TRÓPICO DE CAPRICORNIO

 

 

 

HENRY MILLER

 

Traducción revisada de Carlos Manzano

Notas

1 Young Men's Christian Association: «Asociación de Jóvenes Cristianos».

2 Tía Jemima: personaje que da nombre a una marca, muy conocida en Estados Unidos, de «jarabe de arce»; se trata de una mujer negra y muy gruesa.

3 Mound Builders: antiguos pueblos indios que construyeron los montículos funerarios y fortificaciones en el Medio Oeste y el Sudeste de Estados Unidos.

4 Free on board: «franco de porte».

5 Cash on delivery: «contrarreembolso».

Título original: Tropic of Capricorn

Diseño de la cubierta: Edhasa

Primera edición impresa: julio de 2009

Primera edición en e-book: septiembre de 2016

© 1961 by Greenleaf Classics

© de la traducción revisada: Carlos Manzano Frutos, 2003

© Edhasa, 2003, 2009

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ISBN: 978-84-3500-916-5

Producido en España

A Ella

Una semana más o menos antes de que Valeska se suicidara, conocí a Mara. La semana o las dos semanas que precedieron a aquel acontecimiento fueron una auténtica pesadilla. Una serie de muertes repentinas y encuentros extraños con mujeres. La primera fue Paulina Janowski, una judía de dieciséis o diecisiete años que no tenía hogar ni amigos ni parientes. Vino a la oficina en busca de trabajo. Era casi la hora de cerrar y no tuve valor para rechazarla de plano. No sé por qué, se me ocurrió llevarla a casa a cenar y, de ser posible, intentar convencer a mi mujer para alojarla por un tiempo. Lo que me atrajo de ella fue su pasión por Balzac. Todo el camino hasta casa fue hablándome de Ilusiones perdidas. Como el vagón iba muy lleno, estábamos tan apretados, que daba igual de lo que habláramos, porque los dos íbamos pensando en una sola cosa. Naturalmente, mi mujer se quedó estupefacta al verme a la puerta en compañía de una joven bonita. Se mostró educada y cortés con su frialdad habitual, pero en seguida comprendí que era inútil pedirle que alojara a la muchacha. Lo máximo que pudo hacer fue acompañarnos a la mesa, mientras durase la cena. En cuanto hubimos acabado, se excusó y se fue al cine. La muchacha se echó a llorar. Todavía estábamos sentados a la mesa, con los platos apilados delante de nosotros. Me acerqué a ella y la abracé. La compadecía sinceramente y no sabía qué hacer por ella. De repente, me echó los brazos al cuello y me besó apasionada. Estuvimos un rato así, abrazándonos, y después pensé que no, que era delito y, además, quizá no se hubiera ido al cine mi mujer, tal vez volviese de un momento a otro. Dije a la chica que se calmara, que cogeríamos el tranvía y daríamos una vuelta. Vi la hucha de la niña sobre la repisa de la chimenea, me la llevé al retrete y la vacié en silencio. Sólo había unos setenta y cinco centavos. Cogimos un tranvía y nos fuimos a la playa. Por fin, encontramos un lugar desierto y nos tumbamos en la arena. Estaba histéricamente apasionada y no quedó más remedio que hacerlo. Pensé que después me lo reprocharía, pero no lo hizo. Nos quedamos un rato allí tumbados y se puso a hablar de Balzac otra vez. Al parecer, tenía la ambición de ser escritora. Le pregunté qué iba a hacer. Dijo que no tenía la menor idea. Cuando nos levantamos para marcharnos, me pidió que la dejara en la carretera. Dijo que pensaba ir a Cleveland o a algún sitio así. Cuando la dejé delante de una estación de gasolina, con unos treinta y cinco centavos en el monedero, eran más de las doce de la noche. Al ponerme en camino hacia casa, empecé a maldecir a mi mujer por lo mezquina que era. Deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido a ella a quien hubiese dejado en la carretera sin saber adónde ir. Sabía que, cuando regresara, ni siquiera mencionaría el nombre de la muchacha.

Volví a casa y me estaba esperando. Pensé que iba a volver a armarme un cristo. Pero, no; había esperado despierta porque había un recado importante de O'Rourke. Debía telefonearle tan pronto como llegara a casa. Sin embargo, decidí no hacerlo. Decidí quitarme la ropa y acostarme. Justo cuando acababa de instalarme cómodamente en la cama, sonó el teléfono. Era O'Rourke. Había un telegrama para mí en la oficina: me preguntó si debía abrirlo y leérmelo. Le dije que sí, claro. El telegrama iba firmado por Mónica. Procedía de Buffalo. Decía que llegaba a la Estación Central por la mañana con el cadáver de su madre. Le di las gracias y volví a la cama. Mi mujer no preguntó nada. Me quedé tumbado sin saber qué hacer. Si accedía a la petición de Mónica, sería volver a empezar otra vez. Precisamente había estado agradeciendo a mi estrella que me hubiera librado de Mónica. Y ahora volvía con el cadáver de su madre. Lágrimas y reconciliación. No, no me gustaba esa perspectiva. Y si no me presentaba, ¿qué pasaría? Siempre había alguien para hacerse cargo de un cadáver. Sobre todo, si la desconsolada hija era una atractiva joven rubia de vivaces ojos azules. Me pregunté si volvería a su trabajo en el restaurante. Si no hubiera sabido griego y latín, nunca me habría juntado con ella. Pero mi curiosidad pudo más. Y, además, era tan pobre, que también eso me conmovió. Quizá no habría estado mal del todo, si no le hubiesen olido las manos a grasa. Eso era lo que echaba a perder su encanto: sus manos grasientas. Recuerdo la noche que la conocí y fuimos a pasear por el parque. Estaba preciosa y era despierta e inteligente. Era la época en que se llevaba la falda corta y a ella la favorecía mucho. Yo iba al restaurante noche tras noche sólo para verla moverse de un lado para otro, inclinarse para servir o agacharse a recoger un tenedor. Y con las hermosas piernas y los ojos hechiceros, una parrafada maravillosa sobre Homero; con el cerdo y el sauerkraut, un verso de Safo, las conjugaciones latinas, las odas de Píndaro; con el postre, los Rubaiyat tal vez o Cynara. Pero las manos grasientas y la cama desaliñada de la pensión frente al mercado... ¡ufl!... me daban náuseas. Cuanto más la rehuía, más se apegaba a mí. Cartas de amor de diez páginas con notas al pie sobre Así habló ZaratustraY después un silencio repentino, del que me felicité con ganas. No, no podía hacerme a la idea de ir a la Estación Central por la mañana. Me di la vuelta y me quedé profundamente dormido. Por la mañana pediría a mi mujer que telefoneara a la oficina y dijese que estaba enfermo. Ya hacía más de una semana que no caía enfermo: ya era hora de volver a estarlo.

