EL COLOSO DE MARUSI

 

 

 

HENRY MILLER

 

Traducción de Carlos Manzano

Título original: The Colossus of Maroussi

Diseño de la cubierta: Edhasa, basada en un diseño de Pepe Far

Ilustración de cubierta: Shutterstock

Primera edición impresa: septiembre de 2014

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© 1941 by Henry Miller

© de la traducción: Carlos Manzano, 2014

© de la presente edición: Edhasa, 2014

Avda. Diagonal, 519-521

08029 Barcelona

Tel. 93 494 97 20

España

E-mail: info@edhasa.es

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita descargarse o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra. (www.conlicencia.com; 91 702 1970 / 93 272 0447).

ISBN: 978-84-350-4643-5

Producido en España

Notas

1 Referencia al libro de Sherwood Anderson, The Triumph of the Egg. A Book of Impression from American life in Tales and Poems, de 1921.

2 Véase una buena relación en los Papers Relating to the Foreign Relations of the U.S., 1922, publicado por el Departamento de Estado en 1938, vol. 2.

3 Rezaba así: «Se pide urgentemente al público que no exhiba emoción indebida alguna ante la presentación de estas escenas horribles.» Igual podrían haber añadido: «Recuerden que se trata simplemente de chinos, no de ciudadanos franceses».

APÉNDICE

Justo después de haber escrito la última línea, el cartero me entregó una carta característica de Lawrence Durrell de fecha 10 de agosto de 1940. La adjunto para rematar el retrato de Katsimbalis.

«Los campesinos están tumbados por doquier en cubierta y comiendo sandía; el zumo corre por los canalones. Es una enorme multitud que va en peregrinaje hasta la Virgen de Tinos. Acabamos de salir del puerto en condiciones precarias, explorando el horizonte en busca de submarinos italianos. Lo que de verdad he de contarte es la historia de los gallos del Ática: enmarcará tu retrato de Katsimbalis, que aún no he leído, pero parece maravilloso desde cualquier punto de vista. Es así. La otra noche fuimos todos a la Acrópolis, muy bebidos y exaltados por el vino y la poesía; era una negra noche calurosa y con el coñac la sangre nos hervía. Nos sentamos en las escaleras fuera de la gran puerta, pasándonos la botella, Katsimbalis recitando y G... llorando un poco, cuando de repente a K. le dio como un ataque. Se puso de pie y gritó: “¿Queréis oír la historia de los gallos del Ática, malditos modernos?” Su voz tenía un tono histérico. No respondimos ni él esperaba respuesta alguna. Echó una carrerita hasta el borde del precipicio como una reina de las hadas, una robusta y negra reina de las hadas, con su traje negro, echó atrás la cabeza, se colgó el bastón en el brazo herido y lanzó el más aterrador alarido que he oído en mi vida. ¡Quiquiriquí! Resonó en toda la ciudad: algo así como un cuenco obscuro moteado de luces como cerezas. Rebotó de cerro en cerro y volvió hasta debajo de las paredes del Partenón... Nos sentimos tan conmocionados como mudos nos quedamos. Y, mira por dónde, cuando aún seguíamos mirándonos en la sombra, desde la distancia de una claridad plateada en la obscuridad un gallo somnoliento contestó... y después otro y luego otro. Aquello excitó a K. como loco. Ahuecándose como un ave a punto de alzar el vuelo y batiendo las partes bajas de su chaqueta, lanzó un grito tremendo... y los ecos se multiplicaron. Gritó hasta que las venas le sobresalían por todo el cuerpo y parecía un gallo abatido y destrozado de perfil, aleteando en su estercolero. Gritó histéricamente y su auditorio en el valle aumentó hasta que por toda Atenas llamaban y llamaban como clarines y le respondían. Al final, presa de la risa y la histeria, tuvimos que pedirle que parara. La noche entera estaba viva con cantos de gallos: toda Atenas, toda el Ática, toda Grecia, parecía, hasta que casi me imaginé que tú, despìerto y sentado a tu escritorio al anochecer en Nueva York, oías aquel tremendo atronar nítido: el canto de gallo de Katsimbalis en el Ática. Fue épico: un gran momento y puro Katsimbalis. ¡Tendrías que haber oído aquellos gallos, el frenético salterio de los gallos áticos! Soñé con ello las dos noches siguientes. El caso es que vamos camino de Míkonos, resignados ahora que hemos oído los gallos del Ática desde la Acrópolis. Me gustaría que lo escribieras... forma parte del mosaico...»

LARRY

PARTE PRIMERA

 

De no haber sido por una muchacha llamada Betty Rian, que vivía en la misma casa que yo en París, jamás habría ido yo a Grecia. Una noche, mientras tomábamos una copa de vino blanco, se puso a hablar de sus experiencias de viajera por el mundo. Yo siempre la escuchaba con gran atención, no sólo porque sus experiencias eran extrañas, sino también porque, cuando hablaba de su nomadeo, parecía pintarlas: todo lo que describía se me quedaba grabado como cuadros preciosos de un maestro. La de aquella noche fue una conversación peculiar: empezamos hablando de China y la lengua china, que ella había empezado a estudiar. No tardamos en encontrarnos en el norte de África, en el desierto, entre pueblos de los que yo nunca había oído hablar, y después, de repente, ella se encontraba sola e iba caminando junto a un río, la luz era intensa y yo la seguía lo mejor que podía con un sol cegador, pero se perdió y yo me vi errando en una tierra extraña y oyendo una lengua desconocida para mí. Esa muchacha no es exactamente una narradora de cuentos, pero es una artista a su modo, porque nadie me ha presentado jamás el ambiente de un lugar tan perfectamente como ella el de Grecia. Mucho después, descubrí que donde se había extraviado –y yo con ella– había sido cerca de Olimpia, pero en aquella época era para mí simplemente Grecia, un mundo de luz como nunca había soñado y nunca esperaba ver.

