Título original: Dinero maldito

Edición: Ana Molina González

Corrección: Pilar Jiménez Castro

Diseño de cubierta: Claudia Méndez Romero

Diseño interior: Yadyra Rodríguez Gómez

Diagramación: Enrique García Martín


© Newton Briones Montoto, 2011

© Sobre la presente edición:

Ruth Casa Editorial, 2011


ISBN: 978-9962-645-87-0


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A mis hijos.

Pues nada de cuanto impera en el mundo

es tan funesto como el oro, que derriba

y arruina a las ciudades y a los hombres,

y envilece los corazones virtuosos,

lanzándolos a los caminos del mal y del vicio;

el oro enseña al hombre la astucia y la perfidia.

y le hace volver, insolente, la espalda a los dioses.


Sófocles

 Antígona


Capítulo I

El escritor en su dilema

Preocupado, el escritor Nilson Arauz se pasó la mano por la cabeza. Su última novela, de carácter histórico, le había consumido seis años de trabajo. Tras una obra complicada quería hacer algo rápido e interesante. Tenía dos proyectos en mente y debía decidirse por uno. El primero se refería a un hecho ocurrido sesenta años atrás. Un crimen macabro daba inicio a la historia. Un equipo de pescadores de esponjas montados en sus chalanas descubrió en el fondo del mar a un hombre desnudo. Llevaba puesto como única ropa un calzoncillo. Una cuerda amarrada a la cintura y un lingote de hierro de no menos cuarenta libras de peso. El hallazgo se produjo en las cercanías de Cayo Culebra, distante a unas treinta millas del Puerto de Batabanó. Al intentar los pescadores sacar el cuerpo utilizando unas pértigas, una enorme bandada de tiburones se lanzó sobre el muerto, arrancándole la cabeza, los brazos, el torso y parte del vientre. Con dificultad lograron ahuyentar a los escualos y con la cuerda y el lingote rescatar las extremidades inferiores y parte de la cintura. Trasladaron los restos a Batabanó y las autoridades comenzaron a realizar averiguaciones para identificar a qué persona pertenecía el despojo. A partir de este hecho se desencadenaba una larga e interesante investigación donde nada era como se suponía.

Una segunda historia también había llamado su atención: el asalto a un banco ocurrido en 1948, en La Habana. Un grupo de hombres armados asaltaban en la capital un banco en pleno día. Una suma fabulosa había sido sustraída. La Policía procedió a investigar los nombres de los implicados y las causas desconocidas de tan espectacular hecho. Todo lo relacionado con el asalto era una complicada madeja. La prensa señalaba como implicados a un representante a la Cámara y al presidente del gobierno, acusados de tener participación. Esto lo hacía más interesante al convertirlo no solo en una saga policíaca, sino también política. Nilson no lo pensó dos veces, se decidió por esta última. Porque no solo era una novela de policías y ladrones, sino también una historia con intrigas políticas. Como hacía habitualmente cuando tenía en mente una novela de ese género, fue a la Biblioteca Nacional, donde solicitó los periódicos de la época y se puso a revisar la historia del asalto al banco. Lo que encontraba le parecía fascinante. Los datos hallados se convertían en fichas con nombres, fechas y procedencia de la información. Era la modesta recompensa a su constancia. Después de clasificados, los volcaba en la computadora. Durante ocho meses seguidos hizo la misma operación, como un artesano. Tenía lo que estaba buscando: brevedad en la investigación y mucha acción, suficiente como para atrapar al lector. Al llegar a un punto de la investigación se topó con cierto problema: un personaje importante de la historia, Jesús Rivero Prendes, alias el Chino Prendes, había desaparecido y nadie sabía de él. La nota de Enrique de la Osa, periodista de la revista Bohemia, explicaba y anticipaba el inconveniente:

El jueves 10 un nuevo suceso sangriento se discutía en la actualidad nacional; junto con el triunfo del club Almendares en el campeonato de béisbol y la pugna Grau-Prío, en el escenario político: el Ejército había localizado a los presidiarios prófugos de Isla de Pinos, después de veintinueve días de búsqueda, y en un «encuentro» con ellos fueron muertos Enrique Dobarganes, Guarina, y Remigio García Rodríguez, Remo; el tercero del grupo, Jesús Rivero Prendes, el Chino Prendes, compañero del primero en el asalto a la sucursal del Royal Bank of Canada, había logrado escapar según la versión oficial, pero se estaba sobre la pista, ya que las huellas de sangre dejadas a su paso evidenciaban que estaba herido.

