TRÓPICO DE CÁNCER

 

 

 

HENRY MILLER

 

Traducción revisada de Carlos Manzano

Notas

1 Una de las formas de decir en inglés «tener una erección».

2 Nonentity: «nulidad».

3 Young Men Christian Association: «Asociación de Jóvenes Cristianos».

4 Transcripción de la pronunciación china del inglés. En español podría corresponder a: «Sin boleto no hay lopa».

5 Alimento concentrado a base de carne y frutos secos.

Título original: Tropic of Cáncer

Diseño de la cubierta: Edhasa

Primera edición impresa: julio de 2009

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© 1966 by Greenleaf Classics

© de la traducción revisada: Carlos Manzano Frutos, 2003

© de la presente edición: Edhasa, 2003, 2009

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ISBN: 978-84-3500-916-5

Producido en España

Estas novelas darán paso, con el tiempo, a diarios o autobiografías: libros cautivadores, siempre y cuando sus autores sepan escoger de entre lo que llaman sus experiencias y reproducir la verdad fielmente.

RALPH WALDO EMERSON

Hasta la primavera no conseguí escapar de la penitenciaría y aun entonces porque me acompañó la suerte. Un día me enteré por un telegrama de Carl de que había una vacante en «el piso de arriba»; decía que me enviaría el importe del viaje de vuelta, si decidía aceptar. Le contesté al instante con otro telegrama y, tan pronto llegó la pasta, me largué a la estación. Ni una palabra a M. le Proviseur ni a nadie. Despedida a la francesa, como se suele decir.

Me fui en seguida al hotel, en el 1 bis, donde se alojaba Carl. Salió a abrir en pelotas. Era la noche que libraba y, como de costumbre, tenía una ja en la cama. «No te preocupes por ella», dijo. «Está dormida. Si necesitas echar un polvo, ya sabes. No está mal.» Levantó las sábanas para enseñármela. Sin embargo, yo no pensaba en echar un polvo en aquel momento. Estaba demasiado agitado. Me sentía como un hombre que acaba de escapar de la cárcel. Sólo quería ver y oír cosas. El trayecto desde la estación fue un largo sueño. Me sentía como si hubiera estado ausente durante años.

Hasta que me hube sentado y hube contemplado despacio la habitación, no me di cuenta de que estaba otra vez en París. Era la habitación de Carl, no había duda. Como una jaula de ardilla y un cagadero combinados. Apenas había espacio en la mesa para la máquina de escribir portátil que usaba. Siempre era igual, tanto si tenía una ja con él como si no. Siempre un diccionario abierto sobre un volumen del Fausto de cantos dorados, siempre una petaca, una boina, una botella de vin rouge, cartas, manuscritos, periódicos viejos, acuarelas, una tetera, calcetines sucios, mondadientes, sales de Kruschen, condones, etc. En el bidet había cáscaras de naranja y los restos de un bocadillo de jamón.

«Hay algo de comida en la despensa», dijo. «¡Sírvete! Estaba a punto de ponerme una inyección.»

Encontré el bocadillo a que se refería y junto a él un trozo de queso mordisqueado. Mientras se sentaba al borde de la cama a aplicarse la dosis de «argirol», me jamé el bocadillo y el queso con ayuda de un poco de vino.

«Me gustó aquella carta sobre Goethe que me enviaste», dijo, mientras se secaba la picha con unos calzoncillos sucios.

«Ahora mismo te enseño la respuesta: la voy a incluir en mi libro. Lo malo de ti es que no eres alemán. Para entender a Goethe hay que ser alemán. Joder, no voy a explicártelo ahora. Lo he incluido todo en mi libro... Por cierto, ahora tengo una nueva ja... ésta, no... ésta es una imbécil. Al menos, la tuve hasta hace unos días. No estoy seguro de que vuelva. Ha estado viviendo conmigo todo el tiempo que tú has estado fuera. El otro día vinieron sus padres y se la llevaron. Dijeron que sólo tenía quince años. ¿Qué me dices de eso? Además, me metieron un canguelo...»

Me eché a reír. Era muy propio de Carl meterse en un lío así.

«¿De qué te ríes?», dijo. «Puedo ir a la cárcel por eso. Por fortuna, no la dejé preñada. Y eso también es curioso, porque nunca tomaba las debidas precauciones. Pero, ¿sabes lo que me salvó? Al menos eso creo. Fue el Fausto. ¡Sí! Su viejo lo vio por casualidad sobre la mesa. Me preguntó si entendía alemán. De una cosa pasamos a otra y, antes de que me diera cuenta, ya estaba hojeando mis libros. Quiso la suerte que tuviera también el Shakespeare abierto. Eso lo impresionó más que la hostia. Dijo que yo era, evidentemente, un tipo muy serio.»

«¿Y la chica...? ¿Qué dijo, ella?»

«Estaba muerta de miedo. Mira, cuando llegó aquí, traía un relojito de pulsera; con la agitación, no pudimos encontrarlo y la madre insistió en que, si no aparecía el reloj, llamaba a la policía. Ya sabes cómo son las cosas aquí. Revolví todo el cuarto... pero no conseguí encontrar el maldito reloj. La madre estaba furiosa. También me gustaba, la madre, a pesar de todo. Era todavía más guapa que la hija. Mira... te voy a enseñar una carta que he empezado a escribirle. Estoy enamorado de ella...»

«¿De la madre?»

«¡Pues claro! ¿Por qué no? Si hubiera visto a la madre primero, nunca me habría fijado en la hija. ¿Cómo iba a saber que sólo tenía quince años? A una chati no le preguntas la edad antes de tirártela, ¿no?»

«Joe, hay algo raro en todo esto. ¿No me estarás tomando el pelo, eh?»

«¿Tomarte el pelo? Toma... ¡mira esto!» Y me enseñó las acuarelas –muy monas– que hizo la chica: un cuchillo y una hogaza de pan, la mesa y la tetera, todo inclinado hacia arriba. «Estaba enamorada de mí», dijo Carl. «Era como una niña. Tenía que decirle cuándo lavarse los dientes y cómo ponerse el sombrero. Hombre... ¡mira los pirulíes! Le compraba varios al día... le gustaban.»

«Bueno, ¿y qué hizo cuando vinieron sus padres para llevársela? ¿No protestó?»