Al mediodía me encuentro a Kronski esperándome delante de la oficina. Quiere que coma con él... desea presentarme a una muchacha egipcia. La muchacha resulta ser judía, pero procede de Egipto y parece egipcia. Está buenísima y los dos nos ponemos a trabajarla a la vez. Como había dicho que estaba enfermo, decidí no volver a la oficina y dar un paseo por el East Side. Kronski volvería para encubrirme. Dimos la mano a la muchacha y nos fuimos cada uno por nuestro lado. Yo me dirigí hacia el río, donde hacía más fresco, y casi al instante me olvidé de la muchacha. Me senté al borde del muelle con las piernas colgando sobre el larguero. Pasó una chalana cargada de ladrillos rojos. De repente, me vino Mónica a la memoria. Mónica llegando a la Estación Central con un cadáver. ¡Un cadáver franco de porte con destino a Nueva York! Parecía tan absurdo y ridículo, que me eché a reír. ¿Qué habría hecho con él? ¿Lo habría dejado en la consigna o en un apartadero? Seguro que estaría maldiciéndome con ganas. Me pregunté qué habría pensado, si hubiera podido imaginarme sentado ahí, en el muelle, con las piernas colgando sobre el larguero. Hacía calor y bochorno, pese a la brisa que soplaba del río. Empecé a dar cabezadas. Mientras dormitaba, me vino Paulina a la memoria. La imaginé caminando por la carretera con la mano alzada. Era una chica valiente, sin duda alguna. Era curioso que no pareciera preocuparle quedar embarazada. Quizás estuviera tan desesperada, que le diese igual. ¡Y Balzac! Eso también era muy absurdo. ¿Por qué Balzac? En fin, eso era asunto suyo. De cualquier modo, tendría suficiente para comer hasta que encontrara a otro tipo. Pero, ¡que una chica así quisiera ser escritora! Bueno, ¿y por qué no? Todo el mundo tenía ilusiones de una clase o de otra. También Mónica quería ser escritora. Todo el mundo se estaba haciendo escritor. ¡Escritor! ¡La leche, qué pueril parecía!

Me adormecí... Cuando me desperté, tenía una erección. El sol parecía abrasarme justo en la bragueta. Me levanté y me lavé la cara en la fuente. Seguía haciendo calor y bochorno. El asfalto estaba blando como puré, las moscas picaban, la basura se pudría en el arroyo. Fui caminando entre las carretillas y observando las cosas con la mirada perdida. La erección persistió todo el tiempo, sin que pensara en alguien en concreto. Hasta que volví a pasar por la Segunda Avenida, no recordé de repente a la judía egipcia de la comida. Recordé haberla oído decir que vivía encima del Restaurante Ruso, cerca de la Calle 12. Seguía sin tener idea de lo que iba a hacer. Iba mirando escaparates, matando el tiempo. No obstante, los pies me iban arrastrando hacia el Norte, hacia la Calle 14. Cuando llegué a la altura del Restaurante Ruso, me detuve un momento y después subí las escaleras corriendo de tres en tres. La puerta del vestíbulo estaba abierta. Subí dos pisos leyendo los nombres en las puertas. Vivía en el último piso y bajo su apellido aparecía el de un hombre. Llamé bajito. No hubo respuesta. Volví a llamar, un poco más fuerte. Esa vez oí a alguien ir y venir. Después, una voz cerca de la puerta preguntó quién era, al tiempo que giraba el pomo de la puerta. La abrí de un empujón y entré a tientas en la habitación en penumbra. Fui a caer en sus brazos y la sentí desnuda bajo la bata medio abierta. Debía de haber estado profundamente dormida y sólo a medias comprendió quién la estaba abrazando. Cuando se dio cuenta de que era yo, intentó escaparse, pero la tenía bien cogida y empece a besarla con pasión y a hacerla retroceder a un tiempo hacia el sofá junto a la ventana. Susurró que la puerta había quedado abierta, pero no iba a correr el riesgo de dejarla escapar de mis brazos. Así, que di un ligero rodeo y poco a poco la llevé hasta la puerta y la hice empujarla con el culo. La cerré con la mano libre y después la llevé hasta el centro de la habitación y con la mano libre me desabroché la bragueta, saqué el canario y se lo metí. Estaba tan adormilada, que era casi como manejar un autómata. También me di cuenta de que estaba disfrutando con la idea de que la follaran medio dormida. Lo malo era que, cada vez que la embestía, se despertaba un poco más. Y, a medida que recobraba la conciencia, se asustaba cada vez más. No sabía qué hacer para volver a dormirla sin perderme un polvo tan bueno. Conseguí tumbarla en el sofá sin perder terreno y entonces ella estaba ya más cachonda que la hostia y se retorcía como una anguila. Desde que había empezado a darle marcha, creo que no había abierto los ojos ni una vez. Yo repetía sin cesar para mis adentros: «una ja egipcia... una ja egipcia», y, para no correrme inmediatamente, me puse a pensar en el cadáver que Mónica había traído hasta la Estación Central y en los treinta y cinco centavos que había dejado con Paulina en la carretera. Y entonces, ¡pan!, un fuerte golpe en la puerta, ante lo cual abrió los ojos y me miró sumamente aterrada. Empecé a retirarme rápido, pero, ante mi sorpresa, ella me retuvo con todas sus fuerzas. «No te muevas», me susurró al oído. «¡Espera!» Se oyó otro sonoro golpe y después oí la voz de Kronski que decía: «Soy yo, Thelma... soy yo, Izzi». Al oírlo, casi me eché a reír. Volvimos a colocarnos en una posición natural y, cuando cerró los ojos suavemente, se la moví dentro, despacito, para no volver a despertarla. Fue uno de los polvos más maravillosos de mi vida. Creía que iba a durar eternamente. Cada vez que me sentía en peligro de correrme, dejaba de moverme y me ponía a pensar: en dónde me gustaría pasar las vacaciones, por ejemplo, en caso de que me las dieran, o en las camisas que había en el cajón de la cómoda, o en el remiendo de la alfombra del dormitorio, justo al pie de la cama. Kronski seguía ante la puerta: lo oía cambiar de posición. Cada vez que sentía su presencia allí, le tiraba un viaje a ella de propina y, medio dormida como estaba, me respondía, divertida, como si entendiera lo que quería yo decir con aquel lenguaje de mete y saca. No me atrevía a pensar en lo que podría estar pensando ella o, si no, me habría corrido al instante.

