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© 2014, Nora Ortiz

© 2014, De esta edición: Nova Casa Editorial

Editor

Joan Adell i Lavé

Coordinación Editorial

Carlos Cote Caballero

Cubierta

Vasco Lopes

Maquetación

Martina Ricci

Impresión

QP Print

Revisión

Carlos Cote Caballero

Primera edición: Marzo del 2015

Depósito Legal: DL B 1411-2015

ISBN: 978-84-16281-33-6

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

Nora Ortiz

DOCE AÑOS Y UN DíA

Nova Casa Editorial

Sumario

I - Las tapias del cuartel

II - El Heraldo de Madrid

III - El Lyceum club

IV - El expediente

V - Días de verano

Vi - Cementerio civil

VII - Distracciones misteriosas

VIII - Justicia masónica

IX - Sol de invierno

X - La Casa del Pueblo

XI - Las niñas no son nada

XII - Profesión de fe

XIII - El cuartel de la Montaña

XIV - Madrid sitiado

XV - Una visita inesperada

XVI - el convento de las Adoratrices

XVII - Hablan las armas

XVIII - Más allá de los Pirineos

XIX - Fin del sumario

A mi madre, que un día fue la niña que ha inspirado alguna de estas páginas

I

Las tapias del cuartel

Tiene el honor de ser la capital situada a una mayor altitud sobre el nivel del mar. Asomados sobre el enorme promontorio, los caminantes que desfallecidos se acercan al lado norte de la ciudad, mirarán, sin duda admirados, el inusitado perfil de ciudad casi única en su género, rodeada completamente de murallas, según rezan algunas guías turísticas. Desde este punto en el que se detienen los forasteros la vista puede llegar a abrazar todo el conjunto urbano que, por otro lado, no es demasiado grande, aunque sí lo parezca a los ojos de este grupo que ahora mismo, así quietos como están, componen un motivo pictórico a medio camino entre el simbolismo y el realismo, personajes aquejados de una quietud de siglos que parecen petrificados como las murallas que se yerguen a sus espaldas. A pesar de su estatismo secular, esas figuras arquetípicas llegarán hasta la Puerta del Río Adaja por donde entrarán embozados en sus manteos, resguardados de las corrientes de aire que recorren las callejuelas y que reciben al visitante con sus lenguas afiladas en este mes de noviembre cruel como pocos en muchos años. Las gentes que aquí moran están acostumbradas al frío prácticamente perpetuo, sin embargo, este otoño está siendo más que frío, gélido, y además brumoso, evocando la clarividencia poética del calendario revolucionario que llamó Brumario al mes de noviembre. Desde hace bastantes días, la ciudad aparece envuelta continuamente en una masa gaseosa blanquecina entre la que asoman las aristas de sus piedras graníticas tan bien canteadas, a pesar de la indocilidad del material. Aquí todo es recio, diseñado para durar y para que no le afecten las veleidades de la modernidad, algo que a este entramado de calles tortuosas aún no ha llegado, como lo demuestra el grupo de forasteros que avanza por la calle Vallespín, dejándose el resuello en su aguda pendiente, con sus frazadas negras envolviendo sus maltrechos cuerpos, apoyados sobre cayadas de madera que marcan sus pasos con redobles antiguos. Dentro de poco llegarán a la plaza del mercado. Este es su destino y el de sus escasas mercancías que transportan en hatillos escuálidos. Allí se perderán entre la muchedumbre que accede a través de las calles aledañas. Una de ellas, que recientemente ha sido rebautizada como calle del Generalísimo, nos lleva de forma sinuosa pero sin perder el trazo hasta la Plaza del Mercado Grande adonde llegamos atravesando la puerta del Alcázar. Atrás quedó el recinto amurallado, sin embargo las calles que nos salen al paso no difieren en nada de las que los caminantes acaban de recorrer. Quien siga derecho antes o después tendrá que toparse con un indicador municipal que anuncia la calle del Duque de Alba. Aquí se suceden los conventos de curas y de monjas en la superficie y por debajo, en el inframundo, comunicados por esos túneles que facilitaban los encuentros prohibidos, leyendas urbanas de este urbanismo medieval que en su día debió ser próspero y pródigo en chismes y alcahueterías.