Durante varios meses antes de aquella conversación, había estado yo recibiendo cartas desde Grecia de mi amigo Lawrence Durrell, que se había instalado casi permanentemente en Corfú. Además, sus cartas eran maravillosas y, sin embargo, un poco irreales para mí. Durrell es un poeta y sus cartas eran poéticas; me creaban cierta confusión, porque el sueño y la realidad, lo histórico y lo mitológico, estaban magistralmente mezclados. Más adelante iba a descubrir por mí mismo que dicha confusión es real y no se debe enteramente a la facultad poética, pero en aquel momento pensaba que lo hacía a propósito, que era su forma de persuadirme a fin de que aceptara sus repetidas invitaciones para que acudiera y pasase allí una temporada con él.

* * *

Unos meses antes de que estallara la guerra, decidí tomarme unas largas vacaciones. Para empezar, hacía mucho que quería visitar el valle del Dordoña. Así, pues, preparé la maleta y tomé el tren para Rocamadour, adonde llegué una mañana temprano, hacia el amanecer y con la luna aún reluciente. Fue una ocurrencia genial por mi parte haber hecho la gira por la región del Dordoña antes de sumirme en el brillante y antiguo mundo de Grecia. Ya simplemente la vislumbre del negro y misterioso río en Dômme, desde el famoso farallón del extremo de la ciudad, es algo de lo que sentirse agradecido durante el resto de nuestra vida. Para mí, ese río, ese país, pertenecen al poeta Rainer Maria Rilke. No es francés ni austríaco ni europeo siquiera: es el país del encanto, que los poetas delimitan y que sólo ellos pueden reivindicar. Es lo más próximo al Paraíso a este lado de Grecia. Llamémoslo, como concesión, el paraíso de los franceses. En realidad, ha de haber sido un paraíso durante muchos miles de años. Creo que debió de serlo para el hombre de Cromagnon, pese a las pruebas fosilizadas de las grandes cuevas que indican unas condiciones de vida bastante desconcertantes y aterradoras. Yo creo que el hombre de Cromagnon se instaló allí porque tenía una inteligencia extraordinaria y un sentido muy desarrollado de la belleza. Creo que en él el sentido religioso estaba ya muy desarrollado y, aunque viviera como un animal en las profundidades de las cuevas, allí floreció. Creo que esa gran región apacible de Francia será siempre un lugar sagrado para el hombre y que, cuando las ciudades hayan acabado con todos los poetas, será el refugio y la cuna de los poetas por venir. Repito que para mí fue de lo más importante haber visto el Dordoña: me infunde esperanzas para el futuro de la raza, para el futuro de la Tierra misma. Puede que algún día Francia deje de existir, pero el Dordoña seguirá vivo, exactamente como los sueños viven y alimentan el alma de los hombres.

* * *

Tomé el barco para el Pireo en Marsella. Mi amigo Durrell iba a esperarme en Atenas y llevarme hasta Corfú. En el barco había muchas personas del Levante. Inmediatamente me fijé en ellas y las preferí a los americanos, franceses e ingleses. Sentía un fortísimo deseo de hablar con árabes, turcos, sirios y demás. Tenía curiosidad por saber cómo veían el mundo. La travesía duró cuatro o cinco días, lo que me brindó tiempo suficiente para familiarizarme con aquellos a quienes estaba deseoso de conocer mejor. De forma totalmente casual, el primer amigo que hice fue un estudiante griego de Medicina, que regresaba de París. Hablamos en francés. La primera noche estuvimos haciéndolo hasta las tres o las cuatro de la mañana, más que nada sobre Knut Hamsun, del que, como descubrí, los griegos eran unos apasionados. Al principio, me pareció extraño estar hablando sobre ese genio del Norte, mientras navegábamos por aguas cálidas, pero aquella conversación me reveló en seguida que los griegos son un pueblo entusiasta, lleno de curiosidad y apasionado. La pasión: eso era algo que durante mucho tiempo había echado de menos en Francia; no sólo la pasión, sino también el carácter contradictorio, la confusión, el caos: todas esas admirables cualidades humanas que redescubrí y aprecié de nuevo en la persona de mi nuevo amigo, y también la generosidad. Casi había llegado a pensar que esta última había desaparecido de la Tierra. Allí estábamos, un griego y un americano, con algo en común, pese a ser dos personas muy diferentes. Fue una introducción espléndida a aquel mundo que estaba a punto de abrirse ante mis ojos. Antes de avistar el país, estaba ya prendado de Grecia y de los griegos. Comprendí por adelantado que era un pueblo cálido, hospitalario, de fácil acceso y trato.

