La colección Emaús ofrece libros de lectura

asequible para ayudar a vivir el camino cristiano

en el momento actual.

Por eso lleva el nombre de aquella aldea hacia

la que se dirigían dos discípulos desesperanzados

cuando se encontraron con Jesús,

que se puso a caminar junto a ellos,

y les hizo entender y vivir

la novedad de su Evangelio.

Guillermo Juan Morado

La obediencia del ser

Reflexiones sobre la vida cristiana

Colección Emaús 127

Centre de Pastoral Litúrgica

Director de la colección Emaús: Josep Lligadas

Diseño de la cubierta: Mercè Solé

Ilustración de la cubierta: “Cruz de vidrio”, obra de Sean Scully a Santa Cecilia de Montserrat

© Edita: CENTRE DE PASTORAL LITÚRGICA

Nàpols 346, 1 – 08025 Barcelona

Tel. (+34) 933 022 235 – Fax (+34) 933 184 218

cpl@cpl.es – www.cpl.es

Edición digital: noviembre de 2016

ISBN: 978-84-9805-770-6

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Prólogo

En la visita que hizo a san Felipe Neri un ministro del gobierno italiano de la época, le impresionó ver con qué alegría y eficacia obedecían al santo sus frailes. Bastaba un gesto, una mirada, una insinuación o sugerencia, para que inmediatamente ejecutasen lo que se les había indicado. Intrigado y admirado preguntó a san Felipe cómo se las arreglaba para que sus frailes le obedeciesen así. Y el santo contestó: “Mandando muy poco”. Cuando alguien ha tomado voluntariamente decisiones firmes, por motivos fundados y con ánimo decidido, no hace falta exigir, amenazar o forzarle a que actúe de manera coherente; hará lo que tenga que hacer, saliéndole del alma. Y esa actitud rezumará espontáneamente al exterior.

Varias veces a lo largo de la lectura del libro que tienes en tus manos me vino a la memoria tan sencilla como ilustrativa anécdota. Porque descubre que la confianza, la fe, la obediencia en definitiva –hacer lo que hay que hacer, llevar a cabo la misión propia, cumplir los deberes–, es una preciosa virtud de extraordinarias consecuencias en la vida personal y en la convivencia social, que nos hace vivir felices –como los frailes envidiados por el ministro–, o en perpetuo amargor, si es que no se captó el meollo del “y por qué tengo que hacer eso”… La ignorancia o el desconocimiento voluntario de las razones y porqués, condenan a muchas personas a una rebelde e inmadura adolescencia a perpetuidad. De ahí que sea tan gratificante querer saber, para poder entender y amar; o al menos para no dejarse engatusar con bisuterías… La clave en la vida está, por tanto, en saber por qué entregamos nuestra voluntad al amado o a lo que aspiramos, pues solo entonces la libertad se hará entrega confiada… Dicho de otro modo, llena de gozo y satisfacción, y rebaja los resquemores, cumplir el deber, conociendo el sentido y el valor de la aportación personal al objetivo pretendido o al ideal programado. De hecho en los trabajos mecanizados y “alienantes”, se recomienda, casi como medicina, “hacer ver al operario qué lugar ocupa y qué aporta su trabajo personal al conjunto general”. Dicen los psicólogos que solo así se liberan depresiones, malhumores, y aparece el optimismo de quien descubrió por fin que no es un tornillo suelto, alocado y neutro en un hasta entonces delirante universo inexplicable…

La obediencia del ser. Reflexiones sobre la vida cristiana es una escalinata suave y entretenida por la que se asciende y accede a montones de respuestas a fundamentales porqués de la vida cristiana: ¿qué creemos y su sentido, es razonable o más bien cursi e infantiloide creer, es científico…?. ¿Hay argumentario, como se dice ahora, para cimentar y explicar la adhesión a la Iglesia y cómo debe ser el compromiso con ella? Y otra que pudiera ser: eso de creer ¿sirve para algo? o ¿para cambiar el mundo tengo que cambiar también yo…?

No se puede “ser cristiano convencido y feliz” si no sabemos por qué y en qué creemos. San Pablo lo decía más finamente: si no sabemos “dar razón de nuestra esperanza”. Como en las cosas del querer, también en las de creer, la entrega incondicional se cimienta en haber rendido antes nuestra cabeza. De otra suerte no hay amor, sino solo coqueteo o conveniencia.