En esta calle de nombre tan imperial que recuerda un tiempo glorioso bañado en sangre, casi es imposible pensar en el Duque de Alba sin que a la mente lleguen imágenes truculentas de espadas degollando, salpicando sangre a la pantalla de nuestra memoria, se levanta casi al final una casa de dos pisos bastante modesta en la que viven cuatro familias, dos en los apartamentos de abajo, viviendas construidas casi a nivel de la calle, con una sola ventana que se asoma sobre la acera y varias estancias lóbregas hacia el interior, abandonadas la mayor parte del día por la luz natural. En cambio, las viviendas del piso superior son algo mejores. En una de ellas viven los dueños del edificio que alquilan el resto a tres familias. A estas horas en todo el edificio reina un silencio de casa abandonada y la única persona que queda en ella, en el piso de arriba, digamos en el principal, si es que en este modesto edificio llegan a tanto las distinciones de clase, procura no hacer ruido. Desde que llegó a mediados del año cuarenta y tres ha perfeccionado tanto el arte de la invisibilidad que a veces ella misma duda de su propia existencia. Su tía le advirtió severamente que no se anduviera con tonterías, ante todo discreción, les iba la vida en ello, no tenía más que decir, al buen entendedor… Y Elena, por supuesto, lo entendió perfectamente. Se instaló en el cuarto del fondo del pasillo, el que da al patio interior, sin abrir los postigos de la pequeña ventana a través de la que tantas veces, cuando era pequeña, había contemplado el ruinoso entramado de piedras que constituían el acueducto romano sobre el que a menudo había hecho equilibrios junto a sus primos, trepando por los pequeños escarpes que entonces le parecían cumbres alpinas, a la búsqueda de la fuente del Botón en la plaza Santa Ana, ni tan lejos ni tan cerca, justo a la medida de sus nueve años.

Habían pasado algunos meses que incluían un verano sofocante y un comienzo de otoño demasiado brumoso, casi atlántico, para lo que es habitual en la capital más alta de España, la que tiene la facultad de alzarse por encima de las nubes y acceder a la presencia de un cielo siempre azul, nítido y frío, prácticamente sideral. Elena lo sabe bien, nunca hasta ese año había sido tan consciente del paso de las estaciones y de los matices atmosféricos, por nimios que fueran, convertidos en las grandes novedades de su existencia. Un resquicio de sol en este noviembre ensombrecido podía constituir todo un acontecimiento. Si se producía ella tendría la suerte de contemplarlo a través de la ventana en cuyo ángulo se sitúa para ver sin ser vista: aún así, su tía siempre le grita para que se aparte del cristal. Solo entonces cae en la cuenta de dos cosas. Una, que por mucho que se esfuerce, sigue siendo visible y dos, que, aunque prefiere no pensarlo, se puede decir que, en efecto, es una reclusa. Una vez así se lo dijo a su tía, a lo que la señora contestó que con un canto en los dientes se podía dar si pensaba en todas las que había en la cárcel de Ventas, hacinadas, hambrientas, comidas por los piojos, en cambio ella, protegida y bien alimentada, agradecida tenía que estar. Entonces Elena sopesó las palabras de su tía y, bien mirado, puede que tuviera razón. Al fin y al cabo su cárcel no tenía barrotes, ni cerrojos, solo un inmenso territorio al otro lado de la ventana convertido en prisión y cementerio que disuadía todo intento de fuga.

Bien lo sabía ella. No estaba ciega como muchos de sus vecinos que vivían como si no pasara nada, agradeciendo este tiempo de paz, alabado sea Dios, por fin acabó todo aquello. Se referían a la guerra como algo muy lejano, como si hubiera sucedido en otro país pues a ellos no les había afectado directamente, no habían visto bombas caer sobre sus tejados, ni personas derrumbarse como muñecos trágicos alcanzados por un disparo. Tan solo las colas para conseguir la escasa comida racionada y las cartillas que guardaban a buen recaudo, auténtico tesoro en estos tiempos de escasez, les recordaban que algo había sucedido. Sin embargo, ese algo permanecía silenciado. Las noticias que voceaban los periódicos con encabezamientos de letras muy negras, casi agresivas, se limitaban a eventos de la nueva gloriosa España. La palabra España nunca había aparecido con tanta asiduidad en los diarios, más si cabe en esta ciudad meseteña tan española, tan castellana y por tanto tradicional, una historia tan larga y tan gloriosa no puede sino pesar sobre las conciencias de sus habitantes hasta convertirlos en piedra, como sus murallas. Es lo que le parecen a la joven Elena, estatuas andantes que atraviesan la calle del duque de Alba extrañamente veloces, escapando del relente que castiga este otoño, en algunos días transmutado en viento mortal que recorre la ciudad, especialmente esta calle que es larga y sinuosa y, como si fuera un río, recibe los aportes gaseosos de las bocacalles, igualmente enfurecidos, rápidos e implacables en su paso, haciendo volar todo lo que no se agarra con fuerza al suelo: así los velos de las dos mujeres que vuelven de misa ondean como si fueran banderas jubilosas hasta que han sido capaces de recoger sus misales bajo el brazo y disponer de las dos manos libres para sujetarlos.

Elena las ha contemplado desde la ventana casi divertida. Se las veía tan apuradas a las pobres con este viento entrometido que casi las levanta por los aires como si fueran novias de Chagall sobrevolando las iglesias rusas. Aquí también hay hermosas iglesias sobre las que sobrevolar, pero mucho se teme que la expresión de sus caras no sería de ensimismada placidez, sino de terror agudo. Hay que entender a estas gentes pétreas, tan pegadas a la tierra que jamás soñaron con levantar el vuelo y, si alguna vez lo hicieran, pensarían que es obra del maligno, que se lleva sus pecadoras carnes.