El día siguiente, trabé conversación con los otros: un turco, un sirio, algunos estudiantes del Líbano, un argentino de origen italiano. El turco me inspiró antipatía casi al instante. Tenía una manía con la lógica que me enfurecía. Además, era mala lógica y vi en él –como en los demás, con todos los cuales discrepé intensamente– el espíritu americano en su peor expresión. Estaban obsesionados con el progreso; más máquinas, más eficiencia, más capital, más comodidades: no hablaban de otra cosa. Les pregunté si habían oído hablar de los millones de personas desempleadas en los Estados Unidos. Hicieron caso omiso de la pregunta. Les pregunté si se daban cuenta de lo vacíos, inquietos y desdichados que eran los americanos con todos sus lujos y comodidades debidas a las máquinas. Se mostraron insensibles a mi sarcasmo. Lo que querían era el éxito: dinero, poder, un lugar al sol. Ninguno de ellos quería regresar a su país; por alguna razón, todos ellos se habían visto obligados a regresar contra su voluntad. Decían que en su país no había vida para ellos. ¿Cuándo comenzaría la vida?, quise saber. Cuando tuvieran todas las cosas con que contaban los Estados Unidos o Alemania o Francia. Según deduje, la vida estaba compuesta de cosas, de máquinas principalmente. Sin dinero, la vida era imposible: había que tener ropa, una buena casa, una radio, un coche, una raqueta de tenis y demás. Les dije que yo no tenía ninguna de esas cosas y era feliz sin ellas, que había dado la espalda a los Estados Unidos precisamente porque esas cosas nada significaban para mí. Me contestaron que yo era el americano más extraño que habían conocido, pero les caí bien. No se separaron de mí en toda la travesía y me acribillaron con toda clase de preguntas, que respondí en vano. Por las noches me reunía con el griego. Pese a su adoración de Alemania y del régimen alemán, nos entendíamos mejor, mucho mejor. También él quería, naturalmente, ir a los Estados Unidos algún día. Todos los griegos sueñan con ir a ese país para hacer unos ahorrillos. No intenté disuadirlo; le ofrecí un panorama de los Estados Unidos, tal como yo los conocía, tal como los había visto y experimentado. Pareció asustarlo un poco: reconoció que nunca había oído hablar así de ese país. «Ve», le dije, «y lo verás por ti mismo. Puede que yo me equivoque, sólo te estoy contando lo que conozco por experiencia propia». «Recuerda», añadí: «Knut Hamsun no lo pasó bien precisamente allí ni tampoco tu adorado Edgar Allan Poe...»

Había un arqueólogo francés que volvía a Grecia y estaba sentado a la mesa delante de mí; podría haberme contado muchas cosas sobre Grecia, pero no le di ninguna oportunidad; desde el instante mismo en que le puse la vista encima, me desagradó. En realidad, el tipo que más me gustó durante la travesía fue el italiano procedente de la Argentina. Era, más o menos, el hombre más ignorante que había conocido en mi vida y encantador. En Nápoles, desembarcamos juntos para tomar una buena comida y visitar Pompeya, de la que él nunca había oído hablar. Pese al agobiante calor, disfruté con la excursión a Pompeya; si hubiera ido con un arqueólogo, me habría aburrido como una ostra. En el Pireo desembarcó conmigo para visitar la Acrópolis. El calor era aún peor que en Pompeya, cosa bastante dura. A las nueve de la mañana, debía de hacer cincuenta grados al sol. Apenas habíamos llegado a la puerta del muelle, cuando caímos en manos de un astuto guía griego que hablaba un poco de inglés y francés y prometió enseñarnos todo lo interesante por una suma modesta. Intentamos averiguar cuánto quería por sus servicios, pero fue en vano. Yo me sentía demasiado agobiado por el calor para hablar de precios; montamos en un taxi y le dijimos que nos llevara directamente a la Acrópolis. Yo había cambiado mis francos por dracmas en el barco; el fajo que me había metido en el bolsillo parecía enorme y pensé que podía afrontar la cuenta, por exorbitante que fuera. Sabía que iba a estafarnos y lo esperaba con gusto. Lo único que tenía sólidamente grabado en la cabeza sobre los griegos era que no se podía confiar en ellos; si nuestro guía hubiese resultado ser magnánimo y caballeroso, me habría sentido decepcionado. En cambio, mi compañero no dejaba de estar muy preocupado por la situación. Iba a seguir hasta Beirut. Mientras avanzábamos con aquel polvo y aquel calor sofocantes, me parecía oír en realidad sus cálculos mentales.

El recorrido desde el Pireo hasta Atenas es una buena introducción a Grecia. Nada hay atractivo en él. Te hace preguntarte por qué has decidido ir a Grecia. El escenario resulta no sólo árido y desolado, sino también aterrador. Te sientes desposeído y saqueado, casi aniquilado. El conductor era como un animal al que hubiesen enseñado milagrosamente a manejar una máquina loca: nuestro guía no cesaba de indicarle que fuera a la derecha o a la izquierda, como si nunca hubiesen hecho el viaje juntos. Yo sentía una inmensa compasión por el conductor, que también sería –lo sabía– estafado. Tuve la sensación de que no sabía contar hasta más de ciento y también que, si se lo indicaran, se dirigiría a una zanja. Cuando llegamos a la Acrópolis –fue absurdo ir allí inmediatamente–, había varios centenares de personas por delante de nosotros asediando la puerta. En aquel momento, el calor era tan terrorífico, que lo único en lo que yo pensaba era en dónde podría sentarme y disfrutar de un poco de sombra. Encontré un lugar ligeramente fresco y esperé allí, mientras el tipo argentino recibía lo que le correspondía por su dinero. Después de habernos puesto en manos de uno de los guías oficiales, nuestro guía se había quedado en la entrada con el taxista, porque, en cuanto nos hubiéramos saciado con la Acrópolis, iba a acompañarnos hasta el templo de Júpiter, el Teseion y otros lugares. Naturalmente, no llegamos a visitarlos. Le dijimos que nos llevara a la ciudad, nos buscase un lugar fresco y pidiera unos helados. Cuando aparcamos delante de la terraza de un café, eran las diez y media, más o menos. Todo el mundo parecía hecho polvo por el calor, incluso los griegos. Tomamos el helado, bebimos agua helada y luego más helado y más agua helada. Después de eso, pedí té caliente, porque de pronto recordé que, según me había dicho alguien en cierta ocasión, el té caliente refresca.

