EL ARTE DE VIVIR SIN MIEDO

V.1: mayo de 2017


Título original: Coraggio!

Publicado originalmente en italiano por Giangiacomo Feltrinelli Editore.


© Gabriele Romagnoli, 2016

© de la traducción, Andrea Carroggio, 2017

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2017


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Ático de los Libros

C/ Mallorca, 303, 2º 1ª

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ISBN: 978-84-16222-51-3

IBIC: VS

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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EL ARTE DE VIVIR SIN MIEDO

Gabriele Romagnoli



Traducción de Andrea Carroggio

1

Sacco (A) 1936

(en nombre de la civilización)


En Navidad del año 2015, la mujer a la que considero mi segunda madre (Franca, se llama) me hizo un regalo que no esperaba. No estaba envuelto, no llevaba cintas ni lazos. Venía en un estuche de piel rojiza gastado por el tiempo. De forma rectangular, con las iniciales FC impresas. Me lo entregó como si se tratara de algo frágil, como si contuviera algo muy valioso, y realmente así era: contenía una historia. Desabroché un botón, lo abrí y vi, descansando sobre el terciopelo rojo, una pequeña placa (o una gran medalla, según cómo se mire) de bronce, también rectangular. La imagen grabada era la de un ángel (de sexo claramente femenino), que coronaba con laureles a un hombre, desnudo y arrodillado. La primera línea de la inscripción decía: «Aux Héros de la Civilisation», a los héroes de la civilización. Abajo, un nombre (o mejor dicho, un apellido) y una fecha: «Sacco (A) 1936». Franca parecía conmovida. Comenzó a hablar de lo que ella llamaba el «premio Carnège», pronunciado así, a la francesa. Volví la placa y, efectivamente, leí la inscripción «Fondation Carnegie 1909». Debajo: el perfil de Andrew Carnegie.

El nombre te sonará, sobre todo si te gusta la música y has ido alguna vez a un concierto en el Carnegie Hall de Nueva York. Fue uno de los hombres más adinerados, no solo de su tiempo, sino de la historia. Su patrimonio, si lo convirtiéramos a moneda actual, le haría merecedor de uno de los cinco primeros puestos de la lista Forbes. Era inmigrante: emigró desde Escocia a Estados Unidos, y, ya como ciudadano norteamericano, comenzó a trabajar desde los puestos más humildes hasta labrarse una gran fortuna. Dicen que Walt Disney se inspiró en él para crear el personaje del Tío Gilito. Solo que, a diferencia del Tío Gilito, Carnegie no era avaro. Cuando cumplió sesenta y cinco años, vendió todos sus negocios y se dedicó solamente a dos ocupaciones: la escritura y la filantropía. Amaba las palabras, pero todavía más los hechos. En el dorso de la medalla, bajo el perfil, se leía la inscripción «Obsequio de un ciudadano americano en agradecimiento por los gestos de valor en Francia». Existen fundaciones gemelas en otros países europeos, Italia entre ellos. Todos los años premiaban a gente que había destacado por su valentía y generosidad. En 1936, concedieron uno de estos galardones a Sacco (A).

Se llamaba Antonio. Era lo que Franca recordaba. Y poco más: que era su tío abuelo. Había emigrado, se marchó de Turín para encontrar trabajo en Francia, en Carcasona, creía recordar. En 1938, la familia italiana recibió la noticia de que había muerto en circunstancias poco claras y que ella, que entonces era solo una niña de siete años, no me supo reconstruir. La hermana y la sobrina de Antonio —su abuela y su madre, respectivamente— acudieron al funeral y la llevaron con ellas, pero solo llegaron hasta la frontera. Allí, el oficial de aduanas alegó que hacía falta un permiso paterno para que la niña saliera del país. De lo contrario, podrían acusarlas de intento de secuestro. Mientras la madre y la abuela buscaban la manera de convencer al funcionario, la niña vio un perro y se puso a jugar con él despreocupadamente.

«Dejádmela estos dos días, la cuidaremos mi mujer y yo. Y el perro», propuso el oficial. Realmente, eran otros tiempos, de prohibiciones y confianza hoy olvidadas, como la vida de Antonio Sacco. Madre y abuela partieron y, dos días después, volvieron con aquel estuche de piel rojiza. Al parecer, el tío Antonio había muerto como un héroe.