Elena se extraña de haber podido esbozar una sonrisa ante el breve espectáculo de la calle, casi siempre solitaria, sobre todo en estas horas de la mañana en que cada cual está a sus quehaceres, bregando como titanes para conseguir un salario mísero o para traer a casa algunos de esos alimentos que tanto escasean y que se disputan legiones de hambrientos. Decididamente, no hay motivos para reír, y menos ella que, aunque no tiene que salir a la calle a ganarse la vida, cualquiera diría que mantiene entre estos muros la condición de princesa a buen recaudo. Ganas no le faltan para salir ahí fuera y desafiar al viento con su cabellera al aire, sin mantillas ni peinetas, a cara descubierta, libre como hubiera dicho su padre, descarada como hubiera dicho su tía. Sin embargo, de momento se tiene que quedar metida en casa, tiene prohibido salir a la calle. Y quién lo dice, hubiera sido la pregunta, pero se la tragó como tantas últimamente por no parecer desafiante, no está el horno para bollos. Aceptó la prohibición que viene de sus tíos, mejor así, sin interferencias de las autoridades que sin duda saben de su existencia en esta casa pero de momento la han dejado en paz, y esto también tiene que agradecérselo a su tío y a un militar de alta graduación de los que comparte mesa y café en el casino con don Hipólito y al que debía algún favor, o tal vez no, puede que solo el compadreo entre hombres que se reconocen en ese proyecto de la una, grande y libre. En estos tiempos son frecuentes esas llamadas de teléfono entre altas instancias o conversaciones en despachos de difícil acceso entre un suplicante familiar y un todopoderoso perdonavidas que solo después de un largo silencio y una dura reconvención pone en marcha algún mecanismo para que, en este caso, Elena no acabe en prisión. Pero antes de marcharse, Don Hipólito sabe que tiene que escuchar algunas palabras sobre el gran favor que le hago, sobre todo para alguien que no lo merece, que debería pudrirse en la cárcel, siento que estemos hablando de su sobrina, don Hipólito, pero seguro que usted es consciente del mal que estos rojos han causado a esta sacrificada nación, así que átemela en corto, que no se le ocurra hacer tonterías.

Así es como Elena ha llegado a este particular encierro que tampoco se le puede llamar arresto domiciliario, por mucho que le da vueltas no encuentra un término legal para describir su situación. Sin embargo, piensa que debería haber alguno a juzgar por lo mucho que se usa en estos días esta inopinada privación de libertad. Aunque su cadena pudiera parecer larga, su alcance no rebasa los límites de esta ciudad, bien lo sabe la pobre Elena que se siente como un perro forzando la resistencia de una correa anclada a esta casa donde pasa casi todo su tiempo. En el fondo se alegra porque la otra opción era ingresar en un convento, plazas libres seguro que había a pesar de los tiempos que corren con tanta mujer descarriada y tanta religiosa deseando meterlas en vereda, pero estamos hablando de la tierra de Santa Teresa, aquí no faltan los cenobios de enormes dimensiones donde la hubieran hecho un hueco a poco que su tía hubiera insistido, que para eso lleva toda su vida recorriéndolos como si siempre fuera semana santa, prodigando dádivas no sin cierta ecuanimidad para evitar recelos, que aquí se sabe todo y ella, no faltaba más, presume de tener un agudo sentido de la justicia.

Pero con lo de su sobrina doña Remedios Luján, habida cuenta de la delicadeza de la situación, ha dejado hacer a su marido, siendo hombre sabe mejor cómo componérselas en estos casos de extrema gravedad, así se lo había dicho su marido y así lo había aceptado ella después de un cruce de miradas muy serias, casi dramáticas, tras del cual ella había bajado la cabeza con humildad, santo y seña de quien sabe reconocer la autoridad que en esta casa no se discute. En definitiva, que el destino de Elena ha estado en manos de esta pareja que de repente se siente con el poder de gobernar vidas ajenas y es sobre su sobrina sobre quien ejercen un gobierno, mezcla de responsabilidad familiar, deber cristiano y mandato judicial que les ha caído encima, aunque ellos siempre se acogen a la primera intención porque la familia es lo primero, la sangre, qué tendrá la sangre que nos llama con repique insistente, cómo iban ellos a dejar en la cuneta nada menos que a la pobre Elena, la hija única de la hermana de Remedios. Estas explicaciones se han convertido en la declaración oficial para la galería de personajes que ya se han percatado de que en casa de don Hipólito hay un huésped inesperado y con la cantinela familiar han puesto sordina a cuanto entrometido se acerca para saber al respecto.

De esta manera tan discreta ha aparecido Elena Luján en esta ciudad después de tanto tiempo, envuelta en silencio su llegada, como si la hubieran plantado de la noche a la mañana justo detrás de los cristales de la ventana que da a la Calle del Duque de Alba. Ayer no había nadie y hoy ha aparecido una mujer entrada en la treintena, todavía hermosa a pesar de la rigidez de estatua o precisamente por eso, porque el sufrimiento se ha llevado todas las emociones y solo ha quedado la materia, bien tallada, de rasgos regulares, una verdadera Nefertiti escapada del museo pero despojada de su esplendor, con esa chaqueta un poco descosida que tan grande le viene pues no es ni siquiera suya, gentileza de su tía que le da cobijo y abrigo y todo lo que se estaba apolillando en los armarios desde antes de la guerra, expresión que en este caso no implica tanta distancia temporal pero viene muy a cuento.

