VIII

En la distancia Fatu fue sabiendo de su prima, no dejó de mantener el contacto con su médico. Las sesiones de quimioterapia Bakita las tuvo que realizar en Madrid. Es por eso que Jaled pidió una excedencia en el hospital y se instaló con Bakita y su esposa en la capital española. El tratamiento fue muy largo, pero Bakita mejoró bastante en todo. Fue dejando atrás aquella apariencia de niña y recuperando su personalidad, aunque nunca llegó a ser la misma.

Tras prácticamente un año llegó el momento de la separación, Jaled y su mujer tenían que volver a su hogar y no podían llevarse a Bakita con ellos, no era conveniente. La joven estaría mucho mejor viviendo con una familia de acogida que se había interesado por el caso. Jaled conocía a aquel matrimonio, en anteriores ocasiones habían acogido a niños saharauis en los meses de verano. Se sentían muy entusiasmados con poder ayudar a Bakita. Habían seguido muy de cerca el tratamiento, y habían pasado muchas horas tanto en el hospital como en casa del médico.

Llegaron a cogerle un especial afecto a la joven, por eso decidieron ocuparse y responsabilizarse del futuro de Bakita.

—Cuidaremos de ella como si fuera nuestra propia hija.

—No sabéis cuánto os lo agradezco, Bakita merece una buena familia que la quiera. Ha sufrido demasiado, es momento de que la felicidad llegue a su vida.

Bakita se curó completamente del cáncer. Adoptó una pequeña minusvalía debido a una deficiencia motora ocasionada por el coma, pero era una mujer con una gran vitalidad, y aquella experiencia no le impidió que apostara por confeccionar una vida llena de oportunidades. La familia de acogida se empeñó en que la joven continuase estudiando, lo cual ella aceptó con agrado, siempre le había gustado el aprendizaje y ahora que se sentía con fuerzas de nuevo quería realizar estudios y formarse en alguna materia que le resultase interesante y provechosa para su futuro.

Fatu supo de este cambio en la vida de Bakita, así que de vez en cuando la llamaba por teléfono a su domicilio en Madrid para saber de ella. Bakita siempre se alegraba muchísimo de oír la voz de su prima, era una de las pocas personas de su familia con las que continuaba hablando.

Pero el tiempo fue distanciando aquellas llamadas. Con el paso de los años las noticias de Bakita no eran muy esperanzadoras. Ella había sido muy feliz con aquellos padres adoptivos, pudo cursar sus estudios como educadora infantil y fue una joven muy querida. Su vida en Madrid le llenaba por completo, se fue aclimatando a la nueva cultura. No dejó de lado sus creencias religiosas ni sus costumbres, pero supo en todo momento compaginarlas con su nueva vida occidental. Pero aquel matrimonio que había cuidado de ella con decoro fue envejeciendo, hasta que la muerte vino a buscar a su nueva figura materna. Bakita vivió con mucha tristeza aquel acontecimiento, no le quedó más remedio que apoyarse en el hombre que había ejercido de padre, que tampoco dejaba de envejecer con el paso del tiempo. La vejez atrapó a aquel hombre de tal modo que Bakita tuvo que comenzar a plantearse abandonar aquel hogar.

Este matrimonio no había tenido hijos propios, pero sí unos sobrinos. Estos familiares siempre habían codiciado la fortuna de sus tíos, a los que veían como una pareja acomodada y adinerada; en cambio, a Bakita la veían como a una usurpadora extranjera que había venido a quitarles lo que les correspondía por derecho.

La buena conciencia de aquel matrimonio no les permitió pensar que quizá Bakita necesitaría de sus bienes cuando ellos faltasen, quizá pensaban que no faltarían jamás, marchando antes de lo esperado. Tampoco se llegarían a imaginar nunca que sus sobrinos acecharían en su lecho de muerte como aves de rapiña para adueñarse de sus pertenencias. Un alzhéimer acelerado no le dio tiempo al anciano a dejar el camino preparado y asegurado para su hija adoptiva, así que se fue casi sin darse cuenta. Entonces aquellas hienas sedientas del patrimonio familiar velaron al muerto con la alegría de ser los únicos herederos. Poco les importó el pasado de Bakita, poco o nada les importó que aquella joven inocente no tuviese a dónde ir en el futuro.

Bakita nunca valoró la vida material que aquellas buenas personas le ofrecieron, nunca le importó el dinero que pudieran tener. Ella se sentía afortunada por tener a alguien a su lado que la quería tal y como era, a alguien que la ayudó a olvidar su tormentoso pasado.