El taxi estaba parado junto a la acera y con el motor en marcha. Nuestro guía parecía ser el único a quien no le importaba el calor. Supongo que pensaba que nos refrescaríamos un poco y después empezaríamos a trotar de nuevo por allí, contemplando ruinas y monumentos al sol. Al final, le dijimos que queríamos prescindir de sus servicios. Contestó que no tenía prisa ni nada particular que hacer y le encantaba acompañarnos. Le dijimos que ya habíamos tenido bastante por aquel día y preferíamos pagarle. Llamó al camarero y pagó la cuenta de su bolsillo. No cesábamos de insistir en que nos dijera cuánto le debíamos. Parecía de lo más reacio a decírnoslo. Quería que le dijésemos cuánto valían, en nuestra opinión. Le respondimos que no sabíamos... preferíamos que decidiera él. Entonces, tras una larga pausa y tras mirarnos de pies a cabeza, mientras se rascaba la cabeza con el sombrero echado para atrás y se enjugaba la frente, anunció suavemente que, a su juicio, con 2.500 dracmas cuadraría la cuenta. Lancé una mirada a mi compañero y le dije que abriera fuego. Naturalmente, el griego estaba totalmente preparado para nuestra reacción y eso es –debo confesarlo– lo que de verdad me gusta de los griegos, cuando son astutos y taimados. Casi al instante dijo: «Bueno, muy bien, si no creen que mi precio sea justo, díganme cuál les parece a ustedes». Así lo hicimos. Le propusimos uno tan ridículamente bajo como alto era el suyo. Pareció hacerlo sentirse mejor, aquel tosco regateo. En realidad, todos nos sentíamos a gusto. Era hacer de un servicio algo tangible y real, como una mercancía. Lo sopesamos y evaluamos, le dimos mil vueltas como a un tomate maduro o una mazorca de maíz y, al final, no llegamos a un acuerdo sobre un precio justo, porque eso habría sido un insulto para la habilidad de nuestro guía, sino sobre que –por aquella ocasión excepcional, por el calor, porque no lo habíamos visto todo y esto y lo otro– lo fijaríamos en tal y cual suma y nos separaríamos como buenos amigos. Uno de los detallitos sobre el que regateamos un buen rato fue la cantidad pagada por nuestro guía al guía oficial en la Acrópolis. Juró que le había dado 150 dracmas; yo había visto la transacción con mis propios ojos y sabía que sólo le había entregado cincuenta. Él sostenía que yo no había visto bien. Lo arreglamos fingiendo que le había pasado, sin darse cuenta, cien dracmas más de lo que se proponía, ejemplo de la casuística tan absolutamente ajeno a un griego, que, si hubiera decidido en aquel preciso momento robarnos todo lo que poseíamos, habría estado justificado y los tribunales de Grecia le habrían dado la razón.

Una hora después, me despedí de mi compañero, me busqué una habitación en un hotel pequeño al doble del precio habitual, me desvestí y me tumbé en la cama desnudo en un charco de sudor hasta las nueve de aquella noche. Busqué un restaurante, intenté comer, pero, después de tomar unos bocados, lo dejé. Nunca en mi vida he pasado tanto calor. Estar sentado junto a una luz eléctrica era una tortura. Tras tomar unas bebidas frías, me levanté de la terraza en la que había estado sentado y me dirigí al parque. Conviene decir que eran las once de la noche, más o menos. La gente acudía en tropel desde todas las direcciones hacia el parque. Me recordó a Nueva York en una asfixiante noche de agosto: otra vez el rebaño, cosa que no había sentido nunca en París, excepto durante la fracasada revolución. Me paseé despacio por el parque hacia el Templo de Júpiter. A lo largo de las polvorientas veredas, había mesitas colocadas a la buena de Dios: había parejas sentadas tranquilamente en la obscuridad, hablando en voz baja y con vasos de agua delante... El vaso de agua... por todas partes veía el vaso de agua. Llegó a obsesionarme. Empecé a pensar en el agua como algo nuevo, un nuevo elemento decisivo de la vida: tierra, aire, fuego, agua. En aquel preciso momento el agua había pasado a ser el elemento capital. Ver a amantes sentados allí, en la obscuridad, bebiendo agua, sentados allí en paz y calma y hablando en voz baja, me infundió una sensación maravillosa sobre el carácter griego. El polvo, el calor, la pobreza, el vacío, la contención de las personas y el agua por doquier en vasitos situados entre las parejas tranquilas, apacibles, me dieron la sensación de que había algo sagrado en el lugar, algo nutritivo y alentador. Caminé por allí encantado en aquella primera noche en el Zapion. Permanece en mi memoria como ningún otro parque por mí conocido. Es la quintaesencia del parque, lo que sientes a veces al contemplar un cuadro o soñar con un lugar en el que te gustaría estar y que nunca encuentras. También es encantador por la mañana, como iba yo a descubrir, pero por la noche, al encontrártelo en medio de la nada, sentir la dura tierra bajo los pies y oír susurros en una lengua que te resulta totalmente desacostumbrada, es mágico... y tal vez lo sea más para mí, porque lo recuerdo rebosante de la gente más pobre del mundo y la más amable. Me alegro de haber llegado a Atenas durante aquella increíble ola de calor, me alegro de haberla visto en las peores condiciones. Sentí la fuerza desnuda de la gente, su pureza, su nobleza, su resignación. Vi a sus hijos, cosa que me encantó, porque, por proceder de Francia, era como si los niños estuviesen ausentes del mundo, como si hubieran dejado de nacer. Vi a gente en andrajos y también eso me resultó purificador. El griego sabe vivir con sus andrajos: no lo degradan y mancillan totalmente como en otros países que he visitado.

