Dedicatoria

A Jorge Bermúdez, cuya temprana partida me priva
de las oportunas censuras del hermano esforzado,
fraterno e incorregible.

Al entrañable Alfonso Purón, joven en la hora de la muerte,
quien de forma espontánea corregía día a día, con su agudeza
de periodista, las cuartillas que salían de la máquina
para conformar este libro.

A mis hijos Julio Ricardo, Ariagna y Cindy, por los mil motivos que me asisten para quererlos con orgullo.

A Lieng, que me sigue los pasos en el periodismo.

A Karen, por su nobleza, inteligencia y picardía juvenil.

Otra vez a Vilma, por todo el amor, el aliento y la confianza
que me transmitió en las semanas que dediqué a la confección
de este reportaje.

J.A.M.

 

NOCHE DE CARRUSEL

Noche de carrusel

La madrugada que precedió a la de su muerte, Rafael Guevara Borges la pasó en vela en lo alto de la estrella giratoria de un parque infantil.

Ese día salió de su casa al atardecer, luego de un breve descanso tras la jornada de trabajo, y como siempre hacía en los momentos de contingencia, se ciñó a la cintura una pistola CZ calibre 9 milímetros.

Rosa Elena Ravelo, su mujer en los últimos dos años, le llevó la cena pasadas las nueve de la noche y lo notó tenso, ausente del humor perenne que a menudo le reprochaba, y llegó a pensar que se sentía abatido por el principio de una crisis de asma. “Era una noche fría. Comencé a buscarlo y me llamó desde lo alto de la estrella, desde donde se hallaba vigilando, —me dijo Rosa Elena con una sonrisa nostálgica—. Le propuse acompañarlo en la guardia y se negó, con el pretexto de que solo se desempeñaría mejor para sorprender a los ladrones en caso de que aparecieran.”

Era el 7 de enero de 1992. Caía martes. Al amanecer de ese día, los aparatos de diversión para niños habían sido saboteados y robadas las oficinas de la administración del parque, de manera que Rafael se empeñó en capturar a los culpables si se aventuraban a repetir la visita. “Son unos cabrones, mira lo que hicieron”, le dijo a su mujer señalándole las lonas de protección, rajadas por el filo de una navaja, de las que habían sustraído las cuerdas que las afirmaban a los aparatos. “Eran las mismas cuerdas que utilizarían para amarrarlo momentos antes de que lo mataran”, me dijo Rosa Elena un año después, cuando llegué a su casa con el afán de que me ayudara a reconstruir con sus tristes recuerdos el rompecabezas de una matanza urdida hasta en los detalles y consumada, no obstante, al influjo de los desatinos fatales.

La mañana del miércoles 8, última de su vida, Rafael Guevara Borges llegó a su casa con la mala noche en los ojos y el ánimo festivo de siempre. Entró como de costumbre, llamando a su mujer desde que asomó a la puerta con un gladiolo amarillo en la mano, y sólo dejó de hacerlo cuando oyó filtrarse en la sala, desde el cuarto del fondo, la voz de su suegra: “No está. Salió temprano a la consulta del médico”.

“Yo tenía prevista la visita al hospital y me había recalcado que lo esperara para acompañarme; pero no lo obedecí por pena, y para obligarlo a que descansara unas horas” —me dijo Rosa Elena.

La había conocido en la ciudad infantil de Tarará hacia poco más de dos años y desde el primer día comenzó a regalarle flores y a enamorarla con derroche de elegancia a la antigua. Se le presentaba en las tardes con el cabello cuidadosamente peinado, traje de domingos y un olor discreto a colonia de hombre que aún después de casados constituyó para ella uno de los atractivos que más le reconocía. A los veintiocho días de haber salido juntos por primera vez, citaron a familiares y amigos y acudieron a un notario que los declaró, ante la ley y la sociedad, marido y mujer.

“Esas eran sus cosas de loco; —me dijo Rosa Elena— pero no pude resistirme a los caprichos de alguien que a diario me regalaba flores y a quien veía como el espejo de la gentileza.”