«Lloró un poquito, nada más. ¿Qué podía hacer? Es menor de edad... tuve que prometer que no volvería a verla nunca y que tampoco le escribiría. Eso es lo que estoy esperando ahora... a ver si volverá o no. Era virgen, cuando llegó aquí. Ahora lo que está por ver es cuánto tiempo podrá estar sin echar un polvo. Cuando estaba aquí, nunca tenía bastante. Casi me agotó.»

En aquel momento la que estaba en la cama se había despertado y estaba restregándose los ojos. Me pareció muy joven también. No era fea, pero sí tonta del culo. Preguntó al instante de qué estábamos hablando.

«Vive aquí en el hotel», dijo Carl. «En el tercer piso. ¿Quieres ir a su habitación? Déjalo de mi cuenta.»

No sabía si quería o no, pero cuando vi a Carl dándose el lote con ella otra vez, decidí que sí. Primero le pregunté si estaba demasiado cansada. Pregunta inútil. Una puta nunca está cansada de abrir las piernas. Algunas pueden quedarse dormidas, mientras les echas un quiqui. El caso es que decidimos bajar a su habitación. Así no tendría yo que pagar al patrón por aquella noche.

Por la mañana cogí una habitación que daba al parque de abajo, donde los hombres–sándwich iban a comer. Al mediodía fui a buscar a Carl para que desayunáramos juntos. En mi ausencia, Van Norden y él habían adquirido una nueva costumbre: iban todos los días a desayunar a la Coupole. «¿Por qué a la Coupole?», pregunté. «¿Que por qué a la Coupole?», dice Carl. «Porque en la Coupole sirven copos de avena a todas horas y los copos de avena hacen ir de vientre.» «Comprendo», dije yo.

Así, que todo es como antes. Los tres vamos y volvemos del trabajo a pie. Pequeñas disensiones, pequeñas rivalidades. Van Norden sigue refunfuñando sobre sus jais y la necesidad de limpiarse la porquería de la tripa. Sólo, que ahora ha encontrado una nueva diversión. Ha descubierto que es menos fastidioso masturbarse. Me quedé asombrado, cuando me dio la noticia. Me parecía imposible que un tipo como él encontrara el menor placer haciéndose pajas. Quedé aún más asombrado, cuando me explicó cómo se las hacía. Había «inventado» un nuevo truco, como él dijo. «Coges una manzana», dice, «y le sacas el corazón. Después la untas por dentro de crema para el cutis, para que no se deshaga demasiado deprisa. ¡Pruébalo alguna vez! Te volverá loco al principio. En cualquier caso, es barato y no tienes que perder demasiado tiempo.»

«Por cierto», dice, cambiando de tema, «ese amigo tuyo, Fillmore, está en el hospital. Creo que está chiflado. Al menos, eso es lo que me dijo su chavala. Salía con una francesa, ¿sabes?, mientras tú has estado fuera. Se pasaban el día peleándose. Ella es una tía fuerte y sana... un poco salvaje. No tendría inconveniente en cepillármela, pero temo que me saque los ojos con las uñas. Él siempre iba con la cara y las manos arañadas. De vez en cuando también ella parece haber recibido una buena... o, mejor dicho, parecía. Ya sabes cómo son estas jais francesas: cuando aman, pierden la cabeza.»

Evidentemente, habían pasado cosas, mientras yo estaba fuera. Sentí mucho lo de Fillmore. Se había portado muy bien conmigo. Cuando dejé a Van Norden, tomé un autobús y me fui derecho al hospital.

Supongo que no estaban seguros aún de si había perdido el juicio o no, pues lo encontré en el piso de arriba, en una habitación privada, disfrutando de todas las libertades de los pacientes normales. Cuando llegué, acababa de salir del baño. Al verme, se echó a llorar. «Todo ha terminado», dijo en seguida. «Dicen que estoy loco... y puede que tenga sífilis también. Dicen que tengo delirios de grandeza.» Se dejó caer sobre la cama y lloró en silencio. Después de haber llorado un rato, alzó la cabeza y sonrió... como un pájaro que despierta de un sueñecito. «¿Por qué me han puesto en una habitación tan cara?», dijo. «¿Por qué no me ponen en la sala general... o en el manicomio? No puedo pagar esto. Sólo me quedan mil quinientos dólares.»

«Por eso te tienen aquí», dije. «Ya verás qué pronto te trasladan, cuando se te acabe el dinero. No te preocupes.»

Mis palabras debieron de impresionarlo, pues, en cuanto acabé, me entregó su reloj y cadena, su cartera, la insignia de su club, etc. «Guárdalos bien», dijo. «Estos cabrones me robarán todo lo que tengo.»

Y luego se echó a reír de repente, con una de esas risas extrañas, melancólicas, que te hacen pensar que el tipo está majareta, aunque no lo esté. «Sé que vas a pensar que estoy loco», dijo, «pero quiero reparar lo que hice. Quiero casarme. Mira, no sabía que tenía purgaciones. Le pegué a ella purgaciones y después la dejé preñada. He dicho al doctor que no me importa lo que me ocurra, pero quiero que me deje casarme primero. Él no deja de decirme que espere hasta que me ponga mejor... pero yo sé que no voy a mejorar nunca. Esto es el fin».

No pude evitar la risa, al oírlo hablar así. No podía entender qué le había pasado. El caso es que tuve que prometerle que iría a ver a la chica y le explicaría las cosas a ella. Quería que estuviera junto a ella, que la consolase. Dijo que podía confiar en mí, etc. Dije que sí a todo para tranquilizarlo. A mí no me parecía chiflado exactamente... sólo bastante hundido. La típica crisis anglosajona. Una erupción de moral. Yo sentía bastante curiosidad por ver a la chica, para saber a qué atenerme.