Obediencia del ser decía Romano Guardini, y adopta el término Guillermo Juan Morado, es la aceptación y entrega libérrima de la criatura a Dios para “ser-con- Él” –amar es darse y no otra cosa debiera ser la religio–, religándose, abrazándose con quien nos sostiene de continuo en el ser y vivir…

Ahondar en las razones, buscar los motivos de por qué vivimos, por qué amamos, qué significa lo que celebramos y dónde está la raíz de esas costumbres y ritos; hacernos preguntas y alcanzar respuestas, dudar y que alguien se acerque a desatarnos los nudos y las marañas de la mente, es un ejercicio aparentemente fatigoso pero increíblemente satisfactorio. Como lo es ascender a una cumbre o subir escaleras –que en este caso son cortitas y llevaderas–, porque el horizonte que se abre luego ofrece paisajes nuevos, con luces más claras y se nos hincha el ánimo y los pulmones de una vitalidad renovada.

Que eso sea para ti el nadar relajado y el disfrutar complacido en las aguas de este mar en el que ahora te adentras.

Mons. Alberto Cuevas Fernández

Sacerdote y periodista

Introducción

Es muy bello el relato de San Mateo de la visita de los Magos a Jesús recién nacido (cf. Mt 2,1-12). Los que tenían que saber no saben y los que quizá no estaban en disposición de conocer tanto –unos paganos– , buscan a Jesús, lo encuentran, lo adoran y le ofrecen sus dones.

Los oficialmente sabios –los sumos sacerdotes y los escribas del país– se sobresaltaron ante la noticia del nacimiento del Rey de los judíos. Estaba todo escrito, pues así lo había dicho el profeta: “En Belén de Judea”, pero no salieron de sus casas. Lo sabían, pero no lo creían. Lo sabían, pero como si no lo supiesen. Tenían, de ese acontecimiento, una idea puramente nocional, distante del compromiso, ajena a la implicación de la vida.

Los Magos, no. Los Magos no eran expertos en las Escrituras, ni conocían a los profetas. No disponían, podríamos decir, del Libro de la Escritura, pero sí del Libro de la Naturaleza. Quizá eran astrónomos, habituados a escudriñar las señales que emite el gran libro de la Creación. Ellos, los más lejanos, habían sido los primeros en ver salir su estrella. Ellos fueron también, casi, los primeros que se sintieron movidos a ir a adorarlo.

Pero, a la vez, los Magos son humildes. Preguntan a quienes, aunque sea solo nocionalmente, saben. Y de los expertos que no salen de casa brota, no obstante, una indicación precisa: “En Belén de Judea”.

La estrella los fue guiando hacia el lugar adecuado, hacia la Persona adecuada, hacia Dios; hacia Jesús. Y esa búsqueda, y esa docilidad, los llenó de una inmensa alegría. Quien busca la verdad y la encuentra se llena de gozo. Porque ningún otro interés, ningún afán de poder, ningún cálculo político –a diferencia de Herodes–, los había movido en su intento de encontrar aquello, a aquel, que buscaban.

La alegría es como un preludio de la visión: “Vieron al niño con María, su madre”. Y esa visión no los desconcierta, no los sobresalta. Lo que ven es algo muy normal: al niño con su madre. El texto no dice que hubiesen entrado en un palacio y que viesen a una reina coronada de oro al lado de un rey recién nacido, en una cuna adornada con piedras preciosas. No, vieron al niño con María, su madre.

Al encontrar a quien buscaban, no dudan. Porque la duda es, en el fondo, incompatible con el encuentro: “y cayendo de rodillas lo adoraron”. Estos hombres, los Magos, habían hecho el esfuerzo de hallar la verdad y, una vez hallada, se rinden ante ella. Y no solo con una aquiescencia del alma, con un homenaje de la res cogitans, de su intelecto avezado, sino también con el tributo del cuerpo, con la oración del cuerpo: “cayendo de rodillas”.

De un modo muy exacto Romano Guardini ha escrito que la adoración es “la obediencia del ser”. Lo que somos, la aceptación de lo que somos, jamás es más real ni consciente, ni libre, que cuando nos reconocemos como criaturas. Adorar es darnos cuenta, con el cuerpo y el alma, de que Dios es Dios y nosotros somos nada más y nada menos que criaturas suyas. Tocamos así la verdad más profunda acerca de nosotros mismos: Dios es Dios y nosotros somos hombres. Y nuestra grandeza radica en la capacidad de adorarle. Dios es grande y nosotros pequeños. Pero en reconocerlo así radica nuestra grandeza. La adoración, añade también Guardini, es “verdad realizada”.