A veces me aproximaba peligrosamente, pero el truco que me salvaba era pensar en Mónica y en el cadáver en la Estación Central. Aquella idea, su carácter humorístico, quiero decir, actuaba como una ducha fría.

Cuando acabamos, abrió los ojos y me miró, como si fuese la primera vez que me veía. No tenía nada que decirle; mi única idea era largarme lo más rápido posible. Mientras nos lavábamos, vi una nota en el suelo junto a la puerta. Era de Kronski. Acababan de llevar a su esposa al hospital... quería que ella fuera a encontrarse con él en el hospital. ¡Sentí un gran alivio! Eso significaba que podía largarme sin tener que dar explicaciones inútiles.

El día siguiente recibí una llamada de Kronski. Su mujer había muerto en el quirófano. Aquella noche fui a casa a cenar; aún estábamos sentados a la mesa, cuando sonó el timbre. Ahí estaba Kronski, a la puerta, con aspecto absolutamente hundido. Siempre me resultaba difícil pronunciar palabras de condolencia; con él era absolutamente imposible. Al oír a mi mujer pronunciar sus trilladas palabras de pésame, me sentí más asqueado de ella que nunca. «¡Vámonos de aquí!», dije.

Caminamos en absoluto silencio por un rato. Al llegar a la altura del parque, entramos y nos dirigimos hacia los prados. Había una niebla espesa y no se veía nada a un metro de distancia. De repente, mientras avanzábamos a ciegas, empezó a sollozar.

Me detuve y volví la cabeza a otro lado. Cuando pensé que había acabado, me di la vuelta y me lo encontré mirándome con una sonrisa extraña. «Es curioso», dijo, «lo difícil que es aceptar la muerte.» Sonreí yo también en aquel momento y le puse la mano en el hombro. «Sigue», dije, «di todo lo que tengas que decir. Desahógate.» Reanudamos el paso y recorrimos los prados de un extremo a otro, como si fuéramos caminando bajo el mar. La niebla se había vuelto tan espesa, que apenas podía distinguir sus facciones. Él iba hablando tranquilo, pero como un loco. «Sabía que iba a suceder», dijo. «Era demasiado bonito para durar.» La noche antes de que cayera enferma, él había soñado con que perdía su identidad. «Iba tambaleándome y dando vueltas en la obscuridad y pronunciando mi nombre. Recuerdo que llegué a un puente y, al mirar el agua, me vi ahogándome. Me tiré del puente de cabeza y, cuando salí a la superficie, vi a Yetta flotando bajo el puente. Estaba muerta.» Y de pronto añadió: «Estabas allí ayer, cuando llamé a la puerta, ¿verdad? Sabía que estabas allí y no podía marcharme. Sabía también que Yetta estaba agonizando y quería estar con ella, pero tenía miedo de ir solo». No dije nada y él siguió con sus divagaciones. «La primera muchacha a la que amé murió del mismo modo. Yo era un niño y no podía olvidarla. Todas las noches iba al cementerio y me sentaba junto a su tumba. La gente creía que había perdido el jucio. Y debía de haberlo perdido. Ayer, cuando estaba ante la puerta, todo me volvió a la memoria. Volvía a estar en Trenton, en la tumba, y la hermana de la muchacha a la que amaba estaba sentada a mi lado. Ella dijo que no podía seguir así por mucho tiempo, que me volvería loco. Pensé para mis adentros que estaba loco de verdad y, para demostrármelo a mí mismo, decidí hacer alguna locura, conque le dije: "No es a ella a quien amo, sino a ti", la atraje hacia mí y nos tumbamos a besarnos y, al final, me la jodí, al lado mismo de la tumba. Y creo que eso me curó, porque nunca regresé ni volví a pensar en ella nunca... hasta ayer, cuando estaba delante de la puerta. Si hubiera podido echarte el guante ayer, te habría estrangulado. No sé por qué me sentí así, pero me pareció que habías abierto una tumba, que estabas violando el cadáver de la muchacha a la que yo amaba. Es una locura, ¿verdad? ¿Y por qué he venido a verte esta noche? Quizá porque te soy del todo indiferente... porque no eres judío y puedo hablarte... porque te importa un comino y tienes razón... ¿Has leído La rebelión de los ángeles?»