Y cómo venía la pobrecita, santo Dios, había exclamado la tía Remedios cuando llamaron a la puerta a las cinco de la mañana y era ella, escoltada por dos guardias civiles. Los hombres se limitaron a saludar de forma marcial y nos hicieron firmar unos papeles. Hipólito, el hombre, se encargó de todo el papeleo. Solo después de que se hubieran ido la tía Remedios abrazó a su sobrina. Hacía tanto tiempo que no la veía y con todo lo que había pasado, sin tener noticias suyas, habían temido por su vida. Las lágrimas brotan en cascada de sus ojos anegados, sin embargo, los de Elena están secos, se limita a dejarse abrazar, besar, como si fuera una niña pequeña que detesta las muestras de cariño de los mayores pero a la que han educado para que los soporte estoicamente. Así aguanta los envites de su tía esbozando alguna sonrisa de vez en cuando para no resultar demasiado arisca, pero lo cierto es que no está para muchas zalamerías después de todo lo que ha pasado, no se lo imaginan sus tíos, que la reciben como si les hubiera llegado por paquete postal. En su momento, don Hipólito se limitó a aceptar su venida a España y alojarla en su casa pero no ha preguntado más. Las vicisitudes, las amarguras y el desasosiego por la incertidumbre sobre su futuro quedan solo para ella y no puede ser de otro modo, no está para muchos relatos: si al menos fueran felices…, pero todo lo contrario. Acaba de pasar los peores días de su vida en un viaje de destino incierto, desde París, cuando los alemanes la deportaron a España. Fue la decisión que tomaron después de un arresto que duró algunas semanas y del que bien pudo haber salido directamente para algún campo de concentración. Ella sabe que ese ha sido el destino de muchos republicanos españoles, pero finalmente llegó un joven alemán hablando un estrafalario francés y le comunicó que volvía a España. Regresa a su patria, fräulein Elena, ¿no está contenta? Prefirió no responder ante una pregunta formulada con ironía insidiosa. Desde que los alemanes ocuparon París, Elena sabía que tarde o temprano esto podía suceder y aquí estaba este rubio y hermoso emisario portando una carpeta repleta de documentos donde habría informes, se imaginaba la joven, relativos a su persona, sobre sus actividades, su recorrido por tierras francesas desde enero de 1939, cuando atravesó la frontera como otros muchos españoles por Le Perthus y fue conducida a la orden de Reculez! Reculez! que proferían unos fornidos senegaleses para evitar que el inmenso y desastrado rebaño saliera del recorrido que inevitablemente les llevó a los campos de concentración junto a las playas: Argelès… Aquello fue duro pero al menos no estaba sola, siempre junto a Consuelo, su amiga y compañera.

El viaje que iba a emprender ahora era diferente. En primer lugar lo haría sola, no se puede contar como compañía la presencia perpetua del soldado alemán al que han encomendado que la deposite en la frontera junto con la abultada carpeta que narra en términos policiales su biografía, que sin duda recoge hasta los detalles más nimios, no en vano tienen fama estos teutones por su perseverancia, dotes de organización y trabajo minucioso. A Elena le asombra que su insignificante persona haya sido objeto de tan arduas pesquisas y, si eso lo multiplica por cada desarrapado español republicano que anda por ahí intentando sobrevivir, se le antoja una tarea titánica que estos alemanes parecen realizar casi con alegría de deber bien cumplido, de virtuosismo, de perfeccionismo enfermizo. Esta civilización no puede durar, se dice Elena. Por mucho que auguren mil años para este Tercer Reich, ella les da tres o cuatro a lo sumo, y no se equivoca, pero esta facultad adivinatoria no le alivia del temor que siente cuando camina junto a ese soldado al que imagina pertrechado de todo tipo de armas bajo el abrigo de cuero que tan magníficamente le cubre. Si nuestros soldados hubieran tenido estos abrigos ni de coña habríamos perdido la guerra, le espeta al soldado al tiempo que esboza una tímida sonrisa. El buen alemán se la devuelve sin asomo de inquietud porque no se ha enterado de nada y el rostro de la mujer le tranquiliza, incluso llega a compadecerse de ella, de lo desamparada que está, de lo que le espera. No es un secreto que la represión se ceba también sobre los repatriados ya sean voluntarios o forzosos, que al otro lado de la frontera les espera la cárcel o incluso la muerte. A Elena le aguarda el terreno enfangado de un campo de concentración en Miranda de Ebro, la miseria de barracones que respiran por los cuatro costados en este invierno de mil novecientos cuarenta y dos que parece no terminar nunca.