El día siguiente fui a visitarla. Vivía en el Barrio Latino. En cuanto comprendió quién era yo, se volvió cordialísima. Ginette se llamaba. Bastante fuerte, huesuda, sana, como una campesina, con un diente medio carcomido. Llena de vitalidad y como con un fuego demente en los ojos. Lo primero que hizo fue llorar. Después, al ver que yo era un antiguo amigo de su Jo–Jo –así lo llamaba–, corrió escaleras abajo y volvió con dos botellas de vino blanco. Insistió en que me quedara a cenar con ella. A medida que bebía, se ponía alegre y después se echaba a llorar. No tuve que hacerle preguntas: no paró de hablar, como si le hubieran dado cuerda. Lo que le preocupaba sobre todo era esto: ¿recuperaría él su trabajo, cuando saliese del hospital? Dijo que sus padres eran ricos, pero estaban disgustados con ella. No aprobaban sus locuras. Sobre todo, no les gustaba Fillmore: no tenía educación y era americano. Me rogó que le asegurara que él recuperaría su trabajo, cosa que hice sin vacilar. Y después me rogó que me enterase de si podía creer lo que él decía: que iba a casarse con ella. Porque ahora, con una criatura en el vientre, y purgaciones además, no iba a poder comerse una rosca... al menos, con un francés. Eso estaba claro, ¿no? Desde luego, le aseguré. Estaba todo más claro que el agua para mí... salvo cómo diablos había podido Fillmore enamorarse de ella. Sin embargo, cada cosa a su tiempo. Ahora mi deber era consolarla, conque me limité a colmarla de embustes; le dije que todo saldría bien y que yo sería el padrino de la criatura, etc. Luego, de repente, le pareció extraño el simple hecho de que quisiese tener el hijo... sobre todo porque era probable que naciese ciego. Se lo dije con el mayor tacto que pude. «Me es igual», dijo. «Quiero un hijo de él.» «¿Aunque nazca ciego?», pregunté. «Mon Dieu, ne dites pas fa!», gimió. «Ne dites pas gal» Aun así, consideré que era mi deber decirlo. Se puso histérica, se echó a llorar como una morsa y sirvió más vino. Al cabo de unos instantes estaba riéndose a carcajadas. Se reía al recordar cómo se peleaban, cuando se metían en la cama. «Le gustaba que me peleara con él», dijo. «Era un bruto.»

Cuando nos sentamos a comer, entró una amiga de ella: una putilla que vivía al final del pasillo. Inmediatamente, Ginette me envió abajo a buscar más vino. Cuando volví, era evidente que habían echado una buena parrafada. Su amiga, Yvette, trabajaba en el departamento de policía. Una especie de confidente, por lo que pude deducir. Al menos, eso era lo que intentaba hacerme creer. Estaba bastante claro que era una simple putilla. Pero estaba obsesionada con la policía y sus actividades. Se pasaron toda la comida pidiéndome que las acompañara a un bal musette. Querían divertirse... Ginette se sentía sola con Jo–Jo en el hospital. Les dije que tenía que trabajar, pero que la noche que libraba volvería y saldría con ellas. También dejé bien claro que no tenía pasta para gastar con ellas. Ginette, que se quedó pasmada de verdad al oírlo, fingió que no tenía la menor importancia. De hecho, para demostrar que era una tía de lo más legal, insistió en llevarme al trabajo en taxi. Lo hacía porque yo era amigo de Jo–Jo. Y, por tanto, amigo de ella. «Y también», pensé para mis adentros, «si le pasa algo a tu Jo–Jo, acudirás a mí al instante. ¡Entonces verás lo amigo que puedo ser!». Estuve muy simpático con ella. De hecho, cuando nos apeamos del taxi frente a la oficina, me dejé convencer para tomar un último Pernod juntos. Yvette preguntó si podía venir a buscarme después del trabajo. Dijo que tenía un montón de cosas confidenciales que contarme. Pero me las arreglé para rechazarla sin herir sus sentimientos. Por desgracia, sí que fui lo bastante blando como para darle mi dirección.

Por desgracia, digo. En realidad, cuando vuelvo a pensarlo, más que nada me alegro. Porque el día siguiente mismo empezaron a pasar cosas. El día siguiente mismo, antes incluso de que me hubiera levantado de la cama, vinieron las dos a verme. Jo–Jo había salido del hospital: lo habían recluido en un pequeño castillo en el campo, a pocos kilómetros de París. El château, lo llamaban. Una forma fina de referirse al «manicomio». Querían que me vistiera en seguida y fuese con ellas. Estaban aterradas.

Quizás hubiera ido solo... pero no podía decidirme a ir con aquellas dos. Les pedí que me esperasen abajo mientras me vestía, pensando que así tendría tiempo de inventar alguna excusa para no ir. Pero no hubo forma de hacerlas salir de la habitación. Se sentaron allí y me observaron lavarme y vestirme, como si fuera lo más natural del mundo. Estando así, llegó Carl. Le expliqué la situación brevemente, en inglés, y después ideamos la excusa de que yo tenía un trabajo importante que hacer. Sin embargo, para suavizar las cosas, compramos vino y empezamos a distraerlas enseñándoles un libro de dibujos obscenos. A Yvette ya se le habían pasado todas las ganas de ir al château. Ella y Carl se estaban entendiendo de maravilla. Cuando llegó el momento de marchar, Carl decidió acompañarlas al château. Pensó que sería divertido ver a Fillmore paseándose entre un montón de chiflados. Quería ver cómo era el manicomio. Así, que se fueron, un poco chispas y de un humor excelente.

En todo el tiempo que Fillmore estuvo en el château, no fui a verlo. No era necesario, porque Ginette lo visitaba sin falta y me daba todas las noticias. Decía que esperaban poder darle de alta dentro de unos meses. Pensaban que era una intoxicación alcohólica... nada más. Desde luego, tenía purgaciones... pero eso no era difícil de curar. Por lo que podían ver, no tenía sífilis. Eso ya era algo. Conque, para empezar, le hicieron un lavado de estómago. Le limpiaron el organismo a fondo. Por un tiempo estuvo tan débil, que no podía levantarse de la cama. Además, estaba deprimido. Decía que no quería curarse: quería morir. Y siguió repitiendo ese disparate con tal insistencia, que al final se alarmaron. Supongo que no habría sido buena propaganda, si se hubiera suicidado. El caso es que empezaron a darle tratamiento mental. Y, mientras tanto, le sacaban los dientes, cada vez más, hasta que no le quedó ninguno. Debería haberse sentido mejor después de aquello, pero, cosa extraña, no fue así. Estaba más abatido que nunca. Y entonces empezó a caérsele el pelo. Por último, manifestó síntomas paranoides: empezó a acusarlos de toda clase de cosas, preguntaba con qué derecho lo retenían allí, qué había hecho para que lo tuvieran encerrado, etc. Después de un terrible ataque de abatimiento, recuperaba las energías de repente y amenazaba con hacer saltar el local, si no lo soltaban. Y para colmo de males, en lo que a Ginette respectaba, había abandonado la idea de casarse con ella. Le dijo a las claras que no tenía intención de hacerlo y que, si estaba tan loca como para tener un hijo, en ese caso que lo mantuviera ella sola.