Acabábamos de llegar al sendero para bicicletas que rodea el parque. Las luces del bulevar flotaban en la niebla. Lo miré atento y vi que había perdido el juicio. Me pregunté si podría hacerlo reír. Temía también que, si se echaba a reír, no se detuviera nunca. Conque empecé a hablar de lo que saliese, de Anatole France primero y después de otros escritores y, por último, cuando sentí que se me escapaba, cambié de improviso al tema del general Ivolgin y ante eso se echó a reír, pero no era risa, sino un cacarear, un cacarear horrible, como el de un gallo con la cabeza en el tajo. Fue un ataque tan violento, que hubo de detenerse y sujetarse el vientre; le brotaban lágrimas de los ojos y entre los cacareos dejaba escapar los sollozos más terribles y desgarradores. «Sabía que me harías sentirme mejor», dijo de improviso, al extinguirse el último ataque. «Siempre he dicho que eras un hijo de puta loco... eres un cabrito judío tú también, pero no lo sabes... a ver, cabronazo, ¿qué tal te fue ayer? ¿Se la metiste? ¿No te dije que tenía un buen polvo? ¿Y sabes con quién vive? ¡La Virgen! ¡Qué suerte tuviste de que no te pillara! Vive con un poeta ruso... y, además, lo conoces. Te lo presenté una vez en el Café Royal. Más vale que no se entere. Te saltará la tapa de los sesos... y escribirá un bello poema y se lo enviará a ella con un ramo de flores. Sí, claro, lo conocí en Stelton, en la colonia anarquista. Su viejo era un nihilista. Toda la familia está loca. Por cierto, más vale que te andes con cuidado. Quería decírtelo el otro día, pero no pensaba que fueras a actuar tan deprisa. Mira, puede que tenga sífilis. No es por meterte miedo. Te lo digo por tu bien...»

Aquella explosión pareció calmarlo. Estaba intentando decirme a su retorcido modo judío que me apreciaba. Para hacerlo, primero tenía que destruir todo lo que me rodeaba: mi mujer, el trabajo, mis amigos, la «chorba negra», como llamaba a Valeska, etcétera. «Creo que algún día vas a ser un gran escritor», dijo. «Pero», añadio malicioso, «primero tendrás que sufrir un poco. Quiero decir sufrir de verdad, porque todavía no sabes lo que significa esa palabra.Te lo crees tú, que has sufrido. Primero tienes que enamorarte. Porque es que esa chorba negra... no pensarás que estás enamorado de ella, ¿verdad? ¿Le has visto bien el culo?... cómo le va creciendo, quiero decir. Dentro de cinco años se parecerá a la tía Jemima 2. Haréis una pareja chachi paseando por la avenida con un fila de negritos detrás. Joder, preferiría verte casado con una chica judía. Desde luego, no sabrías apreciar su valor, pero te vendría bien. Necesitas algo que te haga sentar la cabeza. Estás desperdiciando tus energías. Oye, ¿por qué te juntas con todos esos chorras? Pareces tener un don para juntarte con la gente que no te conviene. ¿Por qué no te dedicas a algo útil? Ese trabajo no es para ti: podrías ser un baranda en otro sitio. Quizás un dirigente sindical... no sé qué exactamente. Pero primero tienes que liberarte de esa mujer de cara afilada que tienes. ¡Pufff! Cuando la miro, me dan ganas de escupirle a la cara. No comprendo cómo un tipo como tú ha podido casarse con una mala puta como ésa. ¿Qué te llevó a hacerlo?... ¿sólo un par de ovarios calientes? Mira, eso es lo que te pasa: sólo piensas en el sexo... No, tampoco quiero decir eso. Tienes inteligencia, pasión y entusiasmo... pero parece importante un comino lo que haces o lo que te pasa. Si no fueses un cabrón tan romántico, casi juraría que eras judío. Mi caso es diferente... Nunca he tenido ninguna razón para esperar algo del futuro. Pero tú llevas algo dentro... sólo, que eres demasiado vago para sacarlo. Mira, a veces, cuando te oigo hablar, pienso para mis adentros: ¡si ese tipo fuera capaz de escribirlo! Pero, hombre, si podrías escribir un libro que hiciera caérsele la cara de vergüenza a un tipo como Dreiser. Tú eres diferente de los americanos que conozco; en cierto modo, no tienes nada que ver con este país y está pero que muy bien que sea así. Estás un poco chiflado, también... supongo que lo sabes. Pero en el buen sentido. Mira, hace un rato, si hubiera sido cualquier otra persona la que me hubiese hablado así, la habría asesinado. Creo que te aprecio más porque no has intentado manifestarme compasión. Sé que no debo esperar compasión de ti. Si hubieras dicho una sola palabra hipócrita esta noche, me habría vuelto loco de verdad. Lo sé. Estaba al borde mismo. Cuando has empezado a hablar del general Ivolgin, he pensado por un momento que todo había acabado para mí. Eso es lo que me hace pensar que tienes algo dentro... ¡ha sido una auténtica demostración de astucia! Y ahora déjame decirte una cosa... si no te dominas, pronto vas a estar como una cabra. Llevas algo dentro que te está royendo las entrañas. No sé qué es, pero a mí no puedes engañarme. Te conozco como si te hubiera parido. Sé que algo te preocupa... y no es sólo tu mujer ni tu trabajo ni esa chorba negra siquiera de la que crees estar enamorado. A veces pienso que deberías haber nacido en otra época. Oye, no quiero que pienses que te estoy convirtiendo en un ídolo, pero hay algo de verdad en lo que digo... con sólo que tuvieras un poco más de confianza en ti mismo, podrías ser el hombre más grande del mundo ahora mismo. Ni siquiera tendrías que ser escritor. Podrías llegar a ser otro Jesucristo, qué sé yo. No te rías... lo digo en serio. No tienes ni la menor idea de tus posibilidades... estás completamente ciego para lo que no sean tus deseos. No sabes lo que quieres. No lo sabes porque nunca te paras a pensar. Te estás dejando consumir por la gente. Eres un tonto de remate, un idiota. Si yo tuviera la décima parte de lo que tú tienes, podría volver el mundo patas arriba. Crees que es una locura, ¿eh? Bueno, pues, mira... nunca he estado más cuerdo en mi vida. Cuando he venido a verte esta noche, pensaba que estaba a punto de suicidarme. Casi da igual que lo haga o no. Pero el caso es que ahora no tiene demasiado sentido. Con eso no la recuperaré. Nací sin suerte. Dondequiera que voy parezco llevar conmigo el desastre. Pero no quiero irme para el otro barrio todavía... Primero quiero hacer algo bueno en el mundo. Puede que te parezca una tontería, pero es verdad. Quisiera hacer algo por los demás... »