Tomó conciencia de su nueva realidad, convenciéndose de que no valía la pena enfrentarse a aquella familia. Si querían el dinero de sus tíos que se lo quedasen y que lo disfrutasen si era lo que querían. Ella consideraba que se llevaba la mejor parte, nada mejor que el amor que había recibido de ellos.

Pero de repente volvió a sentirse completamente sola, y sin saber muy bien por qué volvió a recordar a su familia saharaui. Ella no solía pensar en su pasado, incluso había cosas que había olvidado. Se había obligado a enterrar en el pasado aquellas palabras acusadoras por parte de Fatimatu y Ahmad. Siempre se negó a saber de su familia biológica, aunque de vez en cuando tenía alguna noticia de ellos. Le hacían llegar a través de terceros lo arrepentidos que estaban, que no podían vivir tranquilos con aquel remordimiento de conciencia, le pedían de mil formas posibles que los perdonase, pero Bakita nunca quiso enfrentarse a aquel pasado, aunque hubiera querido no hubiera sido capaz de perdonarlos.

Siempre pensó que en aquellos campamentos mucha gente no sabría lo que realmente había sucedido. Le aterraba lo que de ella habían llegado a pensar, sabía que siempre la habían visto como una mujer adúltera. Nunca podría volver, la vergüenza se había apoderado por completo de su alma. Se avergonzaba de que dudasen de su inocencia. Estaba al corriente de que su madre no habría sido capaz de dar explicaciones. Por medio de Fatu sabía que sus familiares quisieron mantener en silencio aquella culpa y que no quisieron decir nunca que Bakita había estado a punto de morir. La vergüenza debía corroerles el alma.

Pero Bakita tuvo sensaciones muy extrañas al volverse a quedar sola ante el mundo y comenzó a plantearse volver a su hogar. Quizá retomaría aquella vida que un día la hizo feliz, junto a aquellos niños que tanto necesitaban de sus enseñanzas.

Pensaba que quizá Dios quería que se encontrase ante su madre y fuera capaz de perdonarla.

No hubiera sabido explicar qué la llevó a tomar aquella decisión, pero después de muchos días pensando en su vida se dispuso a sacar unos billetes con una clara intención, viajar para recuperar parte de su vida.

En la última conversación que mantuvo con Fatu meses atrás, ésta le comunicó que Ahmad estaba muy enfermo, la cual cosa no la inmutó, ya que no sentía nada de aquel amor que había profesado en su niñez por su abuelo. Pero ahora, mientras volaba en aquel avión que la llevaba directa a su pasado, pensaba si aun llegaría a tiempo de ver a su abuelo, quizá también había llegado el momento de poder perdonarle.

En cuanto tomó tierra en el aeropuerto de Tinduf alquiló los servicios de un chófer que la llevó hasta El Aaiún. Un estremecimiento extraño le atravesó el alma cuando pisó aquella arena rojiza que tan bien conocía. Le vinieron muchos recuerdos adversos, unos protagonizaban momentos felices, en cambio otros le mostraban días tan amargos como la hiel. Después de varios minutos andando en un extremo silencio se atrevió a preguntar a unas mujeres que se encontraban preparando un té en el exterior de una jaima.

—¿Sabéis qué es de Ahmad, el pastor de dromedarios?

—Ahmad murió la semana pasada –le contestaron sin saber que aquella bella mujer era su nieta, aquella a la que un día todo el mundo tachó de pecadora.

Las mujeres se extrañaron, ya que Bakita permaneció en silencio y sin moverse de allí durante veinte minutos aproximadamente. Solo se limitaba a contestar con la cabeza cuando le preguntaban si estaba bien o si necesitaba alguna cosa.

La tristeza la fue invadiendo. Había llegado a sentir mucho rencor por su abuelo, pero en el fondo de su corazón necesitaba verle, mirarle a los ojos y perdonarle, pero aquel encuentro jamás se produciría.

Las últimas palabras que pudo dirigirle fueron al nombre tallado sobre una piedra.

—Ahmad, espero que en el cielo puedas enmendar tus culpas. Yo ya te he perdonado.

Después de hablarle llorosa a aquella tumba se acomodó en el tronco de un árbol que había relativamente cerca y bajo su sombra se dispuso a descansar. Se mantenía despierta, pero en un estado de letargo. Fue llevando su pensamiento al pasado hasta depositarlo en aquel lugar, bajo la sombra de aquel pequeño arbusto, el que los cobijaba cuando recorrían el desierto mientras iban al encuentro de pasto para los dromedarios. Recordó aquellos ojos azules de su abuelo, tan poco comunes en aquella zona. Recordó sus manos, sus palabras y sus gestos dóciles, y aquel cariño que mostraba por ella. Sus evocaciones eran bonitas y llenas de nostalgia. Incluso recordó a su abuela, aquella sumisa mujer que había dedicado su vida a su familia. La pobre también tuvo que sufrir mucho la determinación que Ahmad y Fatimatu tomaron en cuanto al castigo que le consagraron, pero accedió, Bakita no vio jamás un gesto de oposición ante aquella injusta decisión por parte de su abuelo. Pero qué más daba ahora, ya era demasiado tarde para seguir pensando en aquello.