Los médicos interpretaron todo aquello como buena señal. Dijeron que estaba recuperándose. Naturalmente, Ginette pensaba que estaba más loco que nunca, pero rezaba por que lo soltaran y así podría llevárselo al campo, donde gozaría de paz y tranquilidad y recuperaría la razón. Mientras tanto, sus padres habían venido a París de visita y habían llegado hasta el extremo de visitar a su futuro yerno en el château. A su modo, probablemente hubiesen llegado a la prudente conclusión de que era mejor para su hija tener un marido loco que no tener marido. El padre pensaba que podía encontrar alguna ocupación para Fillmore en la granja. Dijo que Fillmore no era un mal chico. Cuando se enteró por Ginette de que los padres de Fillmore tenían dinero, se volvió todavía más indulgente, más comprensivo.

Todo estaba saliendo muy bien en todos los sentidos. Ginette volvió a provincias con sus padres por un tiempo. Yvette venía con regularidad al hotel a ver a Carl. Creía que era el director del periódico. Y poco a poco fue franqueándose con nosotros. Un día que se emborrachó como una cuba, nos informó de que Ginette no había sido sino una puta siempre, una gorrona, ni había estado embarazada nunca ni lo estaba ahora. Sobre las otras acusaciones no nos cabían demasiadas dudas, a Carl y a mí, pero de que no estuviera embarazada no estábamos tan seguros.

«Entonces, ¿cómo es que tiene tanta tripa?», preguntó Carl.

Yvette se rió. «Tal vez use una bomba de bicicleta», dijo. «No, en serio», añadió, «la tripa es de beber. Bebe como un pez, Ginette. Cuando vuelva del campo, veréis cómo estará más hinchada todavía. Su padre es un borracho. Ginette es una borracha. Quizá tuviera purgaciones, eso sí... pero no está embarazada».

«Pero, ¿por qué quiere casarse con él? ¿Está enamorada de él de verdad?»

«¿Enamorada? ¡Pufff! No tiene corazón, Ginette. Quiere tener a alguien que se ocupe de ella. Ningún francés se casaría con ella: está fichada por la policía. No, lo ha escogido a él porque es demasiado estúpido como para darse cuenta de quién es ella. Sus padres no quieren saber nada con ella: es una deshonra para ellos. Pero, si consigue casarse con un americano rico, en ese caso todo irá bien... Vosotros pensáis que quizá lo ame un poquito, ¿eh? No la conocéis. Cuando estaban viviendo juntos en el hotel, se llevaba a hombres a su habitación, mientras él estaba trabajando. Decía que no le daba suficiente dinero para sus gastos, que era un tacaño. Le dijo que ese abrigo de piel que llevaba se lo habían regalado sus padres, ¿no? ¡Pobre inocente! Pero, si la he visto llevar a un hombre al hotel, estando él allí. Llevó al hombre al piso de abajo. Lo vi con mis propios ojos. ¡Y qué hombre! Un viejo desecho. ¡No le venía una erección!»

Si, cuando lo soltaron del château, Fillmore hubiera vuelto a París, quizás habría podido yo prevenirlo sobre su Ginette. Cuando aún estaba en observación, no me pareció bien perturbarlo calentándole la cabeza con las calumnias de Yvette. Pero resulta que del château se fue a la casa de los padres de Ginette. Allí, a pesar suyo, lo engatusaron para que hiciera público su compromiso. Las amonestaciones se publicaron en los periódicos locales y dieron una fiesta a los amigos de la familia. Fillmore aprovechó la situación para entregarse a toda clase de aventuras. Aunque sabía perfectamente lo que hacía, fingía estar aún un poco sonado. Tomaba prestado el coche de su suegro, por ejemplo, y hacía excursiones solo por el campo; si veía una ciudad que le gustaba, se quedaba en ella y se divertía hasta que Ginette iba a buscarlo. A veces el suegro y él salían juntos –a pescar, según decían– y no se sabía nada de ellos por varios días. Se volvió caprichoso y exigente hasta la exasperación. Debió de pensar, supongo, que bien podía sacar el mayor partido de la situación.

Cuando volvió a París con Ginette, tenía un nuevo vestuario completo y los bolsillos llenos de pasta. Tenía aspecto alegre y saludable y estaba muy bronceado. Me pareció sano como un toro. Pero, en cuanto nos hubimos separado de Ginette, desembuchó. Había perdido el trabajo y se le había acabado todo el dinero. Al cabo de un mes o así iban a casarse. Mientras tanto, los padres suministraban la pasta. «Una vez que me tengan del todo en sus garras», dijo, «no seré sino un esclavo para ellos. El padre piensa abrir una papelería para mí. Ginette atenderá a los clientes, cobrará, etc., y, mientras tanto, yo me sentaré en la trastienda a escribir... o algo así. ¿Me imaginas en la trastienda de una papelería para el resto de mi vida? A Ginette le parece una idea excelente. Le gusta manejar dinero. Antes que someterme a semejante plan, prefiero volver al château».

Desde luego, por el momento fingía que todo iba a pedir de boca. Intenté convencerlo para que volviera a América, pero no quería ni oír hablar de eso. Dijo que no iba a dejar que le echaran de Francia un hatajo de campesinos ignorantes. Tenía la idea de desaparecer del mapa por un tiempo y después instalarse en algún barrio distante de la ciudad, donde no corriese peligro de tropezarse con ella. Pero pronto llegamos a la conclusión de que eso era imposible: en Francia no puedes esconderte como en América.

«Podrías ir a Bélgica por un tiempo», propuse.

«Pero, ¿cómo voy a ganarme la vida?», se apresuró a decir. «En estos malditos países no se puede conseguir trabajo.»

«Entonces, ¿por qué no te casas y después consigues el divorcio?», pregunté.

«Y mientras tanto ella parirá. ¿Quién va a ocuparse de la criatura, eh?»

«¿Cómo sabes que va a tener una criatura?», dije, decidido, ahora que había llegado el momento, a vaciar el saco.

«¿Que cómo lo sé?», dijo. No parecía darse cuenta bien de lo que yo estaba insinuando.