* * *

El día siguiente, decidí tomar el barco para Corfú, donde mi amigo Durrell estaba esperándome. Partimos del Pireo hacia las cinco de la tarde, con el sol ardiendo aún como un horno. Yo había cometido el error de comprar un billete de segunda clase. Cuando vi los animales que embarcaban, la ropa de cama y todos los increíbles trastos que los griegos arrastran consigo en sus viajes, me apresuré a cambiarlo por uno de primera clase, que era sólo un poquito más caro que el de segunda. Nunca había viajado en primera clase, salvo en el metro de París: me pareció un auténtico lujo. El camarero no cesaba de circular por todos lados con una bandeja llena de vasos de agua. Ésa fue la primera palabra griega que aprendí: nero («agua»), y bien hermosa que es. Se acercaba la noche y las islas sobresalían en la distancia, siempre flotando sobre el agua, no descansando sobre ella. Salieron las estrellas con un brillo magnífico y la brisa era suave y refrescante. Empecé a sentir al instante lo que era Grecia, lo que había sido, lo que siempre será, aun cuando tenga la desgracia de verse invadida por turistas americanos. Cuando el camarero me preguntó qué me gustaría cenar, cuando entendí lo que íbamos a tener de cena, estuve a punto de desplomarme llorando. Las comidas de un barco griego son asombrosas. Me gusta más una buena comida griega que una buena comida francesa, aunque sea una herejía reconocerlo. Había muchísimo para comer y para beber; había la brisa fuera y el cielo lleno de estrellas. Al partir de París, me había prometido a mí mismo que no movería ni un dedo para trabajar durante un año. Eran mis primeras vacaciones de verdad en veinte años, por lo que anhelaba disfrutarlas. Todo me parecía perfecto. El tiempo había dejado de existir: sólo yo avanzando a la deriva en un barquito listo para llegar a todas partes y aceptar lo que se presentara. Fuera del mar, como si el propio Homero lo hubiese dispuesto para mí, las islas aparecían solitarias, desiertas, misteriosas con la luz mortecina. No podía –ni quería– pedir nada más. Tenía todo lo que un hombre podía desear y lo sabía. Sabía también que podría no volver a tenerlo nunca más. Sentía que se acercaba la guerra: cada día más próxima. Durante un corto lapso habría aún paz y los hombres podrían seguir comportándose como seres humanos.

* * *

No pasamos por el canal de Corinto, porque había habido un corrimiento de tierras: prácticamente circunnavegamos el Peloponeso. La segunda noche, llegamos a Patras, enfrente de Missolonghi. Desde entonces he llegado varias veces a ese puerto, siempre hacia la misma hora, y siempre he sentido la misma fascinación. Avanzas en línea recta hacia un gran promontorio, como una flecha que se entierra en la ladera de una montaña. Las luces eléctricas alineadas a lo largo de los muelles crean un efecto japonés; la iluminación de todos los puertos griegos parece improvisada, da la impresión de un festival inminente. Al entrar en el puerto, salen a recibirte unos barquitos, cargados con pasajeros, equipajes, ganado, ropa de cama y muebles. Los hombres reman de pie: empujando, no tirando. Parecen absolutamente incansables, mientras mueven sus pesadas cargas de un lado para otro con movimientos diestros y casi imperceptibles de las muñecas. Al colocarse junto al barco, se arma un pandemonio. Todo el mundo se equivoca de camino, todo es confuso, caótico, desordenado, pero nadie acaba perdiéndose ni hiriéndose, no hay robos, no se intercambian golpes. Es como un fermento, debido a que para un griego todo acontecimiento, por manido que sea, siempre es excepcional. Siempre está haciendo lo mismo por primera vez: es curioso, ávidamente curioso, y experimentador. Experimenta por experimentar, no para descubrir una forma mejor o más eficaz de hacer las cosas. Le gusta hacer cosas con las manos, con todo su cuerpo, con su alma, podríamos decir también. Así, pues, Homero sigue vivo. Aunque nunca he leído un verso de Homero, creo que el griego actual ha permanecido esencialmente inalterable. Si acaso, es más griego que nunca. Y a este respecto debo abrir un paréntesis para decir unas palabra sobre mi amigo Mayo, el pintor, a quien conocí en París. Su verdadero nombre era Malliarakis y creo que era oriundo de Creta. El caso es que, al llegar a Patras, me puse a pensar intensamente en él. Recordé haberle pedido en París que me hablara de Grecia y de repente, al acercarnos al puerto de Patras, entendí todo lo que había intentado él decirme aquella noche y lamenté que no estuviera a mi lado para compartir mi gozo. Recordé que, tras describirme el país lo mejor que pudo, dijo con tranquila y serena convicción: «Miller, te gustará Grecia, estoy seguro». No sé por qué, aquellas palabras me impresionaron más que cualquier otra cosa que dijera sobre Grecia. Te gustará... esas palabras se me quedaron grabadas. “Pues sí, ya lo creo que me gusta”, iba diciéndome una y otra vez, mientras contemplaba desde la barandilla el movimiento y la algarabía. Me incliné hacia atrás y miré al cielo. Nunca había visto un cielo como aquél. Era magnífico. Me sentí completamente separado de Europa. Había entrado en un nuevo mundo como un hombre libre: todo se había conjuntado para que aquella experiencia fuese excepcional y fructífera. ¡La Virgen, qué feliz era! Pero, por primera vez en mi vida, era feliz con conciencia plena de serlo. Es bueno ser plena y sencillamente feliz; un poco mejor es saber que eres feliz, pero entender que lo eres y saber por qué y cómo, de qué forma, por qué concatenación de acontecimientos o circunstancias, y seguir siéndolo, feliz con el ser y con el conocer, eso ya supera la felicidad, eso es el éxtasis y, si tienes un poco de sensatez, deberías matarte al instante y acabar de una vez. Y así es como me sentía... excepto que no tenía la capacidad ni el valor para matarme allí mismo y en aquel preciso momento. También era bueno que no me liquidara a mí mismo, porque había momentos aún mayores por venir, algo superior al éxtasis incluso, algo que, si alguien hubiera intentado describírmelo, probablemente no lo habría creído. Entonces no sabía que un día me encontraría en Micenas o en Festos o que me despertaría una mañana y, al mirar por un ojo de buey, vería con mis propios ojos el lugar sobre el que había escrito en un libro, pero de cuya existencia no tenía noticia ni que llevara el mismo nombre que el que yo le había atribuido en mi imaginación. En Grecia ocurren cosas maravillosas: cosas maravillosamente buenas que no pueden ocurrirnos en ningún otro lugar de la Tierra. En cierto modo, Grecia sigue protegida por el Creador, casi como si Éste estuviera asintiendo con la cabeza. Los hombres pueden seguir con sus lamentables e ineptas diabluras, incluso en Grecia, pero la magia de Dios sigue actuando e, independientemente de lo que haga o intente hacer la raza humana, Grecia sigue siendo un recinto sagrado... y creo que seguirá siéndolo hasta el fin de los tiempos.