Casi en estado de trance comenzó a oír la voz de su abuela mientras le contaba aquella historia, fue en la misma época que ella ayudaba a su abuelo con el pastoreo. Alguna noche habían dormido juntas, era entonces cuando su abuela le hablaba de su juventud.

Bakita hacía tiempo que quería escribir sus memorias, pensaba que sería un modo de deshacerse de las lagunas que se habían ido instaurando en su memoria, y le serviría también para poder reconciliarse con aquel pasado infernal. Quería dejar inmortalizado en papel aquel sufrimiento, quizá alguien algún día leyese su historia, a lo mejor podía llegar a otras personas que hubieran pasado algo parecido, a alguna pobre niña infeliz como ella, o a unos padres estrictos y rigurosos les enseñase a confiar más en sus hijas y a dejarse llevar menos por sus impulsos abusivos e intolerantes. La sociedad quizá debiera aprender con aquella injusta historia.

Sí, comenzaría a escribir, y lo haría antes de plantarse ante su madre, primero le haría leer aquellas páginas, para que letra a letra a través de sus ojos viera el sufrimiento que había coexistido en sus entrañas. Después verían si juntas podían llegar a un perdón profundo y verdadero.

Volvió a encontrarse entre camellos después de haber negociado con un vendedor ambulante que vivía en el mismo campamento que su madre en Auserd. Junto a él viajó hasta su casa –agradecía que ésta estuviera bastante alejada de la casa de su madre– y convivió seis largos meses con la familia del comerciante. Tenía el dinero suficiente para pagarles, ya que el tiempo que estuvo con sus padres adoptivos pudo acumular unos pequeños ahorros, los cuales ahora le facilitarían lograr su propósito. Se hizo con unos cuadernos y comenzó a escribir. Quiso empezar con aquel relato explicado tantas veces por su abuela y que de algún modo había quedado dibujado en algún rincón de su subconsciente.

«El 6 de noviembre de 1975 más de 350.000 civiles marroquíes avanzaron en lo que se denominó como Marcha Verde. Aquella marcha iniciada con carisma pacífico era todo un plan estratégico ideado por el rey Hasan II, ya que aquellos hombres estaban instruidos para mucho más que una marcha pacífica. Paralelamente, unos 25.000 soldados del ejército marroquí ocupaban la ciudad santa para los saharauis, Smara. Aquel ejército invasor no se encontró con la oposición del ejército español que custodiaba aquella frontera colonial. A pesar de que España había estado apostando por la autodeterminación del territorio saharaui, al encontrarse en plena transición, ya que el caudillo estaba agonizante, optó por el camino más fácil cediendo el territorio saharaui –como si les perteneciera– a Mauritania y Marruecos, que deseaban aquella tierra fructífera, llena de recursos naturales: yacimientos de fosfatos, uranio, cobre y oro, sumándose a la vez el petróleo a aquella gran codicia. La costa también ofrecía una ansiada riqueza en cuanto a bancos de peces.

Por todo aquel ambicioso pastel, Mauritania y Marruecos terminaron por ocupar el Sahara Occidental.

Aquella Marcha Verde provocó el gran éxodo del pueblo saharaui, escapando mayoritariamente hacia los campamentos para refugiados saharauis.»

A Bakita se le mojaban los ojos mientras trascribía las palabras de su abuela. De repente se olvidó de todo su dolor y conectó con el sufrimiento de aquella gente. Antes de poder seguir escribiendo lloró mucho recordando aquella historia que ella misma había vivido pero que rememoraba gracias al testimonio de su abuela, ya que ella era muy pequeña y no mantenía aquel recuerdo en su mente. Después de ponerse en escena y ser capaz de desahogarse, volvió a coger el lápiz y escribió tal y como recordaba las tristes palabras de Mbarka. Sabía que en aquella secuencia del pasado la intención de su abuela era muy clara, quería traspasar de forma oral aquella historia para que no quedase en el olvido.

«—Eras muy pequeña. Supimos que los marroquíes habían emprendido una marcha que bautizaron como verde, pero para nosotros los saharauis fue una marcha muy negra. Arrasaban con todo lo que se encontraban a su paso, no respetaban ni a mujeres ni a niños. Las noticias volaban tan rápido como aquellos soldados, por eso en nuestros hogares supimos que teníamos que partir si queríamos mantenernos a salvo. Yo era joven y valiente, no me imagines entonces como una vieja anciana débil y arrugada, lo que ves ahora ha sido una transformación fruto del paso del tiempo.»