Le di a entender lo que Yvette había dicho. Me escuchó presa de la mayor perplejidad. Al final, me interrumpió. «Es inútil que sigas», dijo. «Sé muy bien que va a tener un hijo. Yo mismo lo he sentido moverse. Yvette es una puta indecente. Mira, no quería decírtelo, pero hasta que fui al hospital estuve apoquinando por Yvette también. Después, cuando llegó la quiebra, no pude hacer nada más por ella. Consideré que ya había hecho bastante por las dos. Decidí ocuparme primero de mí mismo. Yvette se enfadó. Dijo a Ginette que yo se las pagaría... No, ojalá fuera verdad lo que dijo. En ese caso podría salir de esto más fácilmente. Ahora estoy atrapado. He prometido casarme con ella y voy a tener que cumplirlo. Después de eso, no sé qué será de mí. Ahora me tienen en sus manos.»

Como había cogido una habitación en el mismo hotel que yo, tenía por fuerza que verlos con frecuencia, aunque no quisiera. Casi todas las noches cenaba con ellos, después, claro está, de haber tomado unos Pernods. Se pasaban toda la cena riñendo y armando escándalo. Era violento, porque unas veces tenía que ponerme de parte de uno y otras veces del otro. Un domingo por la tarde, por ejemplo, después de haber comido juntos, fuimos a un café en la esquina del Boulevard Edgar–Quinet. Aquella vez todo había ido de maravilla. Estábamos sentados en una mesita, de espaldas a un espejo. Ginette debía de estar caliente, o algo así, pues de pronto se puso sentimental y empezó a acariciarlo y besarlo delante de todo el mundo, como hacen los franceses con toda naturalidad. Acababan de soltarse después de un largo abrazo, cuando Fillmore dijo algo sobre sus padres que ella interpretó como un insulto. Al instante, se le encendieron de ira las mejillas. Intentamos apaciguarla diciéndole que había entendido mal y después, en voz baja, Fillmore me dijo algo en inglés... algo así como que había que darle jabón un poco. Eso fue bastante para hacerla perder los estribos. Dijo que nos estábamos burlando de ella. Yo le dije algo mordaz, lo que la irritó todavía más, y entonces Fillmore intentó echar agua al vino. «Tienes demasiado genio», dijo e intentó hacerle una caricia en la mejilla. Pero ella, pensando que había alzado la mano para darle una bofetada, le dio una sonora guantada con su manaza de campesina. Por un instante, él se quedó aturdido. No había esperado un tortazo así y escocía. Lo vi ponerse pálido y un segundo después se levantó del banco y con la palma de la mano le dio tal guantazo, que casi la tiró de su asiento. «¡Toma! ¡Así aprenderás a comportarte!», dijo... en su francés chapurreado. Por un instante hubo un silencio de muerte. Después, como el estallido de una tormenta, ella cogió la copa de coñac que tenía delante y se la tiró con toda su fuerza. Se estrelló contra el espejo que había detrás de nosotros. Fillmore la había agarrado ya del brazo, pero, con la mano libre, ella cogió la taza de café y la estrelló contra el suelo. Se retorcía como una maníaca. Apenas si podíamos sujetarla. Mientras tanto, el patrón había venido corriendo, naturalmente, y nos ordenó que nos largáramos. «¡Holgazanes!», nos llamó. «Sí, holgazanes. ¡Eso es!», gritó Ginette. «¡Cochinos extranjeros! ¡Maleantes! ¡Gánsteres! ¡Pegar a una mujer encinta!» Todo el mundo nos lanzaba miradas torvas. Una pobre francesa con dos malvados americanos. Gánsteres. Yo me preguntaba cómo demonios íbamos a salir de allí sin una pelea. Ahora, Fillmore estaba callado como un muerto. Ginette se fue como una flecha hacia la puerta, dejándonos solos a la hora de pagar los platos rotos. Al salir, se volvió con el puño alzado y gritó: «¡Ya me las pagarás, bestia! ¡Ya verás! ¡Ningún extranjero puede tratar así a una francesa decente! ¡Ah, no! ¡Así, no!».

Al oír aquello, el patrón, al que ya habíamos pagado las bebidas y los vasos rotos, se sintió obligado a mostrar su galantería hacia una espléndida representante de la maternidad francesa como Ginette, conque, sin más ni más, escupió a nuestros pies y nos echó a empujones. «¡Iros a la mierda, cochinos holgazanes!», dijo o alguna gracia por el estilo.

Una vez en la calle, y viendo que nadie nos arrojaba nada encima, empecé a ver el lado cómico del asunto. Sería una idea excelente, pensé para mis adentros, que se aireara todo ante un tribunal. ¡Todo el asunto! Con los cuentos de Yvette de aderezo. Al fin y al cabo, los franceses tienen sentido del humor. Quizás el juez, cuando oyese la versión de Fillmore de la historia, lo absolviera del matrimonio.

Mientras tanto, Ginette estaba parada en la acera de enfrente agitando el puño y gritando a pleno pulmón. La gente se detenía a escuchar, a tomar partido, como ocurre en los altercados callejeros. Fillmore no sabía qué hacer... si alejarse de ella o cruzar hasta donde estaba y calmarla. Estaba parado en el centro de la calle con los brazos extendidos, intentando meter baza. Y Ginette seguía gritando: «Gangster! Brute! Tu verras, salaud!», y otros cumplidos. Por fin, Fillmore dio un paso adelante y ella, probablemente pensando que le iba a dar otro bofetón, echó a correr calle abajo. Fillmore volvió adonde yo estaba y dijo: «¡Ven, vamos a seguirla despacio!». Echamos a andar seguidos de un grupito de curiosos. De vez en cuando se volvía hacia nosotros y agitaba el puño. No intentamos alcanzarla, nos limitamos a seguirla despacito calle abajo para ver qué hacía. Por fin, aminoró el paso y cruzamos a la otra acera. Ahora estaba callada. Seguimos caminando detrás de ella, acercándonos cada vez más. Ahora ya sólo nos seguían una docena de personas más o menos: los demás habían perdido interés. Cuando llegamos cerca de la esquina, se detuvo de repente y esperó a que nos acercáramos.

«Déjame hablar a mí», dijo Fillmore. «Sé cómo tratarla.»