En horas de la tarde de aquel 8 de enero, Rafael Guevara Borges se encaminó de nuevo a la ciudad de sueños de Tarará, donde trabajaba y también lo hacía su mujer, conociendo que allí se había dirigido ella una vez que salió de la consulta del médico. Llevaba un suéter azul de nylon y pantalón jeans algo desteñido por el uso; de manera que, al verlo, Rosa Elena tuvo el instinto de que no había ido a buscarla. Disimuló el disgusto y le preguntó si había descansado lo suficiente. Él le respondió afirmativamente con la cabeza mientras le dejaba el chasquido de un beso en la mejilla; pero lo conocía demasiado bien para saber que no decía toda la verdad: el sueño le jugueteaba aún en la mirada, tornándosela cansina.

“Le gustaba vestirse en combinación con la ropa que yo me ponía —recuerda Rosa Elena—. Si no me veía partir, abría el closet y examinaba el ropero. Entonces se aparecía a buscarme luciendo una vestimenta igual o similar a la que yo llevara. Era como un juego de chiquillos. Aquella tarde no fue así. Lo presentí desde que lo vi llegar. Presentí que había ido a quedarse.”

Nada le dijo. Lo dejó a sus anchas, sentado en un butacón de la oficina aledaña y continuó de faena en espera del horario de salida. Él se había quitado los zapatos, costumbre arraigada desde la infancia, y suplicaba a una empleada bromista para que se los devolviera, porque en un descuido habían desaparecido. “Hagamos un trato —le dijo la muchacha—. Escondiste mi creyón de labios. Entrégalo a cambio de tus zapatos.” Él rió, señaló a un refrigerador de la oficina y dijo: “Busca dentro de la nevera”.

“Así era Rafael —me dijo Rosa Elena—: un joven al que todas mis compañeras querían y al que lloraron casi tanto como yo cuando lo mataron.”

Pasadas las cinco de la tarde cerraron las oficinas y los empleados partieron a abordar los ómnibus del transporte obrero. Rafael Guevara Borges acompañó a su mujer hasta el paradero de los ómnibus y allí le comunicó con dos palabras secas lo que ella ya esperaba oír de sus labios: “Me quedo.”

Ella ni siquiera preguntó las causas, simulando motivos de celos para obligar al marido a que la siguiera; pero él la cortó de pronto, dejando sin lugar un recurso tan socorrido por las mujeres, al imprimirle a su lenguaje el tono de la determinación: “Hay un compañero enfermo y voy a ocupar su sitio en la guardia de hoy”.

—Discutimos. No estaba de acuerdo con que se expusiera al asma en la frialdad de otra noche de enero; pero terminó por convencerme armado del argumento de que él era jefe de grupo y, para exigir a sus subordinados, debía poner por delante el ejemplo personal.

Cuando llegó el autobús, el mal momento ya estaba olvidado. Se besaron apretándose fuerte las manos y Rafael quedó parado allí, con una sonrisa de triunfador y el brazo levantado en señal de adiós a su esposa. Por la mente de la joven no pudo pasar entonces la idea de que sería aquella la última estampa viva que preservaría por siempre de su marido.

 

FANTASÍAS DE PROTAGONISTAS

Fantasías de protagonistas

La noche del 6 de enero Luis Miguel Almeida se apropió de algunos juguetes para llevarlos de regalo a su hija de cuatro años, la misma que habría de acompañarlo, con el entusiasmo febril de la inocencia, en una aventura mortal cuarenta y ocho horas después.

