sus músculos. Vi su rostro transfigurarse. De repente ya no era la misma. Junto a mí viajaba una mujer desconocida, cuyo rostro asemejaba una frágil máscara a punto de romperse en añicos para dejar salir, luego de mucho tiempo, más que su rostro verdadero, la mujer que en realidad era, rompiéndose así no solamente el rostro en finos fragmentos sino el cuerpo entero, como quien muda la piel y se libera de lo que ha sido contra su voluntad para retornar a su naturaleza original.

Cuando llegamos a la dirección de Matilde Vogelstein, tuve una impresión algo tétrica de la casa, pero una vez en su interior se descubría que lo que reinaba en ella era la excentricidad. Había animales disecados por doquier, incluso un gato con dos cabezas, que según nos contó doña Matilde (“Matilde, parecés la misma de siempre”, le había dicho la abuela desde que nos abrió la puerta, con una condescendencia que no le conocía), había vivido hasta los diez años, edad considerable, tratándose de gatos. Nos enseñó un par de curiosidades que había adquirido recientemente (un metate boruca y un meteorito del tamaño de una naranja) para luego, excusándose con exagerada cortesía, ir a la cocina a preparar café. En el rostro de la abuela había de repente un dejo de suspicacia, como si, al revolear los ojos en todas direcciones buscando la confirmación que deseaba, fuera capaz de ver a través de aquella atmósfera de excentricidad algo solo para ella perceptible, minúsculo, algo que la obligaba a aguzar sus sentidos al máximo. Allí, en las atiborradas mesillas y repisas de la sala de estar, había infinidad de colecciones puestas una junto a la otra sin el menor sentido de orden, si bien las figurillas eran exquisitas. Junto al ejército de soldados de plomo de Napoleón estaba el de Bismark, e inmediatamente junto a quien parecía ser el fundador de la Unión Alemana, un elefante de marfil de su mismo tamaño y un poco más allá, un gallo dorado tres veces más grande. Luego iniciaba la colección de minerales, que realmente se extendía por doquier, alternándose con vasijas, ceniceros, botellas con sifones y pipas de agua árabes. Las únicas colecciones unidas eran la de estampillas y la de mariposas, que tapizaban las paredes. Aquí y allá había cajitas con medallones y monedas, incluso una de dos marcos de plata de 1937 en la que pude leer mis primeras palabras alemanas: Deutsches Reich.

Matilde Vogelstein regresó de la cocina con una charola de plata llena de bocadillos y una cafetera y tazas de porcelana. La colocó en la mesa frente a nosotros, y se apresuró a retirar todas las figurillas que cubrían el mantel. En mi curiosidad había tomado una pareja de amantes japoneses de marfil pintado para observarlos de cerca y descubrir, bajo los ojos horrorizados de la abuela Claudia, de qué manera estaban unidos. Matilde Vogelstein soltó una carcajada ante la reacción de la abuela, acotando simplemente, “ya se enterará de todos modos, y más pronto de lo que vos imaginás”.

Luego aquellos bocadillos inolvidables, de sabores que nunca hubiera imaginado. Matilde Vogelstein veía pacientemente cómo yo los devoraba uno tras otro: su crema catalana, su pastel volteado de manzanas, aquella baclava espolvoreada de pistacho, su Apfelstrudel con salsa de vainilla y grappa, que a la abuela le resultó muy simpático. Pero vi en sus ojos un dejo de suspicacia, acaso desconfianza, como si sospechara que todos los postres estuvieran envenenados, o temiera, en el mejor de los casos, que me malacostumbrara a la alta cocina, como ella misma la llamaba. Creí que esa era la explicación al extraño brillo de sus ojos, pero me equivocaba.

Nos despedimos de doña Matilde tan efusivamente como a la llegada y emprendimos a pie el camino hasta la estación de autobuses. La abuela iba en silencio y abstraída. No dijo ni media palabra hasta que no nos hubimos montado en el autobús de regreso a casa. Entonces me miró fijamente hasta que pude ver en sus ojos el azul y marrón que las generaciones habían ido lentamente entremezclando y en seguida volteó su rostro de nuevo dándome aquel perfil orgulloso con el que ocultaba la dulzura de su alma. “Tiene un amante”, me dijo a secas, sin más explicaciones, y de seguido, como si aquello no fuese ya suficiente: “pero yo también tuve un amante, un hombre único”.

“Hay que cambiarle la ropa”, susurró mi madre. Luego escuché que la abuela me hablaba. “Antonio, Antonio”, dijo con enorme esfuerzo, tratando de que los fragmentos de su voz fueran audibles. Pero mi madre me detuvo. “El doctor dijo que está muy débil; no la haga hablar demasiado”. “Abuelita”, le dije al inclinarme para besarla, “es mejor que descanse, ya hablaremos más cuando esté mejor”. “Levántela para que pueda cambiarla” –de nuevo mi madre– y al hacerlo, sentí el tímido calor de su cuerpo exhausto, el levísimo peso, su piel casi intangible. Sus palabras de repente resonaron una vez más en mi cabeza al mirar su cuerpo extendido plácidamente sobre la cama. “Deje ahora que duerma”, insistió mi madre, y yo la dejé otra vez sola en el cuarto, soñando sin poder dormirse. Nunca pensé, después de tantos años, que este iba a ser el día de la tercera revelación y con ello el final de los arcanos, que por extraño capricho, desde niño la abuela me confiaba celosamente.