Cuando llegamos a su altura, las lágrimas le corrían por la cara. Yo no sabía cómo reaccionaría. Por eso, me sorprendió un poco, cuando Fillmore se le acercó y dijo con voz afligida: «¿Te parece bonito lo que has hecho? ¿Por qué te has puesto así?». Entonces ella le arrojó los brazos al cuello y se echó a llorar como una niña, llamándole su pequeño tal y su pequeño cual. Luego se volvió hacia mí en tono suplicante. «Tú has visto cómo me ha pegado», dijo. «¿Es ésa forma de tratar a una mujer?» Yo estaba a punto de decir que sí, cuando Fillmore la cogió del brazo y empezó a llevársela andando. «¡Basta ya!», dijo. «Como empieces otra vez, te voy a pegar aquí mismo, en medio de la calle.»

Pensé que iban a empezar otra vez. Ella echaba chispas por los ojos. Pero, evidentemente, también estaba un poco amedrentada, pues se calmó en seguida. Sin embargo, mientras se sentaba en el café, dijo con voz serena y severa que no pensara que iba a olvidarlo tan deprisa; ya volverían a hablar de ello más adelante... quizás aquella misma noche.

Y vaya si cumplió su palabra. Cuando vi a Fillmore el día siguiente, tenía toda la cara y las manos arañadas. Al parecer, había esperado hasta que él se metió en la cama y luego, sin decir palabra, había ido al ropero y, después de tirar todos los trajes de él al suelo, los cogió uno a uno y los hizo trizas. Como eso había ocurrido ya otras veces, y siempre los había cosido después, él no había protestado demasiado. Y eso hizo que se irritara más que nunca. Lo que quería era clavarle las uñas y lo hizo con toda su habilidad. Al estar embarazada, tenía cierta ventaja sobre él.

¡Pobre Fillmore! No era cosa de risa. Ella lo tenía aterrorizado. Si amenazaba con escapar, ella replicaba con la amenaza de matarlo. Y por el tono con que lo decía parecía que iba en serio. «Si te vas a América», decía, «¡te seguiré! No podrás dejarme de lado. Una chica francesa siempre sabe vengarse». Y un instante después ya lo estaba engatusando para que fuera «razonable», para que fuese sage, etc. Iban a vivir tan bien, una vez que tuvieran la papelería. Él no tendría que dar golpe. Ella lo haría todo. Él podría quedarse en la trastienda escribiendo... o haciendo lo que quisiera.

Así siguieron las cosas, oscilando como un columpio, unas semanas. Yo procuraba esquivarlos siempre que podía, pues estaba harto del asunto y cabreado con los dos. Hasta que un hermoso día de verano, al pasar ante el Crédit Lyonnais, me vi, mira por dónde, a Fillmore bajando la escalera. Le saludé efusivo, pues me sentía un poco culpable por haberlo esquivado tanto tiempo. Le pregunté, con mayor curiosidad de lo habitual, cómo iban las cosas. Me respondió con bastante vaguedad y con tono de voz desesperado.

«Sólo me ha dado permiso para ir al banco», dijo, de un modo peculiar, decaído, abyecto. «Dispongo de una media hora, no más. Me tiene controlado.» Y me cogió del brazo, como si quisiera alejarme de allí a toda prisa.

Íbamos caminando hacia la Rue de Rivoli. Era un día hermoso, cálido, claro, soleado: uno de esos días en que París muestra su mejor aspecto. Soplaba una brisa suave y agradable, suficiente para llevarse el olor estancado. Fillmore iba sin sombrero. Por fuera parecía la personificación de la salud... como el turista americano medio que pasea apacible y con dinero tintineándole en los bolsillos.

«Ya no sé qué hacer», dijo con calma. «Tienes que ayudarme. Estoy indefenso. No consigo rehacerme. Si al menos pudiera alejarme de ella por un tiempo, quizá me recuperaría. Pero no me pierde de vista. Me ha dado permiso sólo para correr al banco: tenía que sacar un poco de dinero. Daré una vuelta contigo y después tengo que volver corriendo: me estará esperando para comer.»

Lo escuché en silencio, pensando para mis adentros que necesitaba, en efecto, a alguien que lo sacara del atolladero en que se encontraba. Se había derrumbado del todo, no le quedaba ni pizca de valor. Era como un niño enteramente... como un niño al que pegan cada día y ya no sabe cómo comportarse, sólo encogerse y retroceder. Cuando giramos bajo la columnata de la Rue de Rivoli, prorrumpió en una diatriba contra Francia. Estaba harto de los franceses. «Hubo un tiempo en que me deshacía en elogios de ellos», dijo, «pero eso era todo literatura. Ahora los conozco... sé cómo son de verdad. Son crueles y mercenarios. Al principio, parece maravilloso, porque tienes la sensación de ser libre. Al cabo de un tiempo, te cansas. Por debajo todo está muerto; no hay sentimiento, ni compasión, ni amistad. Son egoístas hasta los tuétanos. ¡El pueblo más egoísta de la tierra! Sólo piensan en el dinero, el dinero y el dinero. ¡Y tan respetables, tan burgueses! Eso es lo que me saca de quicio. Cuando la veo remendándome las camisas, sería capaz de darle de garrotazos. Siempre remendando y remendando. Ahorrando y ahorrando. Faut faire des économies. Eso es lo único que le oigo decir todo el día. Lo oyes en todas partes. Sois raisonnable, mon chéri! Sois raisonnable! No quiero ser razonable ni lógico. ¡Lo detesto! Quiero troncharme de risa, divertirme. Quiero hacer algo. No quiero sentarme en un café y pasarme el día hablando. ¡Qué leche! No es que nosotros no tengamos defectos... pero tenemos entusiasmo. Es mejor cometer errores que no hacer nada. Prefiero ser un vagabundo en América que estar en buena posición aquí. Quizá sea porque soy yanqui. Nací en Nueva Inglaterra y ése es mi lugar, supongo. No puedes volverte europeo de la noche a la mañana. Llevas algo en la sangre que te hace ser diferente. Es el clima... y todo. Vemos las cosas con otros ojos. No podemos cambiarnos, por mucho que admiremos a los franceses. Somos americanos y debemos seguir siéndolo. Desde luego, detesto a esos puritanos de nuestro país... los detesto con toda el alma. Pero yo mismo soy uno de ellos. Éste no es mi lugar. Estoy harto de él».