Ningún rastro de él, no se sabía si estaba vivo o muerto, si seguía en Cuba o se había marchado al exterior. Nilson se preguntaba qué hacer ante esa situación: ¿enfrentar o no el reto?, ¿comenzar a escribir, en espera de que en ese tiempo apareciera el personaje, o abandonar el proyecto? Las dudas aparecen siempre que se haya invertido tiempo y esfuerzo en una dirección. Comenzar algo nuevo significaba desechar lo hecho con anterioridad. Pensó en volver al suceso macabro de los tiburones comiéndose al hombre al ser sacado del mar, pero consideraba que ya era muy tarde para volver atrás con otra historia. Esa sería para otro momento. Pensó en prescindir del Chino Prendes para contar la historia del asalto al banco, pero no era posible al ser un personaje importante de la novela. Largas meditaciones consiguieron apartarlo de la tarea. Nilson estaba consiguiendo lo contrario a lo que se había propuesto. Recordó aquello que había oído de un anciano: los hombres, a veces, se proponen metas que no consiguen y, otras veces, consiguen las que no se proponen. Repasó una y otra vez los datos del Chino Prendes tratando de encontrar una pista: Había nacido en la provincia de Matanzas el 3 de enero de 1926. A los dos años de edad lo escogieron como el muchacho más saludable del año. Por eso lo seleccionaron para anunciar la marca de una bebida nutritiva, una malta de cebada. Hijo de Justo y Eloísa, soltero, 56 kg de peso, 171 cm de estatura, con una cicatriz en la primera falange del dedo pulgar de la mano derecha. La familia se componía de seis hermanos, cuatro varones y dos hembras. Jesús estudiaba en el Instituto de Marianao y Oscar, su hermano, en una escuela primaria. El padre tenía un almacén en La Lisa, El Puente S.A., y una bodega. Por diferencias familiares internas, Edmundo —el mayor de los hermanos—, Jesús —el Chino— y Oscar —el más pequeño— no tenían participación en los negocios. Cuando llegaron a la mayoría de edad, Jesús y Oscar tuvieron que buscar empleo fuera del seno familiar. De esa mala relación surgió la rebeldía de los dos hermanos. Crecieron en desobediencia hacia el medio, peleándose en la calle a puño limpio. Aprendieron a utilizar la fuerza para obtener lo que deseaban. Miraban de reojo a los desconocidos y solo cuando conectaban con gente de su mismo carácter dejaban entrever una sonrisa.

Nilson continuaba indeciso sobre lo que debía hacer, entonces decidió consultarlo con Graciela, su compañera. Esperaba de ella una solución o una palabra optimista tan necesaria en los momentos difíciles. Pero ella no le dio una respuesta clara. No supo decirle si debía continuar con la historia del asalto al banco o escoger otra. Su dedicación a la ciencia le ocupaba todo el tiempo, convirtiéndola en un ente pasivo para lo demás. Estaba más inclinada a la ciencia y menos a los reclamos de su compañero. Había resuelto no tener hijos para dedicarle tiempo a su trabajo, él no había estado de acuerdo, pero al final aceptó. Darle opiniones sobre lo que escribía no era su fuerte y Nilson se había acostumbrado a ella. No creaba problemas, pero tampoco los resolvía. Necesitaba tranquilidad para escribir y ella lo aceptaba. Era una relación extraña, coja en algunos aspectos, sobre todo en la comunicación, pero cada vez lo lograban menos. Los problemas no resueltos y el tiempo contribuían al deterioro de la relación. Nilson tenía un plan de trabajo preciso hasta el detalle, en horas minutos y segundos. Así debía hacer para conseguir resultados favorables. Graciela nunca estaba apurada. Si quedaban en una hora para salir a pasear, ella se tomaba de treinta a cuarenta y cinco minutos más para terminar de arreglarse. Su respuesta a los reclamos de Nilson era que las mujeres necesitaban más tiempo que los hombres.