Mideiglys Ponce, que lo conoció a los nueve años de edad y a los catorce era ya su mujer sin haber satisfecho nunca la ilusión de vestir un traje de novia, me dijo, vestida con el azul del presidio, que la niña y el papá fueron las únicas criaturas vivientes capaces de enternecer el corazón de su marido. Pero aún hoy, cuando los recuerdos de un dramático 9 de enero pasan por el registro de su memoria cual abominable pesadilla, se sorprende de que pese a los años de unión turbulenta junto a Luis Miguel, no haya podido calcular nunca el alcance real de sus instintos. “Todo lo previó, incluso la posibilidad de matar a quienes se le interpusieran en la ruta clandestina a Miami; pero la niña, que era su vida, aparecía como una pieza más en un juego de tanto peligro y tampoco dudó en tirarla al tablero”, me dijo Mideiglys.

Quizá Luis Miguel creyera que los juguetes eran una expresión de afecto y abrigo capaz de paliar en algo el complejo de culpa ante la posibilidad de una ausencia infantil definitiva, la cual podía contarse en los cálculos de una fallida acción de riesgo. Los había extraído de las oficinas de la administración del parque de diversiones de Tarará aprovechando la ausencia del custodio. El designado para cubrir la guardia había tenido un percance repentino y el lugar quedó sin vigilancia.

El parque está separado de la Ciudad de los Pioneros por el río Tarará, y para llegar a ella desde ese punto había que hacerlo por un puente movedizo en cuyo extremo opuesto, ya dentro de la Ciudad, se instala la Base Náutica, protegida por una doble guardia durante las veinticuatro horas del día. De manera que a tenor con las particularidades del parque de diversiones, se decidió dar prioridad a la seguridad de los niños residentes en el campamento de pioneros la noche de marras.

Justo allí había trabajado Luis Miguel Almeida hasta dos semanas antes, y aunque no lo hizo durante un tiempo prolongado, en sus últimos días de labor dedicó todo su intelecto al estudio de los puntos vulnerables a la vigilancia. En su mente daba vueltas una idea que con el correr de los meses adquirió categoría de obcecación: abandonar las costas de Cuba por la vía clandestina para dirigirse a los Estados Unidos de Norteamérica.

“Nunca antes lo oí hablar de irse a vivir al extranjero —me dijo Mideiglys—. Fueron René y Elías quienes le metieron esa locura en la cabeza.”

La irrupción en el parque de diversiones tenía un fin determinado, y en compañía de Luis Miguel fueron Elías Pérez Bocourt y René Salmerón Mendoza, sus amigos de siempre.

La noche estaba fría y la colina donde se asienta el parque declina en suaves ondulaciones hacia la ensenada que forman el río y el mar, por la parte de barlovento. Huyéndole a la brisa, Luis Miguel fue a caer de manera casual a las oficinas de la administración seguido de Elías, que tuvo la idea de forzar las cerraduras para penetrar en ellas.

Por su parte René, a desdén del abrigo cálido de sotavento, bajó la colina, fue hasta el sitio donde reposaban bajo el cielo estrellado de enero los sueños multicolores de los aparatos de entretenimiento y rajó las lonas de protección, de las que extrajo unas cuerdas finas y resistentes valiéndose del filo de una navaja barbera. Luego se detuvo ante el sistema mecánico de los complejos y dedicó varios minutos a entorpecer su funcionamiento. “Lo hice para causar daño”, declaró con posterioridad a los oficiales del órgano de instrucción de la Seguridad del Estado, durante el proceso que lo conduciría a una sala del Tribunal Provincial de la Ciudad de La Habana, acusado bajo los cargos de Piratería y Asesinato.

Aquella noche de lunes, Luis Miguel Almeida y Elías Pérez Bocourt violentaron también las taquillas de los baños para empleados, de los que sustrajeron dos machetes, entre otros objetos, cuyo uso resultaba ineficaz para ser empleados en cualquier operación de secuestro de un medio naval; porque nadie puede poner en duda la nulidad de un ventilador y de una máquina de coser inservibles, en la materialización de un hecho beligerante con características de acción comando.

Reunidos, pues, parte de los elementos útiles, tales como las cuerdas y los machetes, Almeida, en su condición indiscutible e indiscutida de jefe del team, ordenó trasladarlos a un escondite preconcebido, y junto a sus dos amigos emprendió camino en dirección a la Vía Monumental, contando con la soledad del entorno como aliada.