Se detuvo de improviso y volvió a mirarme con aquella sonrisa triste. Era la mirada de un judío desesperanzado en quien, como en todos los de su raza, el instinto de vida era tan fuerte, que, aunque no había absolutamente nada que esperar, se sentía incapaz de matarse. Esa desesperanza era algo totalmente ajeno a mí. Pensé para mis adentros: ¡si al menos pudiera estar en su pellejo y él en el mío! Pero, bueno, ¡si yo podría matarme por una bagatela! Y lo que más me reventaba era la idea de que él ni siquiera disfrutaría en el entierro... ¡el entierro de su propia esposa! Dios sabe que los entierros a que asistíamos eran bastante tristes, pero siempre había algo de comer y de beber después, chistes verdes muy buenos y carcajadas con ganas. Quizá fuera yo demasiado pequeño para apreciar los aspectos tristes, aunque veía con bastante claridad cómo se lamentaban y lloraban. Pero eso nunca significó gran cosa para mí, porque después del entierro, sentados en la terraza de la cervecería contigua al cementerio, siempre había una atmósfera de buen humor, pese a los vestidos de luto, los crespones y las coronas de flores. Como un niño que era entonces, me parecía que estaban intentando establecer algún tipo de comunión con el difunto. Algo casi al estilo egipcio, ahora que lo pienso. En tiempos creía que eran un hatajo de hipócritas. Pero, no. Eran simples alemanes estúpidos y sanos con ganas de vivir. La muerte era algo que superaba su comprensión, por extraño que parezca, pues, si te atenías exclusivamente a lo que decían, te imaginabas que ocupaba gran parte de sus pensamientos. Pero en realidad no la comprendían en absoluto... no como los judíos, por ejemplo. Hablaban de la otra vida, pero en realidad nunca creyeron en ella. Y, si alguien estaba tan desconsolado que llegaba hasta el extremo de llorar, lo miraban con suspicacia, como se miraría a un demente. Había límites para la pena igual que para la alegría, ésa era la impresión que me daban. Y en los límites extremos siempre estaba la barriga por llenar... con bocadillos de queso de Limburgo, cerveza, kümmel y muslos de pavo, si los había. Lloraban mientras se bebían la cerveza. Y al cabo de un minuto ya estaban riendo, riendo de alguna rareza del difunto. Hasta su uso del pretérito me causaba un efecto curioso. Una hora después de que estuviera bajo tierra, ya estaban diciendo del difunto: «tenía tan buen carácter...», como si hiciese mil años que hubiera muerto, como si hubiese sido un personaje histórico o de los Nibelungos. El caso era que estaba muerto, muerto para siempre, y ellos, los vivos, estaban ya separados de él y para siempre, y había que vivir el hoy y el mañana, lavar la ropa, preparar la comida, y, cuando le llegara el turno al siguiente, seleccionar un ataúd y reñir por el testamento, pero todo formaría parte de la rutina diaria y perder tiempo lamentándose y apenándose era un pecado, porque Dios, si es que existía, lo había querido así y nosotros, los mortales, nada teníamos que decir al respecto. Sobrepasar los límites de la alegría y la pena era perverso. Estar al borde de la locura era el pecado más grave. Tenían un sentido extraordinario, animal, de la adaptación; habría constituido un espectáculo maravilloso, si hubiera sido animal de verdad, pero resultaba horrible, cuando comprendías que no era sino obtusa indiferencia e insensibilidad alemana. Y, aun así, yo prefería, no sé por qué, aquellos estómagos animados a la pena de cabeza de hidra del judío. En el fondo no podía compadecer a Kronski: habría tenido que compadecer a toda su tribu. La muerte de su mujer era un simple detalle, una menudencia, en la historia de sus calamidades. Como había dicho él mismo, había nacido sin suerte. Había nacido para ver salir mal las cosas... porque durante cinco mil años las cosas habían salido mal en la sangre de la raza. Venían al mundo con esa mirada de soslayo, deprimida y desesperanzada en el rostro y abandonarían el mundo del mismo modo. Dejaban mal olor tras sí: un veneno, un vómito de pena. El hedor que intentaban eliminar del mundo era el que ellos mismos habían traído. Reflexioné sobre todo eso, mientras lo escuchaba. Me sentía tan bien y tan limpio por dentro, que, cuando nos separamos, después de haber doblado una esquina, me puse a silbar y a canturrear. Y luego se apoderó de mí una sed terrible y me dije con mi mejor acento irlandés: «Pues, claro. Mira, chaval, ahora tendrías que estar tomando una copita», y, al decirlo, me metí en una taberna y pedí una buena jarra de cerveza espumosa y una gran hamburguesa con mucha cebolla. Me tomé otra jarra de cerveza y después una copa de coñac y pensé para mis adentros con mi rudeza habitual: «Si el pobre tío no tiene bastante juicio para disfrutar con el entierro de su mujer, lo disfrutaré yo por él». Y cuanto más lo pensaba, más contento me ponía, y, si sentía la menor pena o envidia, era sólo porque no podía ponerme en el pellejo de la pobre judía muerta, porque la muerte era algo que superaba absolutamente la comprensión de un estúpido goi como yo y era una pena desperdiciarla en gente como ellos, que sabían todo lo que había que saber del asunto y, en cualquier caso, no la necesitaban. Me embriagué tanto con la idea de morir, que en mi estupor de borracho iba diciendo entre dientes al Dios de las alturas que me matara aquella noche: «Mátame, Dios, para saber en qué consiste». Intenté lo mejor que pude imaginar cómo sería eso de entregar el alma, pero no hubo manera. Lo máximo que pude hacer fue imitar un estertor de agonía, pero al hacerlo casi me asfixié y entonces me asusté tanto, que casi me cagué en los pantalones. De todos modos, eso no era la muerte. Sólo era asfixiarse. La muerte se parecía más a lo que habíamos experimentado en el parque: dos personas caminando una junto a otra en la niebla, rozándose contra los árboles y los matorrales y sin decirse ni palabra. Era algo más vacío que el nombre mismo y, aun así, correcto y pacífico, digno, si preferís. No era una continuación de la vida, sino un salto en la obscuridad y sin posibilidad de regresar nunca, ni siquiera como una mota de polvo. Y era algo correcto y hermoso, me dije, pues, ¿por qué habría uno de querer regresar? Probar una vez es probar para siempre: la vida o la muerte. Caiga del lado que caiga la moneda, está bien, mientras no apuestes. Hombre, claro, es penoso asfixiarse con la propia saliva: desagradable más que nada. Y, además, no siempre mueres de asfixia. A veces te vas mientras duermes, sereno y tranquilo como un cordero. Llega el Señor y te reintegra al redil, como se suele decir. El caso es que dejas de respirar. ¿Y por qué diablos habrías de querer seguir respirando para siempre? Cualquier cosa que hubiera que hacer sin fin sería una tortura. Los pobres diablos humanos que somos deberíamos alegrarnos de que alguien idease una salida. A la hora de dormir, no nos lo pensamos mucho. Pasamos la tercera parte de nuestras vidas roncando sin parar, como ratas borrachas. ¿Qué me decís de eso? ¿Es eso trágico? Bueno, entonces, digamos tres terceras partes de sueño como el de ratas borrachas. ¡¡Joder! Si tuviéramos un poco de juicio, ¡bailaríamos de alegría sólo de pensarlo! Podríamos morir mañana todos en la cama, sin dolor, sin sufrir: si tuviésemos juicio para sacar partido de nuestros remedios. No queremos morir, eso es lo malo que tenemos. Eso es lo que da sentido a Dios y a la olla de grillos de nuestra azotea. ¡El general Ivolgin! Eso le hizo soltar un cacareo... y algunos sollozos sin lágrimas. Lo mismo habría podido decir «queso de Limburgo». Pero el general Ivolgin significa algo para él... algo demencial. Lo de «queso de Limburgo» habría sido demasiado sensato, demasiado trivial. Sin embargo, todo es queso de Limburgo, incluido el general Ivolgin, el pobre borracho estúpido. El general Ivolgin surgió del queso de Limburgo de Dostoyevski, su marca de fábrica particular. Eso significa determinado sabor, determinada etiqueta. Así, la gente lo reconoce, cuando lo huele, cuando lo prueba. Pero, ¿de qué estaba hecho ese queso de Limburgo del general Ivolgin? Hombre, pues, de lo que quiera que esté hecho el queso de Limburgo, que es x y, por tanto, incognoscible. Y entonces, ¿qué? Pues, nada... nada en absoluto. Punto final... o bien un salto en la obscuridad y sin regreso.

