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Colección: Recursos educativos

Serie: El diario de la educación

Título 1: Coeducación, apuesta por la libertad

Primera edición en papel: marzo de 2107

Primera edición en papel: mayo de 2107

© Marina Subirats Martori

© de la introducción: Eduard Vallory

© de la clausura: Gemma Lienas

© de esta edición:

Ediciones OCTAEDRO, S.L.

C. Bailén, 5 – 08010 Barcelona

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ISBN (papel): 978-84-9921-931-8

ISBN (epub): 978-84-9921-950-9

Traducción: Manuel León Urrutia

Diseño y producción: Editorial Octaedro

Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila

Realización, producción y digitalización: Editorial Octaedro

Para Ivet y Jèssica, Marcel y Teo, Elina y Laia, Martí y Anna.

Y para todos los que, como ellas y ellos, están aprendiendo a ser quienes son.






¡Ah, si yo pudiera entrar hasta el mismo centro del mundo de mi niño para elegir allí un placentero refugio! […]


¡Ah, si yo pudiera caminar por el sendero que cruza el espíritu de mi niño y seguirlo aún más allá, más allá, fuera de todos los límites! Hasta donde mensajeros sin mensaje van y vienen entre Estados de reyes sin historia, donde la razón hace barriletes de sus leyes y los lanza al aire; donde la verdad libera a las acciones de sus grilletes.

Rabindranath Tagore, La luna nueva.

Introducción. (Re)humanizarnos

Eduard Vallory

What

massacre

happens to my son

between

him

living within my skin

drinking my cells

my water

my organs

and

his soft psyche turning cruel.

Does he not remember

he

is half woman.

Nayyirah Waheed

Creo firmemente que todos los hombres tenemos la obligación moral de ser feministas. El feminismo es la antítesis del sexismo –que justifica la desigualdad política, económica, jurídica y social de las mujeres respecto de los hombres–. Precisamente por eso, porque en los aspectos políticos, económicos, jurídicos y sociales los hombres hemos disfrutado y seguimos disfrutando de privilegios injustificados de amplio alcance por encima de las mujeres, y también porque hemos convivido con agresiones sistémicas a las mujeres hechas por hombres, los hombres tenemos la obligación moral de ser feministas.

Se me podría rebatir que es una obligación moral que, ciertamente, se extiende a toda discriminación: de origen, etnia, cultura, creencia, perfil socioeconómico u orientación sexual. Pero resulta que entre todas y cada una de estas discriminaciones, en todas y cada una de las sociedades, la discriminación de género es una constante transversal. Sin ir más lejos, un informe del Parlamento explica que son las mujeres las que tienen más contratos a tiempo parcial y más precarios (90 %), porque penalizamos la maternidad en lugar de protegerla; que hay entre un 19 % y un 22 % de diferencia salarial a favor de los hombres; que persiste la feminización de la pobreza y que aumenta a medida que la mujer envejece; que las mujeres representan el 60 % de los titulados universitarios, el 11 % de los cargos directivos, el 8,2 % de los miembros de los consejos de administración y el 4,5 % de las direcciones generales, y que incluso las organizaciones de la sociedad civil están dirigidas en un 90 % de los casos por hombres.

Estos datos contienen un mensaje relevante para los hombres: la verdadera igualdad comportaría que como mínimo el 45 % de los directores generales actuales dejaran de serlo; que el 40 % de los actuales responsables de sociedad civil dejaran de serlo, y que el 39 % de los cargos directivos empresariales dejaran de serlo. Y este mensaje resuena en el fondo de muchos hombres a quienes les da pánico la verdadera consecuencia de la igualdad.

Hay ámbitos en los que se ha ido mejorando, básicamente gracias a las cuotas. Durante un tiempo pensé que las cuotas eran una mala práctica, porque situaban a las mujeres en posiciones no en función de su valía, sino porque tocaba. Me di cuenta de mi error gracias a los argumentos de Neus Torbisco y al comprender lo que Marina Subirats explica muy bien en este ensayo: el origen de la desigualdad es fundamentalmente cultural. Y solo la podremos cambiar generando un cambio cultural. Las cuotas, instrumentos de transición después de siglos de desigualdad incrustada, contribuyen a él. No solo por una cuestión de imagen, de percibir que ser mujer y ser presidenta, directiva, jueza, alcaldesa, catedrática, creadora de opinión –decisora, en definitiva– es perfectamente posible y tendría que ser normal: también, porque todas y cada una de las decisiones que se toman en nuestra vida pública que tienen que ver con el sesgo de género –políticas, laborales, legislativas, judiciales, comunicativas– están afectadas por el hecho de que la mayoría de los que deciden son hombres.