Sin embargo Elena no quiere recordar nada de lo sucedido. Procura trabajar sobre la construcción de una voluntaria amnesia antes que permitir que la memoria aniquile lo poco que le queda de entereza, de lo contrario se derrumbaría y todo podría suceder. Desgraciadamente nadie conoce sus límites, por eso a menudo el ser humano los sobrepasa sin darse cuenta. Mira por la ventana y el cielo está tan oscuro a las doce del medio día que dan ganas de volverse a la cama. Teme que los recuerdos se acumulen hasta formar un muro contra el que golpear la cabeza para hacerlos desaparecer y así, si no tuviera cabeza no tendría recuerdos, la liberación absoluta, tal vez la única posible. Elena comienza a recrearse peligrosamente en esa idea, pero de repente le asusta la paz que le proporciona y mira hacia otro lado. El salón de esta casa, de muebles de madera recia con sus tapicerías gastadas pero familiares, le acoge en un seno cálido como si volviera a la infancia. En una esquina el canario metido en su jaula no parece sentirse desgraciado, al contrario, salta de un palo a otro, se columpia, de vez en cuando baja a comer, mete su pequeña cabeza en el comedero y de tanto como la agita esparce alpiste sobre la mitad del suelo de la estancia. Entonces piensa Elena que tal vez ella también pudiera acostumbrarse a su nuevo espacio, de dimensiones limitadas y, como ese pájaro, ser feliz sin mayores pretensiones. Le pasma comprobar cómo su rebeldía se contrae a pasos agigantados a medida que se acomoda a su insignificancia. Los mecanismos de defensa se ponen en funcionamiento, ante todo se impone el instinto de supervivencia. A todo se acostumbra uno, solía decir su tía. Y en ese proceso estaba.

La campana del ángelus de la iglesia del convento de las Adoratrices le ha sorprendido como cada día seleccionando las lentejas. Las estrecheces del racionamiento no dan para más. Para colmo, las legumbres llegan a los hogares en tan mal estado que antes de ponerlas en la cazuela hay que realizar una concienzuda selección, apartando las vanas o los pequeños guijarros que las acompañan. De vez en cuando levanta la vista de tan delicada tarea, de ella depende que sus tíos no malogren su ya maltrecha dentadura, y mira por la ventana. De nuevo ha visto lo que tanto le acongoja, otra vez una mujer envuelta en su manteo negro, desgastado, flanqueada por dos chiquillos mal abrigados, en alpargatas, encogidos y quietos como estatuas, las miradas perdidas. Deben de haber venido de algún pueblo y, como tantos otros, esperan horas y horas delante del cuartel de la guardia civil a que alguien les venga a dar alguna noticia o que de pronto se abra el portón y puedan ver al marido, al hijo o al padre que ayer mismo detuvieron en los montes de algún pueblo de la sierra. Ahí permanecerán todo el día y toda la noche hasta que ya de madrugada lo vean salir con las manos esposadas, dando tumbos, cubierto de heridas todavía sangrantes y con las culatas de sus fusiles unas sombras de largos capotes verdes y tricornios imposibles le apremien para que suba a un camión que le llevará a la cárcel de la espadaña, la que está adosada a la muralla junto al arco que llaman de la cárcel, no hay más misterio en la denominación.

Casi todos los días Elena asiste desde su atalaya a un espectáculo parecido, las variaciones solo las ponen las palabras que gritan las mujeres cuando ven salir a sus hombres. Por mucho que se lo esperen sus gargantas no pueden escapar a la visión del reo empujado, zarandeado, sucio, ensangrentado, casi irreconocible, eccehomo siempre reinventado por los siglos de los siglos para quien siempre hay una magdalena que le enjuga la cara con un paño o al menos lo intentan porque, en este caso, los guardias no dejan que se le acerquen, ni siquiera existe el consuelo de una despedida con abrazo, solo unos gritos desesperados en la distancia que marca un parapeto de armas en ristre.

Un escalofrío recorre el cuerpo de Elena cuando mira las tapias del cuartel, incluso aunque no haya mujeres esperando. La sola visión de esos muros coronados de cristales rotos le produce pavor. De vez en cuando se abre el portón por donde salen los caballos y entonces se puede ver el patio y los pabellones adosados a los paredones de las calles adyacentes. Algunos días, los niños del vecindario que juegan siempre en la calle haga frío o calor aprovechan la entrada o salida de las caballerías para recorrer todas las instalaciones del cuartel, hasta se meten en la estancia donde pernoctan los guardias solteros y saltan de cama en cama o juegan a pillarse entre los largos pasillos, tú la quedas, y los demás, en desbandada por las cuatro esquinas, desaparecen en busca de un refugio seguro. Elena sabe todo esto porque se lo ha contado una de las hijas de la familia que vive en el piso de abajo, la segunda de los hermanos, una muchacha de ocho años muy lista y muy parlanchina, provista de una vitalidad que desborda. Con su corta edad recorre las calles con una cesta y la cartilla de racionamiento en busca de todo lo necesario. A veces enfila la calle del Duque de Alba hacia el mercado Grande para luego atravesar la calle San Segundo, cruzar el arco del Peso de la Harina y esperar la inmensa cola que ya da la vuelta por la catedral para conseguir los escasos decilitros de aceite que una señora con muy malas pulgas ha vertido en su garrafa después de sellar el cupón. Otros días su madre la manda a la cola de la leche, en otra ocasión a la de las telas, que también esta mercancía es objeto de racionamiento, y muy de tarde en tarde llega un cargamento de géneros muy básicos, percales y poco más, con los que el común de los mortales se las apaña con más o menos estilo, dependiendo de la habilidad de modistas advenedizas que siguen las normas del corte y confección según su modesto entender.