¿Cómo?

Su sobrina, ahora más que octogenaria, sacudió la cabeza. No lo sabía. Su madre no se lo había contado, o ella era demasiado pequeña para recordarlo. Había hecho algo, un acto heroico, pero ¿cuál? Había sido un héroe civil, ahora reducido a una inicial. Su gesto, ahora olvidado, había valido la corona de laurel de un ángel sobre la cabeza de un hombre desnudo, arrodillado, humilde, un emigrante entre miles, perdido en el tiempo.

En ese momento, nació no solo la idea, sino la necesidad, al menos para mí, de escribir este libro. Porque, cuando uno se pone a escribir, siempre acaban por invadirle las dudas sobre lo que está haciendo: ¿será realmente, ya no importante, sino, como mínimo, oportuno escribir sobre esto? Y luego están las historias necesarias, como esta.

Vivimos en la era del miedo. En muchos libros de éxito aparece la palabra miedo impresa en la cubierta. Los diarios publican reportajes sobre «el miedo en la sociedad». Y tú lo lees y te contagias, y anulas ese viaje a Viena, Ámsterdam o Estambul, sin recordar la historia de aquel hombre que vio la Muerte entre la multitud y, para esquivarla, huyó a Samarcanda, donde la Muerte lo estaba esperando (seguramente, pensó que la Muerte prefería otros destinos, como Estambul, Ámsterdam o Viena, por ejemplo). Este es un libro sobre el valor, en letras minúsculas, sobre la humildad de aquellos que han demostrado tenerlo, sobre el espíritu cívico y el sentido del deber, sobre la calidad del ser humano.

Es una oración civil, una invocación tenue y, quizá por ello más potente, en nombre de un hombre que, al final, quedó reducido a una inicial (la A), perfecta para comenzar.


He intentado reconstruir su historia empezando en París, ya que, de todas formas, París es una ciudad de obligada visita cuando se trata de hablar de valor.

París siempre tiene un lugar en todas las historias: en la mía, en la tuya, y en la de todos. Mi familia tiene dos ramas: una ha infligido sufrimiento, y la otra ha sufrido. Entre ambas ramas no hay ningún tipo de relación, al menos no directa. En la rama que ha sufrido eran cuatro hermanos: al primero lo mataron en el campo de concentración de Mauthausen, adonde fui, décadas después, y me puse a pensar: de haberme encontrado en esta situación, habría preferido el papel de víctima al de verdugo. Aunque hubiese vuelto a nacer cien veces, las cien habría preferido ser víctima que verdugo, incluso sintiendo una especie de piedad hacia quien no podía ser redimido por ningún futuro. Al segundo hermano lo torturaron y mutilaron los nazis, y luego se casó con Stella, una astróloga encantadora. El tercero pasó gran parte de su vida en las cárceles fascistas. Y el cuarto consiguió huir a Francia y vivió el resto de su vida en París. No volvió nunca, convencido de haber encontrado un lugar mejor, en el que jamás tendría que someterse a un régimen. Quizá se engañaba, puesto que sí, amaba la libertad, la igualdad y la fraternidad, pero jamás se consideró un fugitivo, sino un hombre que había escogido su ciudad. Y no se sintió culpable por haber sobrevivido indemne. Amó a su mujercita francesa, vivió su vida con humildad, dedicándose a oficios manuales. Vivió en una casa modesta de los suburbios. Se rio mucho. Leyó. Murió. No salvó a nadie. Excepto a mí. Me enseñó el amor por la libertad, el derecho a perseguir lo que se desea, el deber de respetar al prójimo, para que el prójimo te respete a ti. Amaba París porque en París la gente se respetaba, y yo amé París con él.