* * *

Cuando atracamos en Corfú, era casi mediodía. Durrell estaba esperando en el muelle con Spiro Americanus, su factótum. Tardamos una hora, más o menos, en llegar en automóvil a Kalami, el pueblecito situado hacia el extremo septentrional de la isla en el que Durrell tenía su casa. Antes de sentarnos a almorzar, nos bañamos delante de ésta. Yo llevaba casi veinte años sin hacerlo. Durrell y Nancy, su esposa, eran como una pareja de delfines; vivían prácticamente en el agua. Después del almuerzo, nos echamos una siesta y luego nos acercamos remando en una barca hasta otra calita, a un kilómetro y medio de distancia, en la que había un santuario diminuto. Allí nos bautizamos de nuevo desnudos. Por la noche, me presentaron a Kyrios Karamenaios, el policía local, y a Nicola, el maestro del pueblo. En seguida nos hicimos grandes amigos. Con Nicola yo hablaba un francés macarrónico; con Karamenaios, un lenguaje como cacareante, compuesto en gran medida de buena voluntad y deseo de entendernos.

Una vez a la semana, más o menos, íbamos a la ciudad en el caique. La ciudad de Corfú nunca llegó a gustarme. Tiene un aire inconexo que por la noche se vuelve como una demencia muda e irritante. Pasas todo el tiempo sentándote a beber algo que no te apetece o, si no, caminando de aquí para allá sin rumbo fijo y sintiéndote desesperado como un preso. Yo solía regalarme un afeitado y un corte de pelo siempre que iba a la ciudad: lo hacía para matar el tiempo y porque era ridículamente barato. Según me dijeron, el que me atendió era el peluquero del Rey y todo el servicio costó unos tres centavos y medio, incluida la propina. Corfú es un típico lugar de exilio. El Káiser tenía su residencia en ella antes de perder su corona. En cierta ocasión, visité el palacio para ver cómo era. Todos los palacios me parecen lugares deprimentes y lúgubres, pero el manicomio del Káiser probablemente sea el peor ejemplo de cursilería que me he echado a la cara. Sería un museo excelente para el arte surrealista. Sin embargo, en un extremo de la isla, frente al palacio abandonado, hay un lugarcito llamado Kanoni, desde el que se contempla la mágica Toten Insel. Al atardecer, Spiro se sienta en ella y sueña con su vida en Rhode Island, cuando el tráfico de contrabando estaba en su apogeo. Es un lugar de lo más apropiado para mi amigo Hans Reichel, el acuarelista. Está relacionado con Homero, lo sé, pero a mí me recuerda más a Stuttgart que a la antigua Grecia. Cuando sale la Luna y no se oye otro ruido que la respiración de la tierra, ésa es exactamente la atmósfera que Reichel crea al sentarse en un sueño petrificado y se vuelve limitrophe con los pájaros, los caracoles y las gárgolas, con las lunas humeantes y las piedras sudorosas o con la música cargada de tristeza que suena constantemente en su corazón, incluso cuando se encabrita como un canguro enloquecido y se pone a destrozar con su cola prensil todo lo que tiene delante. Si llega a leer alguna vez estas líneas y se entera de lo que pensé de él mientras contemplaba la Toten Insel, de que nunca he sido el enemigo que se imaginó, me alegraría mucho. Tal vez fuera en una de aquellas noches en que estuve sentado en Kanoni junto con Spiro y contemplando ese lugar de encantamiento, cuando Reichel, que era todo amor a los franceses, fue sacado a rastras de su guarida en el Impasse Rouet y conducido a un sórdido campo de concentración.