Desde que Elena ha llegado a Ávila en contadas ocasiones ha salido de casa, pero casi siempre se ha topado en el portal o en la calle con la niña de los vecinos que desde el primer día le habla como si la conociera de toda la vida. Por ella se va enterando de todo lo que sucede en el barrio. Le cuenta de sus juegos en el cuartel cuando los guardias están a lo suyo y los niños aprovechan para meterse como comadrejas por todos los agujeros, del solar contiguo, se ha fijado, señora, esas tapias por donde asoman los manzanos, ahí viven unos marqueses que tienen una hija impedida, dicen que fue cosa de la polio, una enfermedad que te deja paralítico para toda la vida, se imagina, señora. Elena asiente y se conmueve con los temores de la pequeña, tanto que procura conjurar el peligro de que tal cosa le sucediese a esta niña que le alegra el alma, a la que contempla casi con arrobamiento de madre cuando llega de la escuela embutida en un abrigo gris, de corte masculino, heredado de su hermano mayor, a él le queda ya pequeño pero sigue en funcionamiento, abrigando cada vez menos, dejando asomar por sus mangas dos bracitos delgados pero enérgicos, capaz de lanzar piedras a larga distancia, con sus coletas tiesas como dos alambres moviendo rítmicamente la pequeña cartera que seguramente alberga un único libro donde se encierra todo el conocimiento permitido a esa mente infantil que ha tenido la desdicha de vivir en estos tiempos de barbarie institucionalizada. Oscuro se presenta el porvenir para esta generación a la que pronto se le hurta el beneficio del saber.

Una vez concluida la minuciosa tarea de seleccionar las lentejas, Elena separa las indultadas y las pone en un puchero. El resto, que ni siquiera se le puede dar la categoría de lentejas, serán arrojadas al cubo de la basura. Pronto llegará su tía con la ración de azúcar que hoy se repartía y puede que alguna tableta de chocolate que ha adquirido a precio de producto de lujo en el mercado negro. Estos trapicheos consiguen levantar el ánimo de la señora Remedios que se siente afortunada cuando llega a casa y desenvuelve con mucho misterio la mercancía como si fuese un prestidigitador sacando conejos de la chistera. Puede que algún día lo del conejo sea algo más que pura metáfora y consiga uno para hacer un buen estofado, pero de momento hoy se conforman con las lentejas de vigilia. Últimamente en esta ciudad parece que la semana santa dura todo el año. Está claro que Dios, nuestro señor, quiere que hagamos penitencia por nuestros muchos pecados, suele decir la tía Remedios entre suspiros, y de esta forma tan categórica zanja cualquier protesta mundana sobre esta dieta alimentaria que tanto fastidia al señor Hipólito.

Elena atiza el fuego para que el puchero comience a hervir y de paso acerca las manos a la lumbre y consigue así, a través de las extremidades, que su cuerpo entero entre en calor. No es hora de poner el brasero todavía y, por lo tanto, la casa está fría, el viento otoñal se cuela por los marcos de las ventanas que no ajustan bien. La vivienda ya es vieja y nunca ha sido objeto de reparación alguna. De manera sigilosa se va deteriorando un poco cada día sin que nadie lo remedie, de manera que sus achaques se han vuelto más frecuentes y sus huesos crujen como los de cualquiera que tuviera más de cien años a sus espaldas. La joven escucha los ruidos que emergen de todos los rincones de la casa con atención desmedida, pero especialmente los que se producen más allá de la puerta de entrada, los que tienen lugar en la desgastada escalera cuyos peldaños de madera delatan los movimientos de todo el vecindario. A estas alturas es capaz de identificar los pasos de cada vecino, incluso los del bajo que apenas tienen que caminar unos metros por el portal y enseguida entran en su casa, pero la atención con la que escucha y, sobre todo, la preocupación que sigue suscitando cualquier sonido desacostumbrado, especialmente cuando oye pisadas por las estrepitosas escaleras y nota que no se detienen en la planta baja, le han convertido en una experta. Los de su tío y su tía ya los conoce y los espera, también el taconear cansino de la viuda de enfrente, apoyada sobre el pasamanos todo el tiempo, limpiándolo literalmente, incluso puede oír los jadeos de su respiración cansada, cómo introduce la llave lentamente y empuja la puerta que invariablemente emite un quejido sordo, de goznes mal engrasados, a modo de saludo. Los pasos rápidos de la señora del bajo izquierda también los conoce bien, no en vano se pasa todo el día entrando y saliendo, también los de sus hijos, especialmente los de Mercedes, su pequeña y graciosa confidente de coletas tiesas, que siempre canturrea alguna copla de moda mientras avanza por el portal con su caminar saltarín de bailarina de ballet, esta niña que en su vida habrá visto semejante espectáculo pero sabe desplazarse como si fuera discípula de la gran Paulova. Pobre niña Mercedes, por ser tan alegre y dispuesta le cae todo encima, especialmente el cuidado de sus hermanos menores: Lucía y el pequeño Miguel, de apenas tres años, que es un verdadero lastre para la niña, obligada a llevarlo a todas partes como si de una bola de preso se tratara. No hay manera de quitárselo de encima y además les ha salido chivato. Pocas frases coherentes sabe decir pero la que repite a todas horas es: vas a madre. Así que la niña acaba por levantarlo en vilo y llevarlo a donde sea, incluso a esas peligrosas incursiones dentro del cuartel, cuando saltan sobre los colchones de las camas de los solteros y se escabullen como lagartijas ante la presencia de algún guardia civil.