Y vienen los dones: el oro, el incienso y la mirra. Estos dones son como una expresión concreta de la adoración a Cristo. En cierto modo, la verdad, nuestra conciencia de la verdad, siempre se expresa sacramentalmente y dice, con ayuda de lo creado, que Jesús es Rey, que Jesús es Dios, y que Jesús es hombre, pero no abocado definitivamente a la muerte, aunque haya de pasar por la muerte.

Necesitamos la libertad de espíritu de los Magos, la docilidad a la hora de seguir las pistas que Dios no deja de darnos, para encontrarnos con Él, con Dios, con Jesús. Sin sobresaltarnos por su inesperada cercanía. Sin escandalizarnos de ella. No es un programa imposible para quien busque.

He titulado este libro La obediencia del ser, tomando prestada una expresión que Romano Guardini empleó, como he señalado, para referirse a la adoración.

La historia de la salvación es unitaria y, como decían los escolásticos, la gracia supone la naturaleza. En realidad, hemos sido creados para adorar a Dios, para amarle y para entrar en comunión de vida con Él.

Entre Dios y nosotros el vínculo es Jesucristo: “todo fue creado por él y para él” (Col 1,16). Jesucristo nos atañe a todos. Por Él hemos sido redimidos y hechos hijos adoptivos de Dios por la gracia.

El mundo de la fe no es un mundo paralelo al mundo de cada día; hay un solo mundo. Dios sabe lo que hace y nos atrae hacia Sí, sin violentar en nada nuestro deseo más profundo. Admitir esa constatación es superar la voluntad caprichosa de quien aspira a ser lo que jamás podrá ser.

Asimismo, la fe no puede cansarse de hacerse preguntas. Los creyentes somos seres humanos, racionales. Y es propio de un ser racional el interrogarse. La fe lo hace. No ahorra ninguna pregunta.

La fe es personal siendo eclesial. Y la eclesialidad de la fe no es accidental, sino sustancial. Creemos en la Iglesia y creemos tal como cree la Iglesia. La fe de la Iglesia no es un añadido a la fe personal, sino su contexto y su norma.

La fe se celebra y existe una correspondencia completa entre profesión y liturgia: “Lex orandi, lex credendi”.

La fe es vida, es testimonio. Y el testimonio tiene un centro, que es la caridad. Un empeño, el de vivir la fe en la caridad, que no es inalcanzable. Los santos lo han vivido. Lo han logrado con la gracia de Dios.

La historia de la Iglesia así lo pone de manifiesto. De modo no exclusivo, pero notorio, la vida de santo Tomás de Aquino, patrono de los teólogos.

La fe, en suma, es sencilla, porque se basa en Dios, y no en nuestra sabiduría –riesgo de gnosticismo– ni tampoco en nuestras fuerzas –riesgo de pelagianismo–. Pero no en un Dios lejano, sino en un Dios –el único verdadero– que ilumina nuestras noches y nuestros días con la Luz que es Cristo.

En esa Luz confiamos, para llegar a ser, en obediencia a la gracia –al Espíritu Santo–, lo que estamos llamados a ser.

En este volumen recopilo –muchas veces remodelándolos– diversos textos publicados en mi blog “La Puerta de Damasco”, alojado en el portal Infocatólica.com, o en otros medios,1 evitando, en cualquier caso, el recurso al aparato crítico para que la lectura resulte menos complicada.

1 Cf G. Juan Morado, «La dimensión eclesiológica, comunitaria y celebrativa de la fe», en Scripta Fulgentina XXII (2012), 61-82; Id., «Carácter testimonial de la fe cristiana», en Revista Española de Teología 73 (2013), 429-444; Id., «Fe y caridad. De Porta Fidei a Evangelii Gaudium», en Telmus 6 (2013), 71-86; Id., «Los santos y el Santo: el Sol y las luces cercanas», en Liturgia y espiritualidad 45 (20014), 405-411.

No obstante, la diversa procedencia de los materiales con los que se ha edificado este pequeño ensayo no impide, a mi juicio, que posea una unidad temática de fondo y una estructura lógica en la sistematización de los contenidos, pese a alguna eventual reiteración.

Del acierto de este intento juzgará, en última instancia, el lector.

Guillermo Juan Morado