Siguió así a lo largo de todos los soportales. Yo no decía ni palabra. Le dejé que soltara todo: le sentaría bien desahogarse. Aun así, pensaba qué extraño era que aquel mismo tipo, si hubiese sido un año antes, habría estado golpeándose el pecho como un gorila y diciendo: «¡Qué día más maravilloso! ¡Qué país! ¡Qué gente!». Y si hubiera pasado por allí un americano y hubiese dicho una palabra contra Francia, Fillmore le habría aplastado la nariz. Habría dado la vida por Francia... un año antes. Nunca he visto a un hombre tan apasionado por un país, tan feliz bajo un cielo extranjero. No era natural. Cuando decía France, quería decir vino, mujeres, dinero en el bolsillo que como viene se va. Quería decir travesuras, vacaciones. Y después, cuando se hubo corrido sus juergas, cuando el viento se llevó la lona y pudo contemplar el cielo, se dio cuenta de que no estaba en un circo, sino en un ruedo, exactamente igual que en cualquier otro sitio. Y, además, más siniestro que la hostia. Muchas veces, cuando lo oía hablar entusiasmado de la espléndida Francia, la libertad y todas esas gilipolleces, me preguntaba qué le habría parecido a un obrero francés, si hubiera podido entender las palabras de Fillmore. No es de extrañar que piensen que estamos todos locos. Para ellos estamos locos. Somos simplemente una pandilla de niños. Idiotas seniles. Lo que nosotros llamamos vida es una novela de tres reales. Ese entusiasmo por debajo... ¿qué es? ¿Qué es ese entusiasmo de pacotilla que revuelve el estómago a cualquier europeo medio? Es una ilusión. No, ilusión es una palabra demasiado buena para eso. Ilusión significa algo. No, no es eso: es un engaño. Un puro engaño, eso es lo que es. Somos como un hato de caballos con anteojeras: alborotados, desbocados, sobre el precipicio. ¡Hala! Cualquier cosa que fomente la violencia y la confusión. ¡Adelante! ¡Adelante! A donde sea. Y echando espuma por la boca todo el tiempo. ¡Gritando aleluya! ¡Aleluya! ¿Por qué? Sólo Dios lo sabe. Va en la sangre. Es el clima. Es un montón de cosas. Es el fin, también. Nos bajamos el mundo entero sobre la cabeza como unas orejeras. No sabemos por qué. Es nuestro destino. El resto es mierda pura...

En el Palais–Royal propuse que paráramos a tomar un trago. Él vaciló un momento. Vi que estaba preocupado por ella, por la comida, por la regañina que se iba a ganar.

«Por el amor de Dios», dije, «olvídate de ella por un rato. Voy a pedir algo de beber y quiero que te lo bebas. No te preocupes, que te voy a sacar de este lío de los cojones». Pedí dos whiskis fuertes.

Cuando vio llegar los whiskis, volvió a sonreírme como un niño enteramente.

«Bébetelo», dije, «y nos tomamos otro. Esto te va a sentar bien. No me importa lo que diga el médico... esta vez te irá bien. ¡Vamos! ¡Bébetelo!».

Se lo bebió de un trago y, cuando el garçon desapareció para ir a buscar otra ronda, me miró con ojos radiantes, como si yo fuera el último amigo en el mundo. Además, le temblaban un poco los labios. Quería decirme algo y no sabía cómo empezar. Lo miré sereno, como si no hubiera advertido su súplica, y, empujando los platillos a un lado, me recliné sobre el codo y le dije muy serio: «Vamos a ver, Fillmore, ¿qué es lo que te gustaría hacer de verdad? ¡Dímelo!».

Al oír aquello, las lágrimas le brotaron a chorros y exclamó: «Me gustaría estar en mi país y con mi gente. Me gustaría oír hablar inglés». Las lágrimas le corrían por la cara. No hizo esfuerzo alguno para secárselas. Dejó que saliera todo a borbotones. Joder, pensé para mis adentros, es estupendo desahogarse así. Estupendo ser un completo cobarde al menos una vez en la vida. Dejar salir todo así. ¡Bien! ¡Muy bien! Me sentí tan bien al verlo hundirse de aquel modo, que tuve la sensación de que podía resolver cualquier problema. Me sentí animoso y decidido. Se me ocurrieron mil ideas a la vez.

«Oye», dije, inclinándome aún más hacia él, «si hablas en serio, ¿por qué no lo haces?... ¿por qué no te vas? ¿Sabes lo que haría yo, si estuviera en tu lugar? Me iría hoy. Sí, qué hostia, claro que sí... Me iría ahora mismo, sin decirle siquiera adiós a ella. En realidad, ésa es la única forma como puedes irte: ella nunca te dejaría despedirte. Y tú lo sabes».

Llegó el garçon con los whiskis. Lo vi alargar la mano con ansia desesperada y llevarse el vaso a los labios. Le vi un destello de esperanza en los ojos: lejano, salvaje, desesperado. Probablemente se viera cruzando el Atlántico a nado. A mí me parecía fácil, sencillo como hacer rodar un tronco. Todo se iba desarrollando rápido en mi cabeza. Sabía cuál sería cada uno de los pasos. Lo veía todo con la claridad de un cristal.

«¿De quién es el dinero que está en el banco?», pregunté. «¿De su padre o tuyo?»

«Es mío», exclamó. «Me lo envía mi madre. No quiero ni un cochino céntimo de ellos.»

«¡Estupendo!», dije. «Oye, suponte que cogemos un taxi y volvemos allí. Y sacamos hasta el último céntimo. Después nos vamos al Consulado Británico a conseguir un visado. Vas a coger el tren esta tarde para Londres. En Londres cogerás el primer barco para América. Digo esto porque así no tendrás que preocuparte de que ella te siga la pista. Nunca sospechará que te has ido vía Londres. Si sale en tu busca, irá, naturalmente, a Le Havre primero o a Cherburgo... Y otra cosa: no vas a volver a recoger tus cosas. Vas a dejar todo aquí. Que se lo quede ella.

Con su mentalidad francesa, nunca se imaginará que te has largado sin bolso ni equipaje. Es increíble. A un francés nunca se le ocurriría hacer una cosa así... a no ser que estuviera tan chiflado como tú.»

«¡Tienes razón!», exclamó. «No se me había ocurrido. Además, tú podrías enviármelas más adelante... ¡en caso de que las suelte! Pero eso no importa ahora. Sólo, ¡que no llevo ni sombrero, joder!»

«¿Para qué necesitas sombrero? Cuando llegues a Londres puedes comprar todo lo que necesites. Ahora lo único que has de hacer es darte prisa. Tenemos que averiguar cuándo sale el tren.»