Mientras me quitaba los pantalones, recordé de repente lo que el cabrón me había dicho. Me miré la picha y presentaba un aspecto tan inocente como siempre. «No me digas que tienes sífilis», dije, sosteniéndola en la mano y apretándola un poco, para ver si le salía algo de pus. No, no pensaba que hubiera demasiada posibilidad de tener la sífilis. Yo no había nacido con esa clase de estrella. Purgaciones, sí, eso era posible. Todo el mundo tiene purgaciones alguna vez. Pero, ¡la sífilis, no! Sabía que él me la haría tener, si pudiese, sólo para hacerme comprender lo que era el sufrimiento. Pero no me iba a tomar la molestia de complacerlo. Soy un goy tonto y con suerte de nacimiento. Bostecé. Todo olía tanto al queso limburgués de los cojones, que, con sífilis o sin ella, pensé para mis adentros, si ella está conforme, echaré otro palete para acabar el día. Pero, evidentemente, no estaba conforme. Lo que le apetecía era volverme el culo. Conque me quedé así, con el nabo tieso contra su culo y se lo metí por telepatía. ¡Huy, la hostia! Debió de recibir el mensaje aun estando, como estaba, profundamente dormida, porque no tuve ninguna dificultad para entrar por la puerta trasera y, además, no tuve que mirarla a la cara, lo que era un alivio de la hostia. Cuando le envié el último viaje, pensé para mis adentros: «Mira, chaval, es queso de Limburgo y ahora puedes darte la vuelta y roncar...».

Parecía que iba a ser eterna, la letanía del sexo y la muerte. La tarde siguiente misma recibí en la oficina una llamada de teléfono de mi mujer para decirme que acababan de llevar al manicomio a su amiga Arline. Eran amigas desde el colegio de monjas en el Canadá, en el que las dos habían estudiado música y el arte de la masturbación. Yo había ido conociendo poco a poco a todo el grupo, incluida la hermana Antolina, que llevaba un braguero para hernia y, al parecer, era la suprema sacerdotisa del culto del onanismo. Todas ellas habían estado alguna vez locas por la hermana Antolina. Y Arline, la de la jeta pastel de chocolate, no era la primera del grupito que iba al manicomio. No digo que fuera la masturbación lo que las llevase allí, pero, desde luego, la atmósfera del convento tenía algo que ver. Todas ellas estaban viciadas desde el embrión.