Cubrieron el trayecto a pie, entre bromas de Luis Miguel y René a cuenta de Elías, que profesaba respeto a la oscuridad y miedo a los fantasmas. Según él, cierta vez, de chico, se le apareció uno vestido con plumas de pájaro mientras se entretenía en recoger frutas agarrado a las ramas de una mata de mangos. Era el segundo sábado de un lluvioso mayo y Elías no había logrado que el padre le diera dinero para el regalo habitual del Día de las Madres. Entonces le pasó por la mente regalarle una canasta de frutas y se fue al monte a conseguirlas robadas. Ya tenía las piñas, las naranjas y los bananos, pero, a punto de subir a la mata de mangos, llegó el fantasma con gran aleteo y mucho ruido y le preguntó quién se los había dado, porque en todo el entorno no había más dueño que él y, a saber, no había autorizado a cogerlos. Elías cayó del árbol, se torció un tobillo y aun así corrió hasta la carretera más próxima, donde tomó un ómnibus que lo trasladó a la ciudad.

“Siempre fue mentiroso —me dijo Mideiglys—. Cuenta esas cosas y otros disparates para hacerse pasar por loco, pero es uno de los tipos más hábiles para el pillaje que he conocido. En ese terreno todo le salía a la perfección, como al mayor de los cuerdos.”

Frente a la cafetería Taramar, a contados pasos de la espaciosa y poco transitada avenida en el horario nocturno, se levanta la barrera de los linderos de la Ciudad de los Pioneros. Fue ese el punto escogido por Luis Miguel para penetrar de manera furtiva en las instalaciones dedicadas al disfrute de la infancia. Por la ribera derecha del río, y paralelo a éste, corre un camino asfaltado que nadie utiliza y culmina en la Base Náutica, punto de embarque de los niños para los paseos en lancha por el río y la playa.

Mas la Base Náutica, preciso es recordarlo, está vigilada de noche y de día. Apenas a dos centenares de metros de allí, al amparo de unas casuarinas que se elevan al cielo meciéndose al capricho de los vientos desde la orilla misma del mencionado y casi oculto camino, Luis Miguel, Elías y René espiaban en las noches los movimientos de los centinelas y el comportamiento de las rondas. Aquella, la del 6 de enero, cercana la madrugada del martes, tenían el propósito de no detenerse demasiado en la observación porque el objetivo de la visita era situar en un lugar escogido las cuerdas y los machetes sustraídos del parque de diversiones. “Era un buen escondite —me contó Elías—. Desde días antes teníamos allí una pata de cabra que llevé yo mismo y nueve depósitos con petróleo, y no hubo quien los descubriera.”

René Salmerón y Elías Pérez Bocourt taparon con hierba seca, recogida de los contornos, el producto de la provechosa jornada. Mas de pronto, cual herido por un rayo que lo sacara de la absorción, Luis Miguel transformó su compostura, se estremeció de pies a cabeza y ordenó sin explicaciones: “¡Recojan eso!” René y Elías obedecieron en silencio, y partieron tras los pasos de Luis Miguel con rumbo a las edificaciones cercanas a la casita administrativa de la Base Náutica.

Serían las 12:15 de la noche cuando el soldado del servicio guardafronteras Orosmán Dueñas Valero fue relevado en su puesto de guardia por su compañero Elíades Pozo, quien compartiría el horario de la madrugada con el joven Raúl Michel Vega, miembro del Cuerpo de Vigilancia y Protección del campamento pioneril de Tarará. Entablaron diálogo y Pozo introdujo al instante el tema del béisbol, pues el equipo de Camagüey, su tierra natal, se batía a brazo partido para agenciarse el derecho a disputar en una serie de siete juegos el campeonato nacional de pelota, peleado también en los finales por los clubes Matanzas e Industriales.

No lograban ponerse de acuerdo en cuanto a conceder posibilidades a un equipo a desdén del otro, porque ambos defendían a la novena de su provincia y las dos se mantenían en la lid.