«Mira», dijo, echando mano a la cartera, «voy a dejar todo en tus manos. Toma, coge esto y haz lo que sea necesario. Yo estoy demasiado débil... estoy aturdido».

Cogí la cartera y extraje los billetes que acababa de sacar del banco. Había un taxi parado junto a la acera. Montamos. A las cuatro, más o menos, salía un tren de la Gare du Nord. Calculé todo: el banco, el Consulado, el American Express, la estación. ¡Muy bien! Teníamos el tiempo justo.

«Ahora, ¡anímate!», dije. «¡Y conserva la calma! ¡¡Joder! Dentro de unas horas estarás cruzando el canal. Esta noche estarás paseando por Londres y te darás una panzada de inglés. Mañana estarás en alta mar... y entonces, qué leche, serás un hombre libre y no tendrás por qué preocuparte de lo que ocurra. Cuando llegues a NuevaYork, esto ya será un mal sueño.»

Estas palabras lo animaron tanto, que los pies se le movían convulsivos, como si intentara correr dentro del taxi. En el banco, la mano le temblaba tanto, que apenas podía firmar. Eso era algo que yo no podía hacer por él: firmar. Pero creo que, si hubiese sido necesario, lo habría sentado en el retrete y le habría limpiado el culo. Estaba decidido a despacharlo, aunque tuviese que plegarlo y meterlo en una maleta.

Cuando llegamos al Consulado Británico, era hora de comer y estaba cerrado. Eso significaba tener que esperar hasta las dos. No se me ocurría nada mejor que hacer, para matar el tiempo, que comer. Naturalmente, Fillmore no tenía hambre. Quería comer un bocadillo. «¡Qué cojones!», dije. «Me vas a invitar a una buena comida. Es la última comida sustancial que vas a hacer aquí... quizá por mucho tiempo.» Lo llevé a un restaurante pequeño y acogedor y pedí un buen banquete. Pedí el mejor vino de la carta, sin mirar el precio ni la cosecha. Tenía todo su dinero en mi bolsillo: la tira, me parecía. Desde luego, nunca había tenido tanto en las manos de una vez. Era un placer cambiar un billete de mil francos. Primero lo puse al trasluz para contemplar la bella filigrana. ¡Dinero hermoso! Una de las pocas cosas que los franceses hacen en gran escala. Y, artísticamente, además, como si sintieran profundo cariño hasta por el símbolo.

Acabada la comida, fuimos a un café. Pedí Chartreuse con el café. ¿Por qué no? Y cambié otro billete: esa vez uno de quinientos francos. Era un billete limpio, nuevo, crujiente. Daba placer manejar un dinero así. El camarero me devolvió un montón de billetes viejos y sucios remendados con papel de pegar; ahora llevaba una pila de billetes de cinco y diez francos y montones de calderilla. Dinero chino, con agujeros. Ya no sabía en qué bolsillo meterlo. Los pantalones rebosaban de monedas y billetes. Me hacía sentirme también un poco incómodo, cargar con toda aquella pasta en público. Temía que nos tomaran por un par de ladrones.

Cuando llegamos al American Express, ya no nos quedaba mucho tiempo. Los ingleses, con su torpeza y pesadez habituales, nos habían tenido en ascuas. Aquí todo el mundo parecía ir sobre ruedas. Eran tan rápidos, que hubo que hacer todo dos veces. Cuando todos los cheques estaban firmados y guardados en una carterita muy mona, descubrieron que los había firmado donde no debía. No hubo más remedio que volver a empezar. Yo me quedé a su lado, observando cada trazo de la pluma, al tiempo que miraba el reloj con el rabillo del ojo. Dolía entregar la pasta. No toda, gracias a Dios... pero sí una buena parte. Yo llevaba en el bolsillo, en números redondos, 2.500 francos. En números redondos, digo. Ya no contaba por francos. Cien o doscientos, más o menos... no significaban nada para mí. En cuanto a él, siguió toda la transacción aturdido. No sabía cuánto dinero tenía. Lo único que sabía era que debía apartar algo para Ginette. Aún no sabía cuánto exactamente: eso íbamos a resolverlo camino de la estación.

Con la agitación habíamos olvidado cambiar todo el dinero. Pero ya estábamos en el taxi y no había tiempo que perder. Lo importante era averiguar cuánto teníamos en total. Nos vaciamos los bolsillos a toda prisa y empezamos a seleccionarlo. Había dinero en el suelo y en el asiento. Era asombroso. Había dinero francés, americano e inglés. Y, además, toda aquella calderilla. Me dieron ganas de recoger las monedas y tirarlas por la ventanilla... para simplificar. Por fin, lo seleccionamos todo; él se quedó con el dinero inglés y americano y yo me quedé con el francés.

Ahora teníamos que decidir rápido qué haríamos con Ginette: cuánto le daríamos, qué le diríamos, etc. Él estaba intentando inventar una historia para que yo se la transmitiera: que si no quería causarle pena, etc. Tuve que interrumpirlo.

«No te preocupes por lo que hay que decirle», dije. «Yo me encargo de eso. ¿Cuánto vas a darle? Eso es lo que importa. ¿Y por qué tienes que darle algo?»

Aquello fue como colocarle una bomba bajo el culo. Estalló en llanto. ¡Y qué llanto! Fue peor que antes. Creí que iba a darle un patatús en mis brazos. Sin pararme a pensar, dije: «¡Bueno, bueno! Le daremos todo este dinero francés. Con esto ha de tener para una temporada».

«¿Cuánto es?», preguntó con voz débil.

«No sé... unos dos mil francos. Más de lo que se merece, de todos modos.»

«¡Por Dios! ¡No digas eso!», imploró. «Al fin y al cabo, le estoy haciendo una faena. Sus padres no querrán volver a verla nunca más. No, dáselo. Dale todo ese dinero de los cojones... No me importa cuánto sea.» Sacó un pañuelo para secarse las lágrimas. «No puedo evitarlo», dijo. «Es superior a mis fuerzas.» Yo no dije nada. De repente se estiró cuan largo era –creí que le estaba dando un ataque o algo así– y dijo: «La Vigen, me parece que debo volver. Debo volver y dar la cara. Si le ocurriera algo a ella, no me lo perdonaría nunca».

Aquello fue un rudo golpe para mí.