Recientemente también se ha ocupado el bajo derecha. Se trata de una familia desterrada de Valencia. No es la primera, hay unas cuantas repartidas por la ciudad. Algunas no son oriundas de aquellas tierras, emigraron a finales del treinta y seis, cuando el asedio de Madrid hizo huir a todo el gobierno, y ahora han sido devueltas a tierras castellanas. Otras en cambio, como esta, los Plá, son auténticamente valencianos como lo demuestra su apellido y su profesión: heladeros de larga tradición, sin embargo, en estas frías tierras y en estos duros tiempos no está el mercado para esas frivolidades veraniegas. El marido ha acabado de acomodador en el cine Avenida y la mujer, de taquillera. La hija, una joven de veinte años, trabaja como asistenta en casa de un pintor. Elena la suele ver en el portal pelando la pava con el novio que no es otro que uno de los hermanos de Concha, la mujer del ferroviario, los que viven en el bajo izquierda. No se imagina cómo puede caber tanta gente en un apartamento tan pequeño. A saber: el matrimonio y sus cuatro hijos, más dos hermanos jóvenes de ella, ferroviarios también. Constituyen una auténtica saga empleada en el ferrocarril pues, tiene entendido, que el padre de Concha también lo es. No es extraño que con tanta gente, los pasos en el portal se escuchen a diario, pero el corazón de Elena se aquieta cuando los oye detenerse en el bajo, se siente a salvo.

La tía Remedios acaba de llegar. Se sienta en un banco junto a la mesa de la cocina, jadeando, no tiene ya edad para andar trotando por ahí, pero a ver qué va a hacer. Se atusa el arriba España porque el viento ha descolocado algunos mechones escapados de la torre albarrana que constituye el peinado de moda. Pasados unos minutos de descanso, extrae del cesto todas las mercancías que ha conseguido y las deposita sobre la mesa. Tras una explicación prolija de la procedencia de cada una de ellas y de cómo su sagacidad ha estado muy presente en todas las transacciones, con un gesto de la mano indica a la sobrina que las guarde, cada cosa en su sitio, e inmediatamente Elena se dirige de la fresquera a la alacena disponiendo alimentos según su fecha de caducidad que en estos tiempos no se sabe, pero se intuye, no hay más que oler la carne que ya viene algo pasada, pero con un buen adobo y en la artesa de la habitación del fondo donde jamás ha entrado un rayo de sol y sí el frío seco, seña de identidad de esta tierra, la vida de los alimentos se alarga en un atisbo de eternidad rudimentaria, pero mucho más eficaz que la que prometen las neveras que ya empiezan a verse en algunas casas de muchos posibles.

Poco después llega don Hipólito contando las últimas noticias que ha leído pacientemente en el casino. Acerca sus manos al fuego de la cocina y levanta la tapa del puchero maquinalmente, de sobra sabe lo que hay, no es curiosidad por conocer el contenido, más bien lo hace como un acto reflejo. Se desprende del gabán, de la bufanda y el sombrero. La tía Remedios ya le tiene preparadas las zapatillas y el batín en la salita donde se sentará a esperar que esté lista la comida. Elena se afana en la cocina, abre cajones, remueve cubiertos, coloca platos sobre la mesa. Esta vez los ruidos no le han permitido espiar los pasos que ascienden por la escalera, que, para variar, no se han detenido en el bajo, sino que han seguido subiendo, amplificando el sonido de la madera al crujir, cada vez más cerca, hasta que se hace el silencio justo en el lado izquierdo del rellano, delante de la puerta de los señores Sánchez Luján. De repente suena el timbre. La tía Remedios se apresura a abrir la puerta, ya va, ya va, sin duda pensando que se trata de alguna vecina pedigüeña en busca de sal o cualquier otro descuido de última hora, de ahí su tono de voz en el que se agazapa un cierto enojo mal disimulado. Tan convencida está de la certeza de sus expectativas que se dirige a la puerta envuelta en su bata de guatiné tan deslucida y desgastada que no se le adivina el color ni la textura, para recibir a la vecina de enfrente no hace falta demasiada etiqueta. Sin embargo, su sorpresa es mayúscula cuando delante de ella se encuentra a un señor bien trajeado, cubierto por un buen abrigo de paño y tocado por un sombrero de fieltro de la mejor calidad. Cualquiera diría que estamos en tiempos de penuria. El que aquí se presenta no parece estar pasando apuros y es precisamente este andar por la vida tan bien arreglado lo que despista a la señora Remedios, que se queda mirando al recién llegado con la certeza de estar ante un rostro familiar pero sin terminar de reconocerlo.