* * *

Un día, apareció Teodoro: el Dr. Teodoro Stephanidis. Lo sabía todo sobre las plantas, las flores, los árboles, las rocas, los minerales, las formas inferiores de la vida animal, los microbios, las enfermedades, las estrellas, los planetas, los cometas y demás. Teodoro es el hombre más erudito que he conocido en mi vida y, por añadidura, un santo. Además, ha traducido diversos poemas griegos al inglés. Así fue como oí por primera vez el nombre de Seferis, que es el seudónimo de Giorgos Seferiades, y después, con una mezcla de amor, admiración y humor malicioso, pronunció para mí el nombre de Katsimbalis, que –no sé por qué– me impresionó al instante. Aquella noche, Teodoro nos ofreció descripciones alucinantes de su vida en las trincheras con Katsimbalis en el frente de los Balcanes durante la guerra mundial. El día siguiente, Durrell y yo escribimos una carta entusiasta a Katsimbalis, que estaba en Atenas, para manifestarle la esperanza de que en breve nos reuniéramos todos allí. Katsimbalis... citábamos su nombre con familiaridad, como si lo hubiéramos conocido toda nuestra vida. Poco después, Teodoro se marchó y después llegó la condesa X. con Niki y una familia de jóvenes acróbatas. Se nos presentaron inesperadamente en un barquito cargado con maravillosas vituallas y botellas de un vino excelente y exclusivo de la hacienda de la condesa. Con aquella compañía de políglotas, malabaristas, acróbatas y ninfas acuáticas, la situación se volvió estrambótica desde el comienzo. Niki tenía ojos verdes como el Nilo y su melena parecía enlazada con serpientes. Entre la primera y la segunda visita de aquella compañía extraordinaria, que siempre llegaba por el agua en un barco abarrotado de cosas buenas, los Durrell y yo fuimos a acampar un tiempo en una playa arenosa y frente al mar. Allí el tiempo no existía. Por las mañanas nos despertaba un pastor loco que se empeñaba en hacer pasar su rebaño de ovejas por sobre nuestros cuerpos tumbados. En un acantilado situado justo detrás de nosotros, aparecía de pronto una bruja demente para maldecirlo. Todas las mañanas nos sorprendía; nos despertaban gemidos y maldiciones, seguidos de carcajadas. Después, una rápida zambullida en el mar, donde veíamos las cabras trepando por las empinadas pendientes del acantilado: la escena era una réplica casi exacta de los dibujos en rocas de Rodesia que se pueden ver en el Musée de l’homme de París. A veces, en plena forma, trepábamos tras las cabras y poco después bajábamos cubiertos de cortes y cardenales. Pasó una semana en la que no vimos a nadie, excepto al alcalde de un pueblo montañés, a unos kilómetros de distancia, que vino a ver qué hacíamos. Llegó un día en el que yo estaba solo y dormitando a la sombra de una roca enorme. Yo sabía unas diez palabras de griego y él unas tres de inglés. Tuvimos un coloquio notable, dadas las limitaciones lingüísticas. Al ver que estaba medio majareta, me sentí a gusto y, como no estaban los Durrell para desaconsejarme semejantes payasadas, me puse a cantar y bailar para él, a mi vez, como un chiflado imitando a actores y actrices de cine, a un mandarín chino, a un potro salvaje, a un saltador de las alturas al mar y demás. Pareció divertirse enormemente e interesarle en particular –a saber por qué– mi interpetración china. Me puse a hablar chino con él, sin saber una palabra de esa lengua, tras lo cual él me contestó, para asombro mío, en chino, su propio chino, que era tan bueno como el mío. El día siguiente, trajo consigo a un intérprete con el expreso fin de contarme una mentira descomunal, a saber, que, unos años antes, un junco chino había quedado varado en aquella playa precisamente y unos cuatrocientos chinos habían permanecido en ella hasta que estuvo reparado su barco. Dijo que le gustaban mucho los chinos, que eran un pueblo excelente y su lengua muy musical e inteligente. Le pregunté si quería decir inteligible, pero no: quería decir inteligente. La lengua griega también lo era y la alemana también. Entonces le conté que yo había estado en China, otra mentira, y, tras describir ese país, derivé hacia África y le hablé de los pigmeos, con los que también había vivido un tiempo. Él dijo que en un pueblo vecino había algunos pigmeos. Seguimos así, soltando una mentira tras otra, varias horas, mientras tomábamos vino y aceitunas. Entonces alguien sacó una flauta y empezamos a bailar, un auténtico baile de San Vito, que siguió interminablemente hasta que acabamos en el mar, donde nos mordimos mutuamente como cangrejos y gritamos y vociferamos en todas las lenguas de la Tierra.

Una mañana temprano, levantamos el campamento para regresar a Kalami. Era un extraño día bochornoso y habíamos de trepar hasta el pueblo montañés, donde Spiro nos esperaba con el coche. Antes que nada, debíamos atravesar al galope una extensión de arena, porque, incluso con las sandalias, la arena nos quemaba los pies. Después venía una larga caminata por el lecho de un río seco, que, por culpa de sus redondeadas rocas, era una prueba incluso para los tobillos más resistentes. Por último, llegamos al sendero que conducía a la ladera de la montaña, una hondonada formada por las aguas más que un sendero, que ponía a prueba incluso a los poneys de montaña que cargaban con nuestras cosas. Mientras trepábamos, una melodía extraña nos saludó desde arriba. Como la densa bruma que nos llegaba desde el mar, nos envolvió en sus nostálgicos pliegues y después, igual de repentinamente, se desvaneció. Cuando hubimos subido otros centenares de metros, nos encontramos con un claro en medio del cual había una enorme cuba llena de un líquido venenoso, un insecticida para los olivos, que unas mujeres jóvenes removían mientras cantaban. Era un canto fúnebre, lo que cuadraba perfectamente con el paisaje envuelto en la bruma. Aquí y allá, donde las nubes vaporosas se habían apartado y habían revelado un grupo de árboles o un saliente de rocas desnudas e irregulares como colmillos, las reverberaciones de su hechizadora melodía sonaban como un coro de metales en una orquesta. De vez en cuando, una gran zona azul de mar surgía de entre la niebla, no al nivel de la tierra, sino en una zona a media altura entre el cielo y la tierra, como después de un tifón. También las casas, cuando su solidez emergía de entre el espejismo, parecían suspendidas en el espacio. Toda la atmósfera rebosaba con un estremecedor esplendor bíblico puntuado con las tintineantes campanillas de los poneys, las reverberaciones de la canción del veneno, el débil y lejanísimo retumbar del oleaje muy lejos y un indefinible murmurio de la montaña que probablemente no fuera otra cosa que el latir de las sienes con la alta y bochornosa calima de una mañana jónica. Hicimos altos para descansar al borde del precipicio, demasiado fascinados por el espectáculo para continuar por el paso de montaña hasta el claro, brillante y cotidiano mundo del pueblecito montañés de más allá. En aquel operístico reino, en el que el Tao Te King y los antiguos Vedas se fundían espectacularmente en una confusión contrapuntística, el gusto del ligero cigarrillo griego se parecía aún más al de la paja. Allí el propio paladar se amoldaba metafísicamente: el espectáculo era de los aires, de las regiones superiores, del eterno conflicto entre el alma y el espíritu.