Antes de que pasara la tarde, entró mi viejo amigo MacGregor. Llegó con su habitual aspecto taciturno y quejándose de la llegada de la vejez, pese a que apenas pasaba de los treinta años. Cuando le conté lo de Arline, pareció animarse un poco. Dijo que siempre había estado convencido de que le pasaba algo raro. ¿Por qué? Porque cuando intentó forzarla una noche, se echó a llorar como una histérica. Lo peor no era el llanto, sino lo que decía. Decía que había pecado contra el Espíritu Santo, por lo que iba a tener que llevar una vida de continencia. Al recordar el caso, se echó a reír, con su tristeza habitual. «Yo le dije: "Bueno, no tienes por qué hacerlo, si no quieres... basta con que la sostengas en la mano!" ¡La hostia! Cuando dije eso, creí que iba a volverse tarumba. Dijo que yo estaba intentando mancillar su inocencia: así es como lo dijo. Y, al mismo tiempo, la cogió con la mano y me la apretó tan fuerte, que casi me desmayé. Y sin dejar de llorar, además, ni de machacar sobre lo del Espíritu Santo y su "inocencia". Recordé lo que tú me habías dicho una vez y le di un buen bofetón en la boca. Surtió efecto como por arte de magia. Al cabo de poco, se tranquilizó, lo suficiente para metérsela poquito a poco, y entonces empezó la auténtica diversión. Oye, ¿te has follado alguna vez a una mujer chalada? Vale la pena. Desde el momento en que se la metí, empezó a hablar por los codos. No te lo puedo describir exactamente, pero era como si no supiese que me la estaba jodiendo. Oye, no sé si alguna vez te has follado a una mujer, mientras se comía una manzana... bueno, pues, ya te puedes imaginar el efecto que te causa. Ésta era mil veces peor. Me crispó los nervios de tal modo, que empecé a pensar que también yo estaba un poco chiflado... Y ahora escucha esto, que te costará creer, pero te estoy diciendo la verdad. ¿Sabes lo que hizo, cuando acabamos? Me abrazó y me dio las gracias... Espera, eso no es todo. Después se levantó de la cama, se arrodilló y elevó una plegaria por mi alma. ¡La Virgen! Eso no lo puedo olvidar. "Por favor, haz que Mac sea mejor cristiano", dijo. Y yo allí tumbado escuchándola con la picha fláccida. No sabía si estaba soñando o qué. "¡Por favor, haz que Mac sea mejor cristiano!" ¿Qué te parece?»

«¿Qué vas a hacer esta noche?», añadió alegre.

«Nada en particular», dije.

«Entonces, vente conmigo. Tengo una chavala que quiero que conozcas... Paula. La conocí en el Roseland la otra noche. No está loca: sólo es ninfómana. Quiero verte bailar con ella. Será un placer... sólo de verte. Mira, si no te corres en los pantalones, cuando empiece a menearse, entonces yo soy un hijo de puta. Vamos, cierra la queli. ¿Qué cojones hacemos aquí?»

Como había mucho tiempo por matar antes de ir al Roseland, nos fuimos a un tugurio cerca de la Séptima Avenida. Antes de la guerra había sido francés; ahora era una taberna clandestina regentada por un par de italianinis. Había una pequeña barra junto a la puerta y en la trastienda un cuartito con el suelo cubierto de serrín y una máquina de música tragaperras. Nuestra intención era tomar un par de copas y después comer. Ésa era nuestra intención. Sin embargo, conociéndolo como lo conocía, no estaba nada seguro de que fuéramos al Roseland juntos. Si aparecía una mujer que fuese de su gusto –y para eso no importaba que fuera fea, que tuviese mal aliento, ni que fuera coja–, yo sabía que me dejaría en la estacada y se largaría. Lo único que me preocupaba, cuando estaba con él, era asegurarme por adelantado de que tenía dinero suficiente para pagar las copas que pedíamos. Y, naturalmente, no perderlo nunca de vista hasta que estuviesen pagadas.

Las dos o tres primeras copas lo sumían siempre en los recuerdos. Reminiscencias de jais, claro está. Sus recuerdos traían a la memoria una historia que me había contado una vez y que me había causado una impresión indeleble. Trataba de un escocés en su lecho de muerte. Justo cuando estaba a punto de fallecer, su mujer, al verlo hacer esfuerzos por decir algo, se inclinó sobre él con ternura y le dijo: «¿Qué, Jock? ¿Qué es lo que estás intentando decir?». Y Jock, con un último esfuerzo, se alzó fatigosamente y dijo: «Pues joder... joder... joder».

Ése era siempre el tema inicial y el tema final, con MacGregor. Era su forma de decir: futilidad. El leitmotiv era la enfermedad, porque entre polvo y polvo, por decirlo así, se preocupaba hasta perder la cabeza o, mejor, el capullo. Era la cosa más natural del mundo, al final de una noche, que dijera: «Vamos arriba un momento, que quiero enseñarte la picha». De tanto sacarla, mirarla, lavarla y restregarla una docena de veces al día, la tenía siempre, como es lógico, hinchada e inflamada. De vez en cuando iba al médico para que se la explorara con la sonda. O bien el médico le daba, sólo para tranquilizarlo, una cajita de ungüento y le decía que no bebiese demasiado. Eso provocaba discusiones interminables, porque, como me decía, «si el ungüento sirve para algo, ¿por qué tengo que dejar de beber?». O, «si dejara del todo de beber, ¿crees tú que necesitaría ponerme el ungüento?». Desde luego, fuera cual fuese mi recomendación, por un oído le entraba y por otro le salía. Tenía que preocuparse de algo y el pene era, sin duda, buen motivo de preocupación. A veces, lo que le preocupaba era el cuero cabelludo. Tenía caspa, como casi todo el mundo, y, cuando tenía la picha en buenas condiciones, se olvidaba de ella y se preocupaba del cuero cabelludo. O si no del pecho. En cuanto se acordaba del pecho, se ponía a toser. ¡Y qué tos! Como si estuviera en las últimas fases de la tisis. Y, cuando andaba tras una mujer, estaba nervioso e irritable como un gato. Nunca la conseguía demasiado rápido para su gusto. En cuanto la había poseído, ya estaba preocupándose de cómo librarse de ella. A todas les encontraba alguna falta, alguna cosa trivial, por lo general, que le quitaba el apetito.