—Buenos días, doña Remedios. ¿No me reconoce?

—Perdone usted, pero así de pronto… Y el caso es que su cara me suena —responde la interpelada comenzando a incubar una cierta preocupación que la sorpresa del primer momento había postergado.

Sin embargo, el hombre duda unos segundos en presentarse, se resiste a no ser reconocido por esta mujer que le ha visto crecer. Cosas de la edad, se dice, la vieja ya chochea. Pero no, en absoluto, en la mente de Remedios se hace la luz y su rostro se ilumina con el descubrimiento.

—Pues claro que me acuerdo. Pero si eres Paquito, el de la señora Encarna, la que cogía los puntos a las medias. Vamos, no te quedes ahí, pasa.

Pero la visita, que ya se verá que no es tal, no se anima a pasar. Es más, ante las palabras de la tía se queda un poco confundido como si no se reconociera en la sucinta biografía que de su persona acaba de oír. Lejos quedó lo de Paquito para alguien que ahora se hace llamar Don Francisco Romero Ventura, también borrada la profesión de su madre que jamás cogió puntos a las medias ni trabajó en nada que no fuera cuidar de su familia como buena y abnegada ama de casa.

—No paso, señora, porque mi presencia en esta casa no responde a ninguna visita de cortesía.

—Bueno, pues usted dirá lo que desea —repuso la tía con un hilo de voz, como si le ahogaran las palabras.

Mientras tanto, don Hipólito se llegó también hasta el vestíbulo, aguijoneado por la curiosidad de saber qué estaba pasando pues no parecía que se tratara de ninguna vecina y la hora, todo había que reconocerlo, no era propia para hacer visitas, máxime cuando familiares y allegados sabían que en esta casa los horarios son materia sagrada y pecado mortal andar molestando a las horas de las comidas. Le sorprendió ver a su mujer departiendo con un desconocido, pero cuando se acercó un poco más y enfocó la vista identificó al recién llegado.

—¡Paquito! Cuanto tiempo sin verte, hijo. Estás hecho todo un hombretón. Pasa, pasa.

—Me temo, Hipólito, que el señor no viene de cumplido —explicó la señora Remedios.

—No, don Hipólito, y lo siento muchísimo, pero son asuntos graves los que me traen hoy aquí —terció Don Francisco muy serio, evitando mirarles a los ojos —. Se trata de su sobrina. Traigo una orden de arresto contra ella.

El silencio cayó como una losa sobre el umbral de la puerta donde todavía se encontraba el trío como si estuvieran en tierra de nadie, ni dentro ni fuera, suspendidos en el tiempo a la espera de que alguien deshiciera el encantamiento.

—¿Qué sucede? — preguntó Elena desde el pasillo.

La voz de la joven desgarró el silencio, sin embargo, no obtuvo respuesta. Las miradas, que por un instante se habían vuelto hacia ella, buscaron rápidamente una huida hacia el suelo. No hizo falta ninguna explicación. A Elena le bastó ver la hoja mecanografiada que todavía sostenía el comisario en la mano para saber que tendría que buscar su abrigo y acompañarle sin más demora. Así solían ser las cosas. Aquí te pillo, aquí te mato.

Don Francisco pensó que le resultaría más fácil. Al fin y al cabo había pasado tanto tiempo… Pero cuando la vio al fondo del pasillo y comprobó lo poco que había cambiado fue como lanzarse en una caída vertiginosa por el túnel del tiempo para verla quince años atrás cuando era la chica madrileña que iluminaba los veranos de la ciudad de provincias, con sus aires capitalinos, enigmática, inaccesible…

Sin embargo no dice nada, ni siquiera se dirige a ella. El pasado quedó atrás, está definitivamente sellado, ahora es un hombre nuevo, desapareció el Paquito de entonces y por eso le incomoda sobremanera que todavía haya gente que le llame así. Para él es como si aquel joven siempre amedrentado, gorra en mano inclinándose ante los poderosos de este mundo, nunca hubiera existido o si existió solo fue para trazar un camino inevitable que le ha llevado hasta aquí, a la puerta de esta casa para ver a la niña altiva de otros tiempos salir para la comisaría. Otras torres más altas se ha visto caer, algunas incluso las ha aplastado con su bota. Así es la vida, a cada uno le pone en el lugar que le corresponde. Son pensamientos que siempre acuden a su mente en el momento oportuno para zanjar viejos dilemas morales, pero tan pronto como llegan desaparecen.

—Ya estoy lista —dijo Elena abrochándose el abrigo a la par que clavaba su mirada en el comisario—. Vaya, Paquito, parece que la vida te trata bien.

El aludido no contestó. Procuraba evitar cualquier atisbo de familiaridad y dejar que prevaleciera en todo momento el ejecutor de la justicia, el fiel servidor del régimen, este personaje importante en que se ha convertido. Ya nunca más Paquito, ya nunca más el hijo de la Encarna, la que coge puntos a las medias.