Cuando llego a París, en lugar de dirigirme directamente al archivo donde esperaba encontrar la verdad sobre el fin de Antonio Sacco, pido que me lleven al Bataclan, el local que sufrió el ataque de estado islámico el viernes 13 de noviembre de 2015, una sala de conciertos donde encontraron la muerte ochenta y siete personas. Entre ellas, una chica italiana llamada Valeria Solesin. Las crónicas de la masacre, los testimonios de los amigos, aunque confusos, cuentan así lo ocurrido: cuando entraron los terroristas y comenzaron los disparos, Valeria y su novio se tumbaron en el suelo boca abajo, para esquivar las balas que pasaban por encima de sus cabezas. Permanecieron en esta posición por lo menos una hora, con la cara contra el suelo, por donde empezaba a correr la sangre de las víctimas, respirando lentamente y con el corazón a mil por hora, cogidos de la mano. Después, pasado un tiempo que pareció infinito, ella se levantó y corrió hacia la salida, tratando de salvarse. Fue entonces cuando una ráfaga de balas la alcanzó, y puso fin a su vida.

Y yo me pregunto: ¿cuál fue el momento más duro de su corta existencia? En mi opinión, fue la hora que pasaron boca abajo, oyendo los disparos de las armas de fuego, los gritos, sintiendo el olor de la muerte ajena, esa hora en la que el miedo los devoraba por dentro. Luego vino ese minuto en el que ella se levantó y lo intentó: corrió hacia su posible salvación. Por desgracia, no lo consiguió, pero en aquel breve espacio de tiempo, volvió a vivir como un ser humano. Porque los seres humanos no estamos hechos para vivir boca abajo. Dejamos atrás nuestros orígenes animales, evolucionamos, nos alzamos y empezamos a caminar, con la cabeza erguida hacia la luz. Si cedemos a los miedos, viviremos siempre mirando al suelo, respirando polvo, con la incertidumbre del futuro negándonos también el presente. Si nos levantamos y corremos hacia lo que queremos (la vida misma), pese a que no tenemos garantías de éxito, estaremos reafirmando nuestra dignidad, nuestro derecho a vivir de la única manera posible: en pie, con la cabeza bien alta, mirando hacia la luz. Creo que a los que te dicen lo contrario, es decir, que vivas con el miedo en el cuerpo y la cabeza gacha, en realidad no les interesa enfrentarse a los que atentan contra la libertad disparando en una sala de conciertos. Al revés, necesitan de su existencia: son su enemigo, pero a la vez su aliado. Unos amparan la existencia de los otros, a expensas de destrozar nuestras vidas con el miedo.

Aún no sé qué hizo exactamente Antonio Sacco en 1936, pero estoy seguro de que se levantó y buscó su salvación, si no para sí mismo, para un tercero. Y eso fue lo que lo convirtió en hombre. No se rindió. No tenía trabajo en Italia, y emigró a Francia para encontrarlo. Valoraba su vida, pero la arriesgó. Eso es lo que caracteriza a un hombre. Y luego lo proclamaron héroe de la civilización. Pero ¿qué es la civilización? ¿Por qué existen los conflictos de civilizaciones? Solo existe una civilización posible: la del respeto, la dignidad y la libertad. Está formada por hombres y mujeres que se ven reflejados en estos principios y los ponen en práctica, sin miedo a las consecuencias. O temiéndolas, pero aun así eligiendo ser fieles a sus principios. Porque puedes y debes armarte de valor.

Sin embargo, siempre te han enseñado lo contrario: ya es hora de que te rebeles contra esa idea.

Mi abuela era Job

(en el ocaso de la vida)


En París, descubro que la Fondation Carnegie ya no existe. Cerró en 2006. Se acabaron los fondos americanos y los franceses no creyeron necesario proseguir con el catálogo de valientes. Esto también es un síntoma negativo: como si no fuera importante y necesario continuar transmitiendo el ejemplo, educar en el valor, demostrar que aún existen personas valientes.