La discusión se interrumpió cuando Elíades Pozo fijó la vista en la silueta que a unos ochenta metros de distancia se movía en dirección a ellos, pero en sentido opuesto al camino ribereño, y alistó el fusil.

Era Luis Miguel, que entonces estaba sujeto a proceso judicial por presunta violación a una muchacha en Tarará”, me refirió Raúl Michel.

El recién llegado dio las buenas noches y quedó con la mano extendida ante Raúl primero, y ante Pozo después. Se lamentó por la frialdad del recibimiento, pues con ambos había tenido buenas relaciones humanas, y en el caso del soldado guardafronteras procuraba estrecharlas por haber pasado junto a él muchas horas en faena de pesca con un viejo chinchorro y un bote de remos en la desembocadura del río.

“Me interesé por los motivos de la visita a tan altas horas y me dijo que necesitaba conversar conmigo. Lo noté turbado, con la voz picoteada y las manos inquietas. Me dio la impresión que estaba nervioso —me contó Raúl Michel—. Yo evitaba charlar mucho con él desde la vez que me pidió, con cierta lujuria, que le contara cómo y a cuántas personas yo había matado en Angola. Le respondí que no soy asesino y que ningún cubano fue a Angola con el propósito de matar, sino a defender la integridad de ese territorio por la injerencia de Sudáfrica; pero él insistió y evadí el tema, porque pensé que era un analfabeto en cuestiones de política. Aquella noche, le contesté que si quería verme lo hiciera otro día, pues aquél no eran el sitio ni el momento apropiados. Entonces hizo por acercarse a mí so pretexto de que la muchacha era una putica que quería perjudicarlo y me pedía que yo testificara ante el Tribunal que ellos dos sostenían relaciones amorosas. Me eché a un lado y Pozo hizo lo mismo con el fusil alerta; saqué la pistola por debajo de la capa que me cubría y en un tono poco amigable lo insté a que se retirara, o me obligaría a actuar como centinela. Dudó un instante, murmuró algo que no llegamos a entender y se fue de allí por el mismo camino que había llegado.

Y el recelo postergó una madrugada de sangre. El inesperado visitante no andaba solo. Por detrás de la edificación administrativa, al amparo de la oscuridad y del ruido sordo del mar en los rompientes costeros, René Salmerón y Elías Pérez esperaban con sendos machetes la señal de Luis Miguel para entrar en acción. Sin embargo, no juzgaron la intentona como el fracaso de un plan irrealizable; por el contrario, la tomaron por maniobra de ensayo para la ocasión de otra noche de enero.

Los tres se conocían desde los días no tan lejanos de la niñez, en que jugaban a la pelota y a las bolas en los terrenos yermos de San Miguel del Padrón y los barrios atestados por la chiquillería alegre y bullanguera de la muy típica Guanabacoa. Se estableció desde entonces una afinidad que determinó con el correr del tiempo la sicología de grupo; pero con relaciones de dependencia a la figura de Luis Miguel, por ser el de mayor edad y por contar con el intelecto más desarrollado del trío.

“Ya adolescente determinó separarse de todo grupo y andar por su cuenta —me contó la mujer de Luis Miguel—. Era un muchacho callado, con muchas virtudes, entre ellas el afecto que lo unía al padre, de quien recibió siempre buenos consejos. Ambos simpatizábamos, nos gustábamos, y cuando yo tenía doce años nos hicimos novios a escondidas. En esa época yo era muy niña y no me daba cuenta de las cosas. Después descubrí que Luis Miguel tenía una personalidad machista y en extremo dominante.”

El adiós a los juegos de la infancia disolvió la fraternidad del trío. Cuántas veces, en la etapa en que el hombre comienza a dar los primeros pasos en el camino de la adultez, mira con nostalgia las bondades del ayer irretornable: los amigos que ahora pasan con donaire; la chica espigada, con cara de estrella de Hollywood y altanería disimulada, cómplice en el aula y adorable en el juego del escondite, que evita el saludo próximo; la maestra de piernas esbeltas, glúteos de comparsa y pecho de resorte que ya no abriga en sus manos el cabello que tantas veces despeinó para calmar un llanto, o para sofocar una ira, tranquilizante prohibido al presente de los ímpetus sin freno.