Bakita recordaba la mirada orgullosa de Mbarka mientras hablaba segura de sí misma y de lo que había sido en el pasado.

«—Cogí a varios nietos de mis hermanas, a ti y a nuestra cabra. No tuve miedo de adentrarme con vosotros en el arduo y nocturno desierto, temía mucho más a las manos asesinas de aquellos militares. Todo el mundo que podía corría hacia territorio argelino, Argelia era nuestra aliada y nos acogería sin controversias. Pero el ejército marroquí nos perseguía pisándonos los talones. En nuestra escapada dos de los niños desaparecieron. Sidi y Llahdih se quedaron atrás, mientras corríamos por el desierto tenía esperanza y pensaba que nos reencontraríamos con ellos en suelo argelino. Sidi solo tenía un año más que tú, durante la escapada pasamos cerca del hogar de unos familiares, él tenía que avisarlos y escapar junto a ellos, pero nunca más supe ni de aquellos familiares ni de Sidi.»

Bakita escuchó muchas veces a Mbarka relatar aquella triste historia, su abuela siempre se detenía en este punto y sollozaba. Se enjugaba las lágrimas con la tela de su melfa y continuaba.

«La cabra nos fue sustentando durante el trayecto, pobre bestia, no solo nos daba su leche, cuando los más pequeños estabais demasiado cansados os montaba sobre su lomo y así íbamos avanzando kilómetros y kilómetros por el desierto. Pobre animal, cuan agradecida le estuve, de no ser por ella todos hubiéramos muerto. Cuando el hambre empezó a hacer mella en nuestros cuerpos tuve que sacrificarla. Gracias a eso sobrevivimos a la dureza del desierto.

Caminábamos todos muy cansados y a veces os retrasabais en el camino, pero siempre lograbais avanzar y continuábamos unidos. Llahdih, el mayor de mis nietos, fue el que se extravió durante la huida. Nos escondíamos durante el día y durante la noche avanzábamos. Una de esas noches él despareció, quizá paró a descansar y se quedó dormido, y yo continuaría sin mirar atrás hasta darme cuenta demasiado tarde de que ya no seguía con nosotros. Dios quiso que a él sí que lo encontráramos sano y salvo al llegar a Argelia. El Frente el Polisario se había organizado y desplegado por el desierto y ayudaba a todo aquel que se encontraba con serios problemas. Con sus jeeps iban recogiendo a decenas de personas que quedaban desamparadas en el desierto, sobre todo mujeres, ancianos y niños y los llevaban hasta los campamentos en territorio argelino.»

Bakita recordaba hacerle varias veces la misma pregunta: ¿Qué era el Frente el Polisario? Su abuela le explicaba que eran hombres de bien, un movimiento que surgió con el propósito de alcanzar la independencia cuando estaban bajo dominio español.

«Muchos de ellos eran estudiantes saharauis, y Bassiri, un licenciado en periodismo fue su líder. Él era un hombre partidario de la no violencia que creía en la democracia. Pero el Frente Polisario tuvo que mantenerse en la clandestinidad, ya que la dictadura franquista no autorizaba el movimiento. ¿Sabes cuántos afiliados deben de haber en este momento, Bakita? Casi 5.000. ¡Pobre mártir! –continuaba–, en junio de 1970 el Frente Polisario se manifestó en contra de la colonización española, imagínate Bakita, la legión española reprimió aquel acto de forma violenta. La versión policial decía que detuvieron a Bassiri y que lo expulsaron a Marruecos, pero los saharauis sabemos que lo llevaron a un campo de dunas donde lo fusilaron.»

A Bakita le resonaban mucho aquellas palabras, «eran hombres de bien».

Muchas veces se preguntaba de dónde había sacado su abuela toda aquella información. Bakita sabía que su abuela había sufrido mucho durante aquella época de dominio, todas aquellas vivencias la llevarían a ella y a otras tantas mujeres a hacerse preguntas y a querer la libertad de su pueblo. Por eso apoyarían a aquel movimiento de liberación y sabrían tanto como sus maridos, algunos combatientes por la liberación del Sahara Occidental. Así pues, en 1976 el Frente Polisario declaró la guerra a los países ocupantes, ya que la situación era insostenible, toda aquella gente reprimida en territorio ocupado por Marruecos, sin mencionar las condiciones infrahumanas en las que ya vivían los saharauis en los campamentos para refugiados en Argelia.