En junio de 2004 fui de peregrinaje al norte de Francia, a las playas de Normandía, donde cincuenta años atrás desembarcaron dos millones de hombres para liberar Europa de los nazis. Pertenezco a una generación que no ha combatido jamás en una guerra y desciendo de otra que solo conserva de ella recuerdos de infancia. Solo la conozco, pues, a través de la memoria de los ancianos o de reconstrucciones cinematográficas. En Salvar al soldado Ryan, el director Steven Spielberg recrea el Día D, el 6 de junio de 1944, ofreciéndonos por primera vez una imagen verosímil y escalofriante de lo que sucedió en aquellas playas. Consigue ese efecto situando la cámara a la altura de los ojos de los soldados que avanzaban hacia la lluvia de balas. No pueden retroceder: a sus espaldas tienen el mar. Solo pueden ir hacia adelante, caminando sobre los cuerpos ya caídos, esperando que un proyectil no se cruce en su camino, reuniendo toda su fuerza y valor.

Cuando era pequeño, un anciano vecino de donde vivíamos, un hombre tranquilo llamado Giuseppe, me contó: «En la guerra, cada paso que das, cierra el camino que dejas a tu espalda. No tienes elección, pase lo que pase». En la película Enemigo a las puertas, un oficial llama de dos en dos a los soldados rusos a los que se encomienda la defensa de Stalingrado, y les va entregando un fusil por pareja, advirtiéndoles: «El primero llevará el fusil y avanzará, el segundo irá detrás. Cuando el primero muera, el segundo recogerá el fusil y seguirá». No dice «si muere», sino «cuando muera». Eres el primero, coge el fusil, venga. ¿Cómo lo haces? No tienes elección. Cada paso que das te cierra el camino a tu espalda. Las elecciones pueden ser lujos o errores. Es preciso contar con un código de conducta preestablecido que asigne una manera de proceder a cada situación. El señor Giuseppe explicaba que un camarada suyo recibió un balazo mientras avanzaba en el campo de batalla. Cayó herido sobre la alambrada, que le atravesó el vientre, y empezó a desangrarse. Giuseppe se inclinó sobre él, constató la imposibilidad de salvarlo, lo miró a los ojos suplicantes y supo interpretar el mensaje que había en ellos. Entonces, envolvió el cañón del fusil en el abrigo de su compañero, de modo que ocultara el gesto y el sonido, y disparó. Y siguió. No hubo medallas, pero sí valor. En tiempo de guerra, el valor se presupone: es un deber. Un periódico francés, en 1946, escribía: «La Fundación Carnegie nos enseña a no ignorar, en tiempos de paz, los actos que no tienen ocasión de brillar en el campo de batalla». Las batallas no terminan con las guerras. Giuseppe volvió de la guerra y se convirtió en un hombre tranquilo dedicado a la jardinería. De su pasado como soldado no quedó ni rastro.

Otro prototipo de hombre tranquilo sería don Abbondio, el cura que abre la novela de Alessandro Manzoni Los novios. Cuando los bravos, los esbirros del terrateniente de la zona, salen al encuentro de don Abbondio y lo amenazan, este se asusta. Y, tras la advertencia, exclama obedientemente: «¡Este matrimonio no se debe celebrar!», y cancela la boda de los dos jóvenes, Renzo y Lucia. Su postura moral recibe una justificación por parte del autor, o por lo menos un atenuante, que el mismo don Abbondio utiliza cuando pronuncia la siguiente frase: «El valor, uno mismo no se lo puede infundir».

Y con esto, quedamos todos absueltos, excusados, exentos de aprobar en las asignaturas de religión o ética. Hay una diferencia entre el ser y el tener que ser. Pasar del primero al segundo supone un esfuerzo que, por desidia, obviamos. Acabamos por convencernos de que la opción de ser es más válida, de que es incluso más ética y natural. ¿Por qué esforzarse y desobedecer a la propia naturaleza? Lo afrontamos de forma, por decirlo de alguna manera, homeopática, sin aplicar la ruda química de la superestructura. Hemos repudiado esta superestructura, como si se tratara de una imposición maligna. Cuando era pequeño y vivía mis primeros amoríos, supe por los mayores que los celos eran un sentimiento prohibido. ¿Por qué? Eran «fascistas», expresaban «un concepto de posesión del otro que estaba prohibido y condenado». Me adapté, sufriendo, porque, creo que, en mayor o menor medida, todos tenemos celos. Finalmente, terminé por dar rienda suelta al sentimiento, quizá porque comprendí que era natural y, en pequeñas dosis, incluso aceptable.