Existe un tercer elemento que va más allá de la posición social y de la capacidad de decidir. Se trata del elemento de la violencia nacida de considerar legítimo que los hombres podamos disponer de los cuerpos de las mujeres. Vivimos en un país donde una de cada cuatro chicas sufre una agresión sexual antes de los 17 años, y en un mundo donde las agresiones sexuales a mujeres son el pan de cada día en todas partes. A partir de ahí, la larga lista de la vergüenza: violaciones y culpabilización de la víctima por cómo vestía o cómo se comportaba; acosos sexuales en todos los niveles sociales, en particular en los laborales; humillaciones con respecto al cuerpo que no cumple los estándares de belleza; maltrato doméstico y asesinatos de género; menores forzadas a «matrimonios» que legitiman la dominación y la violación de niñas, y un largo etcétera. Escribo esto en 2016, cuando Estados Unidos acaba de elegir presidente a una persona que ha presumido públicamente de cometer acoso sexual a mujeres, proclamando, además, que esta es la manera de tratarlas.

Digo todo esto porque los hombres no podemos seguir ignorando nuestra complicidad pasiva con esta realidad, una realidad que nos ha otorgado privilegios no merecidos por el mero hecho de haber nacido con un sexo determinado. La lucha por la verdadera igualdad de género no es una lucha de las mujeres. Tiene que ser una lucha de los humanos que compartimos una idea básica sobre la decencia.

Ahora bien, la aportación que hace Marina Subirats con su ensayo va mucho más allá. Porque se adentra en los miedos más íntimos de los hombres, en nuestras frustraciones, en nuestras angustias, y nos muestra que esta desigualdad que nos da tantos privilegios no lo hace gratuitamente. Creo que para hablar de esto es preciso que antes asumamos la realidad del sufrimiento, y muchas veces del horror injusto e inaceptable, que sistemáticamente sufren las mujeres por el solo hecho de serlo. Pero también hemos de hablar de eso.

El ensayo de Marina explica cómo las primeras formas de identidad sexuada se adoptan antes de los 3 años y están relacionadas con el género –es decir, con el constructo cultural–, no con los genitales. Los niños crecemos con la referencia del héroe, y de nosotros se espera la fuerza, la competitividad, el ganar. Se nos niega el miedo, la debilidad, el fracaso –«los hombres no lloran»–,1 y a la vez, también, el afecto, la sensibilidad o la belleza. A través del mensaje de que todo lo que es femenino es vergonzante, a los hombres se nos despoja de rasgos fundamentales de la existencia humana.

Así como los chicos crecemos aprendiendo que se nos gratificará cuanto más fuertes, astutos y ganadores seamos, las chicas crecen con el mensaje del atractivo como valor máximo. Se pueden permitir la hermosura, el afecto, los sentimientos, pero a expensas de ser evaluadas únicamente en cuanto que objetos de admiración y deseo por parte de los otros. De ahí viene la jerarquía: los chicos valoran, las chicas son valoradas; y, por lo tanto, aprenden a usar el atractivo ante los hombres como instrumento para alcanzar objetivos. Así, el valor de las chicas es caduco, porque es estético, mientras que el de los hombres aumenta con el tiempo. De aquí emerge también la hipersexualización de niñas que entienden que lo que se valora de una chica es que sea sexi, y así se inicia su progresiva transformación social en objetos sexuales, junto con la normalización para tantos hombres de la idea de que los cuerpos femeninos les pertenecen.

Si bien convertirse en un simple objeto de atracción es del todo degradante, muchos hombres nos sentimos igualmente ahogados por la demanda permanente de demostrar nuestra virilidad en las formas más diversas y en todos los ámbitos. Uno de ellos, no menor, resulta de una visión reduccionista de la sexualidad. Porque la otra cara de la moneda de la cosificación de la mujer, de enviar fotos de desnudos por el WhatsApp, de la pornografía o de la normalización de la prostitución son los anuncios en portada de los diarios deportivos que prometen solucionar las disfunciones eréctiles o la eyaculación precoz. Sin erección, ¿dónde está la virilidad? Sin penetración, ¿dónde está la sexualidad? Y así, miles de hombres secretamente humillados perpetúan el círculo vicioso jactándose, cosificando todavía más a las mujeres o ensañándose contra chicos homosexuales por atreverse a romper el estereotipo masculino, contra chicas lesbianas por osar prescindir de los hombres para disfrutar sexualmente, o contra transexuales, quienes hacen saltar por los aires la idea de género.

Otra forma de presión social con que se pretende demostrar la virilidad es el afán de ganar a toda costa, justificando cualquier hipoteca, en particular las personales. Me ha impresionado conocer mujeres altamente preparadas que han preferido no dar la batalla por el «poder» porque creían que no compensaba el sacrificio personal que requería. Quizás son cosas como esta lo que ha llevado a hablar de la necesaria «feminización» de la política o de la empresa, expresión que se refiere al hecho de introducir en ellas nuevos aires propios de las mujeres, más amables, menos agresivos.