Después llegamos al paso de montaña, que siempre recordaré como la encrucijada de carnicerías sin sentido. Allí debían de haberse perpetrado una y otra vez las más espantosas y vengativas matanzas a lo largo del inacabable pasado sangriento del hombre. Era una trampa ideada por la propia Naturaleza para la perdición del hombre. Grecia está llena de semejantes trampas mortíferas. Era como una sonora nota cósmica que da el diapasón al embriagador mundo de luz en el que las figuras heroicas y mitológicas del resplandeciente pasado amenazan continuamente con dominar la conciencia. El griego antiguo era un asesino: vivía entre claridades brutales que atormentaban y enloquecían el espíritu. Estaba en guerra con todo el mundo, incluido él mismo. A partir de esa ardiente anarquía llegaban las lúcidas y curativas elucubraciones metafísicas que incluso hoy cautivan al mundo. Al atravesar el paso de montaña, que requiere algo así como una maniobra en forma de esvástica para desembocar con libertad y claridad en la alta meseta, tuve la impresión de vadear unos fantasmagóricos mares de sangre; la tierra no estaba reseca y agrietada al modo griego habitual, sino descolorida y retorcida, como los miembros destrozados y paralizados por la muerte de las víctimas allí dejadas para que se corrompieran y entregaran su sangre, con un sol implacable, a las raíces de los olivos silvestres, que se aferraban a la empinada falda de la montaña con garras de buitres. En aquel paso de montaña, debió de haber habido también momentos de visión clara, cuando hombres de razas distantes se quedaran cogidos de las manos y mirándose a los ojos con piedad y comprensión. También allí hombres de la estirpe pitagórica debieron de detenerse a meditar en silencio y soledad y obtener una nueva claridad, una nueva visión, en aquel polvoriento escenario de matanzas. Toda Grecia está cubierta, como con una diadema, de semejantes puntos antinómicos; tal vez sea ésa la explicación de por qué Grecia se emancipó como país, como nación, como pueblo, para continuar como la luminosa encrucijada de la Humanidad en transformación.

En Kalami los días pasaban como una canción. De vez en cuando yo escribía una carta o intentaba pintar una acuarela. En la casa había mucho para leer, pero no tenía ganas de mirar un libro. Durrell intentó hacerme leer los sonetos de Shakespeare y, después de haberme asediado durante una semana, sí que leí uno, tal vez el más misterioso que su autor escribió. (Creo que fue «El fénix y la tortuga».) Poco después, recibí por correo un ejemplar de La doctrina secreta y sobre ése sí que me abalancé con ganas. También releí el Diario de Nijinsky. Sé que lo leeré una y otra vez. Sólo hay unos pocos libros que puedo leer una y otra vez: uno es Misterios y otro El eterno marido. Tal vez debiera añadir también Alicia en el país de las maravillas. En cualquier caso, era mucho mejor pasar la noche hablando y cantando o sentado en las rocas al borde del agua y estudiando las estrellas con un telescopio.

Cuando la condesa reapareció en escena, nos convenció para que pasáramos unos días en su hacienda, sita en otra parte de la isla. Pasamos juntos tres días maravillosos y entonces, en plena noche, el ejército griego fue movilizado. Aún no se había declarado la guerra, pero todo el mundo interpretó el apresurado regreso del Rey a Atenas como una señal siniestra. Todos cuantos tenían medios parecían decididos a seguir su ejemplo. La ciudad de Corfú era presa de un auténtico pánico. Durrell quería alistarse en el ejército griego para prestar sus servicios en la frontera con Albania; Spiro, que había superado el límite de edad, quería también ofrecer sus servicios. Pasaron varios días así, con posturas histéricas, y después, como si lo hubiera dispuesto un organizador de espectáculos, nos encontramos todos esperando el barco que nos llevaría a Atenas. Debía llegar a las nueve de la mañana, pero no embarcamos hasta las cuatro de la mañana siguiente. A esa hora, el muelle estaba lleno con una indescriptible acumulación de equipajes en los que sus febriles dueños estaban sentados o tendidos, aparentando despreocupación, pero en realidad temblando de miedo. La escena más vergonzosa se produjo cuando por fin aparecieron las barcazas. Como de costumbre, los ricos insistieron en embarcar los primeros. Como yo tenía un pasaje de primera clase, me encontré entre los ricos. Me sentí totalmente asqueado y casi estuve a punto de no embarcar y volver tan tranquilo a la casa de Durrell y dejar que las cosas siguieran su curso. Después, en virtud de un milagroso golpe de azar, descubrí que no íbamos a embarcar los primeros, sino los últimos. Estuvieron sacando de las barcazas todos los equipajes caros y dejándolos otra vez en el muelle. ¡Bravo! Mi corazón se animó. La condesa, quien tenía más equipaje que nadie, fue la ultimísima en embarcar. Más adelante descubrí, para sorpresa mía, que había sido ella quien así lo había dispuesto. Lo que le había molestado había sido la ineficiencia y no la cuestión de la clase o del privilegio. Al parecer, no tenía el menor miedo de los italianos: lo que le importaba era el desorden, el vergonzoso alboroto. Como digo, a las cuatro de la mañana fue cuando, con una brillante luna que rielaba en un mar hinchado y airado, zarpamos del muelle en pequeños caiques. Yo no había esperado abandonar Corfú en semejantes condiciones. Estaba un poco irritado conmigo mismo por haber accedido a ir a Atenas. Estaba más afectado por la interrupción de mis dichosas vacaciones que por los peligros de la inminente guerra. Aún era verano y en modo alguno me había saciado con el sol y el mar. Pensé en las mujeres campesinas y los niños andrajosos que pronto se encontrarían sin comida y en su mirada al decirnos adiós con las manos. Parecía una cobardía escapar así y dejar abandonados a su suerte a los débiles e inocentes: el dinero, una vez más. Quienes lo tienen escapan; quienes no lo tienen sufren matanzas. Me vi rogando que nos interceptaran los italianos, para que no nos librásemos impunemente y de aquel modo vergonzoso.

leDouanier