Había vuelto a empezar con ese rollo, mientras estábamos sentados en la penumbra de la trastienda. Después de tomar un par de copas, se levantó, como de costumbre, para ir al servicio y de camino echó una moneda en la máquina tragaperras y el mecanismo se puso en marcha, ante lo cual se animó y señalando los vasos, dijo: «¡Pide otra ronda!». Volvió del servicio con aspecto de lo más satisfecho, no sé si por haber vaciado la vejiga o por haberse tropezado con una chavala en el pasillo. El caso es que, mientras se sentaba, cambió de tema... muy sosegado ahora y sereno, casi como un filósofo. «¿Sabes una cosa, Henry? Estamos entrando en años. Ni tú ni yo deberíamos estar desperdiciando el tiempo así. Si es que alguna vez vamos a llegar a algo, ya es hora de que empecemos...» Hacía años que le oía ese rollo y sabía cuál iba a ser la conclusión. Era un pequeño paréntesis, mientras echaba un vistazo despacio por el local a ver cuál era la chati menos mamada. Mientras charlaba sobre el lamentable fracaso de nuestras vidas, le bailaban los pies y los ojos le brillaban cada vez más. Ocurría, como siempre, que, mientras decía: «Mira Woodruff, por ejemplo. Nunca saldrá adelante, porque es un hijo de puta, mezquino y gorrón por naturaleza...», en ese preciso instante, como digo, alguna gorda borracha pasaba ante la mesa y le llamaba la atención y, sin la menor pausa, interrumpía su relato para decir: «¡Hola, chica! ¿Por qué no te sientas y tomas una copa con nosotros?». Y, como una puta borracha así nunca anda sola, sino en pareja siempre, pues, nada, respondía: «¿Cómo no? ¿Puedo traer a mi amiga?». Y MacGregor, como si fuera el tío más galante del mundo, decía: «¡Pues, claro! ¿Por qué no? ¿Cómo se llama?». Y después, tirándome de la manga, se inclinaba hacia mí y me susurraba: «No te me escapes, ¿me oyes? Las invitamos a una copa y nos las quitamos de encima, ¿entendido?».

Y, como ocurría siempre, tras una copa venía otra y la cuenta estaba subiendo demasiado y él no conseguía entender por qué había de desperdiciar el dinero con un par de gorronas, conque sal tú primero, Henry, y haz como que vas a comprar una medicina y te seguiré dentro de unos minutos... pero espérame, so hijoputa, no me dejes en la estacada como hiciste la última vez. Y, como hacía siempre, cuando salí afuera, caminé todo lo rápido que me permitieron las piernas, riéndome para mis adentros y agradeciendo a mi buena estrella por haberme librado de él tan fácilmente. Con todas aquellas copas en la barriga, no me importaba demasiado adónde me llevaran los pies. Broadway, iluminado exactamente tan demencial como siempre y la multitud espesa como melaza. Métete en ella como una hormiga y déjate llevar a empujones. Todo el mundo lo hacía, unos por alguna razón válida y otros sin razón alguna. Todos esos empujones y movimientos representan acción, éxito, progreso. Párate a mirar los zapatos o las camisas elegantes, el nuevo abrigo para el otoño, anillos de matrimonio a noventa y ocho centavos cada uno. Uno de cada dos establecimientos es de comida.

Cada vez que llegaba a aquel gallinero hacia la hora de cenar, una fiebre de expectación se apoderaba de mí. Es sólo un trecho de unas cuantas manzanas desde Times Square hasta la Calle 50 y, cuando dices Broadway, eso es lo único que quieres decir en realidad y la verdad es que no es nada, un simple gallinero y, para colmo, asqueroso, pero a las siete de la tarde, cuando todo el mundo se precipita hacia una mesa, hay como un chisporroteo eléctrico en el aire y se te ponen los pelos de punta como antenas y, si eres receptivo, no sólo percibes todos los destellos y parpadeos, sino que, además, te entra el prurito estadístico, el quid pro quo de la suma interactiva, intersticial, ectoplasmática de cuerpos chocando en el espacio como las estrellas que componen la Vía Láctea, sólo que ésta es la Alegre Vía Blanca, la cima del mundo sin techo ni raja o agujero siquiera bajo los pies por el que caer y decir que es mentira. Su absoluta impersonalidad te provoca tal grado de cálido delirio humano, que te hace correr hacia adelante como una jaca ciega y sacudir tus delirantes orejas. Todo el mundo deja de ser quien es tan total y execrablemente, que te conviertes al instante en la personificación de toda la raza humana, estrechando mil manos humanas, cacareando con mil lenguas humanas diferentes, maldiciendo, aplaudiendo, silbando, canturreando, soliloquiando, perorando, gesticulando, orinando, fecundando, camelando, engatusando, lloriqueando, cambalacheando, alcahueteando, maullando, etcétera. Eres todos los hombres que vivieron hasta Moisés y, además, una mujer que compra un sombrero, o una jaula de pájaro; o una simple trampa para ratones. Puedes quedarte al acecho en un escaparate, como un anillo de oro de quince quilates, o puedes trepar por el costado de un edificio como una mosca humana, pero nada detendrá la procesión, ni siquiera paraguas que vuelen a la velocidad de la luz, ni morsas de dos pisos que avancen con calma hacia los bancos de ostras. Broadway, tal como lo veo ahora y lo he visto durante veinticinco años, es una rampa concebida por Santo Tomás de Aquino, cuando todavía estaba en el útero. En un principio, estaba destinada a ser usada sólo por serpientes y lagartos, por el lagarto cornudo y la garza roja, pero, cuando la Armada Invencible española se hundió, la especie humana salió culebreando del queche y se derramó por doquier, cerrando mediante una especie de serpentear y culebrear ignominiosos la raja coñiforme que va de Broadway, al Sur, a los campos de golf, al Norte, a través del centro muerto y agusanado de la isla de Manhattan. De Times Square a la Calle 50 abarca todo lo que Santo Tomás de Aquino olvidó incluir en su magnum opus,