Aun así hace tiempo que pienso que denominamos «feminización» a lo que es, de hecho, una «humanización». Porque estos valores supuestamente «femeninos» no dejan de ser mensajes vitales como los que lanza el expresidente uruguayo Pepe Mujica: «La vida es corta y se nos va; y ningún bien vale tanto como la vida». Y esta realidad se nos muestra nítida cuando a un hombre de 40 años le diagnostican que le quedan seis meses o un año de vida. ¿Cuáles son las nuevas prioridades vitales, cuando la finitud se explicita? ¿Y qué hace, entonces, el padre autoritario, el directivo exitoso, el presidente poderoso, con la fuerza, el ganar, la superioridad?

La pregunta sobre el género es, en realidad, una pregunta sobre cómo queremos vivir la vida. Sobre qué consideramos justificable sacrificar para qué finalidades. Y por eso es pertinente preguntarnos de qué modo se genera el cambio cultural necesario en la cabeza de chicas y chicos y, específicamente, qué papel juega la educación. De hecho, mi toma de conciencia sobre la perjudicialidad de los roles sociales de género procede de mi experiencia educativa en el escultismo, donde la vivencia de la coeducación fue un componente fundamental. En cambio, sé que Marina Subirats no halló una diferencia tan grande entre su experiencia en el escultismo y la que vivió en la escuela, porque en la Escuela del Mar se encontró con una aproximación educativa muy similar, donde más que transferencia de conocimientos se buscaba formar integralmente a la persona.

De hecho, nuestra normativa vigente sugeriría lo mismo, ya que establece, por ejemplo, que «la finalidad de la educación secundaria obligatoria es la adquisición de las competencias clave que permita a todos los alumnos: a) Asegurar un desarrollo personal y social sólido con relación a la autonomía personal, la interdependencia con otras personas y la gestión de la afectividad». ¿La afectividad, como primera finalidad competencial clave en secundaria? ¿Dónde radica, pues, el problema?

La Unesco explica que el conocimiento es la manera en que los humanos aplicamos el significado a la experiencia (Repensar la educación, 2015). Tradicionalmente, sin embargo, nuestro sistema educativo solo lo ha entendido como la suma de informaciones y de conceptos: todo aquello que se puede transmitir a través del maestro o del libro de texto y que se memoriza o se mecaniza. Así, la Unesco puntualiza que, además de la información y los conceptos, el conocimiento contiene otros dos componentes: las habilidades, y las actitudes y valores. La cooperación es una habilidad. La aceptación de la diferencia es una actitud. Y ni habilidades ni actitudes y valores se adquieren memorizando: las primeras requieren práctica y los segundos, vivencias.

Pero el planteamiento va más allá. Cuando el currículo de secundaria establece como finalidad «la adquisición de las competencias clave que permita a todos los alumnos asegurar un desarrollo personal y social sólido», se está refiriendo a dotarlos de capacidades para dicho desarrollo. Por ello, la Unesco dice que la educación es el proceso deliberado de desarrollar competencias adquiriendo conocimientos de forma que se puedan aplicar en contextos relevantes. No hay competencias sin conocimientos; pero si se limita a la transmisión de informaciones y conceptos, la educación no podrá capacitar a los niños y las niñas para ser actores de su propio crecimiento ni para resolver situaciones reales, como lo son todas las relacionadas con el género.

Una última reflexión. El cambio cultural que nuestro sistema educativo tendría que contribuir a generar a través de la coeducación no consiste ni en hacer que las chicas adopten los roles de género masculino de fuerza, competitividad y agresividad ni en que los chicos se conviertan en objetos valorados solamente por su estética. La idea es crecer desde el respeto auténtico por el otro y desde la aceptación de la diferencia, así como dejar de imponer comportamientos artificiales que rechazan la propia naturaleza del ser humano. Como dice el sobrecogedor poema de Nayyirah Waheed, se trata de no olvidar ni de dónde venimos ni dónde acabaremos, antes de que nos anuncien el fin. Y que ello nos posibilite construir unas vidas con dignidad y con sentido, para nosotros y para los demás.

1. En una entrevista reciente al ministro de Educación Méndez de Vigo, le preguntaron qué recordaba de algún maestro. Y respondió: «El profesor Galán era profesor de Matemáticas, pero mejor profesor de la vida. Recuerdo que un compañero llegó tarde a clase y el señor Galán le echó una bronca monumental. Aquel chico (13 años) se echó a llorar y el señor Galán le dijo: “Fulanito, los hombres solo lloran cuando les deja la novia o se muere su padre”. A mí, aquello me produjo una gran impresión, y cuando murió mi padre, hace muchos años, yo lloré desconsoladamente porque tenía la sensación de que el señor Galán me daba permiso desde el cielo» (El Mundo, 5/10/15). La total normalidad con la que lo relata el máximo responsable de la política educativa española lo dice todo. El chico ha de ser inmune al propio sufrimiento y solo el amor o la muerte (¡del padre!) permiten excepciones.