Elías también tomó un rumbo diferente, trazándose en cada paso la línea de su destino. Daño le hizo la ineptitud de la madre, mujer de mal congénito por quien me preguntó, exagerando la fiebre del encierro, cuando lo visité por vez primera en la prisión. Él, paño de lágrimas, hermano e hijo a un mismo tiempo, adornó sus fábulas colocándola a ella en el eje central de los conflictos privados.

Gracias a personas que quisieron ayudarlo cuando tenía quince años y había alcanzado nada más el sexto grado, Elías ingresó en un internado de donde debió salir con la categoría de Obrero Calificado. Pero tan pronto concluyó el séptimo curso de educación elemental se resistió a continuar los estudios y, cuando iba a causar baja por incompatibilidad con el régimen educacional y disciplinario, lo fue por certificado médico, tras una trifulca en la que figuró en el papel de provocador y terminó con una chaveta encajada en el cráneo que le interesó de forma leve, pero con dosis de secuelas, la región encefálica.

“Un día que no debió llegar nunca, recién salido Luis Miguel del Servicio Militar, lo vi aparecer acompañado nuevamente de René y Elías —me dijo Mideiglys Ponce en el curso de una larga entrevista—. Hacía años que no se reunían y celebraron el reinicio de sus andanzas; sin embargo, esta vez las cosas pintaron mal desde el principio. Antes del mes, Luis Miguel comenzó a cambiar en el trato hacia mí y llegó a confesarme un robo masivo de palomas en el que participó junto a sus dos amigos.”

Para esa fecha Mideiglys tenía quince años y era madre de una niña de pocos meses de vida. Llevaba una unión accidentada junto a Luis Miguel, que la había sustraído de un hogar carente de relaciones afectivas en plena adolescencia, y él representaba para ella el sostén emocional dejado por la ausencia del papá desde los tiempos tempranos de la niñez. Mas las cosas no resultaban en la práctica de la manera que Mideiglys las había soñado: “Me sentía rechazada en la casa de sus padres y vivíamos al estilo gitano, alternando las noches en los hogares de parientes míos y amigos de él. En una ocasión le pedí que se incorporara al movimiento de microbrigadas obreras para que construyera nuestro propio apartamento, pero alguien en su familia se opuso con el argumento de que Luis Miguel era asmático.”

Eran los tiempos en que el mundo de ambos había comenzado a dar un vuelco con respecto al orden y las relaciones sustentadas por el principio del respeto y la consideración mutuos. “Relaciones de dependencia en lo que se refiere al comportamiento de Mideiglys hacia Luis Miguel, mientras que ella, en la escala de los valores del marido, ocupaba un espacio en el sitio de las propiedades u objetos”, así me definió tal unión el doctor Ernesto Pérez, especialista en Siquiatría del Instituto de Medicina Legal y jefe del equipo médico que atendió a ambos para expedir el examen de peritación mental, a reclamo de la Sala de los Delitos contra la Seguridad del Estado del Tribunal Provincial de la Ciudad de La Habana.

La mañana que visité a Mideiglys en una penitenciaría para mujeres, esperé encontrarla abrumada por el peso de la tragedia que ha sido su vida y me sorprendí al verla risueña y rozagante. Vestía con gracia y pulcritud el uniforme y se adornaba el cabello con una cinta, pese a que estaba en el horario de trabajo del taller adonde la fueron a buscar. Desconocía que irían a entrevistarla. Desde el primer momento se prestó a ayudarme, aun cuando le aclaré que publicaría sus declaraciones y, en consecuencia, debía contar con su aprobación. “No estás obligada a hablar conmigo”, le dije, y me respondió: “Pregunta lo que quieras”.