Finalmente, Nilson decidió comenzar a redactar su nueva novela con los datos acumulados durante largos meses. «¡Ya encontraré un atajo!», se dijo, buscando confianza en sí mismo. Ya aparecería alguna solución cuando llegara al punto muerto, la desaparición del hombre perdido. Quizás alguna otra idea se le ocurriría en el camino. Acudió en su ayuda lo que había dicho Ernest Hemingway en una entrevista: «(…) ¿Hasta qué punto la concepción de un cuento aparece completa en su cabeza? El tema, el argumento o algún personaje pueden cambiar a medida que la escritura avanza. A veces uno sabe la historia. A veces la construye a medida que avanza y no tiene idea de cómo resultará».

Nilson pensó: si esto le sucedió a Hemingway que llegó a premio Nobel, por qué no puede sucederme a mí. Por el momento había triunfado el optimismo. Desde ese instante debía dividir su vida en dos. La historia por contar y la atención a su vida personal. Con una idea ya clara de cómo contar la historia, comenzó a teclear...

*

Corría el año 1947. La fábrica Partagás se levantaba en el centro de La Habana como un coloso de la industria tabacalera. Dos hombres caminaban sigilosos y callados hacia el edificio. La actitud de ambos no se debía a la obligación de guardar el secreto de la confesión como hacían los curas. Ni la razón era conocer los secretos bien escondidos de la elaboración de habanos tan famosos en el mundo entero. Tampoco era rendirle tributo a su fundador, Jaime Partagás Ravelo, un catalán entusiasta, lleno de energía y resuelto, que en 1845 le dio su nombre a la fábrica. Ni conocer el por qué de la bien merecida fama de Partagás, convertida en leyenda. Y tampoco el por qué se había suicidado. El sigilo de los dos hombres que continuaban su marcha se debía a sus aviesos propósitos. Su interés radicaba en las riquezas depositadas en las arcas de la fábrica. Para protegerlas había custodios, tanto en el exterior, como en el interior del inmueble. ¿Quién superaría a quién?, ¿la custodia o la audacia de los hombres? Cuando estuvieron tan cerca del edificio, al punto de poder tocarlo con las manos, forzaron una de las puertas de acceso al interior. Con rapidez de felinos se trasladaron a las oficinas donde estaba la caja que atesoraba lo que ellos buscaban: dinero. Trataron de abrirla, sin conseguirlo en los primeros momentos. Entonces decidieron forzar la gaveta de un escritorio, el cual, por su tamaño, parecía tener importancia. El ruido provocado por los instrumentos utilizados atrajo a los custodios dispersos en diferentes lugares de la instalación. Guarina y el Panadero lograron salir antes de que llegaran los encargados de la protección, no sin antes haber sustraído doscientos pesos de la gaveta del buró. La interrogante inicial de quién superaría a quién quedaba respondida y avalada en su hoja de servicios en la Dirección Nacional de Identificación:

Enrique Dobarganes Jorrín, alias Guarina, de veintisiete años de edad, raza blanca, hijo de Enrique y María, natural de Camagüey, pendiente de juicio en la causa No. 2270-47, de la Sección Cuarta, por hurto; y en el juicio correccional del juzgado de Guanabacoa, al que fue trasladado por el delito de estafa.

El otro, Avelino López Rodríguez, alias el Panadero, veintidós años, raza blanca, no se quedaba atrás. Había cumplido sanción de cuatro años impuesta por la Sala Segunda de lo Criminal de la Audiencia, en causa 206 de 1947 del Juzgado de Instrucción de San José de las Lajas, por atentado a agentes de la autoridad, y a la disposición de la propia sala en causa 555 de 1947, del Juzgado de Instrucción de Güines, por robo.

Se generalizó la alarma en la fábrica. Posteriormente llegó la Policía. Una gran actividad se desplegó alrededor del hecho. La importancia de la industria y la influencia de sus dueños en los medios escritos y radiales hicieron que las autoridades se empeñaran en descubrir a los autores. Tres días después la Policía apresaba a Guarina y su ayudante. Se radicó la causa 2 270 de 1947 y fueron enviados de inmediato a la prisión. Allí esperaron el juicio.

Enrique Dobarganes Jorrín, Guarina, no había adquirido su mote cuando era niño, sino de grande. Contaba él mismo que sus primeros años los había pasado bastante bien. El padre era propietario de un garaje en Concha y Luyanó, donde se desenvolvía económicamente. Pero luego perdió el negocio y desde entonces la familia pasaba las peores calamidades. Dobarganes cursó estudios en una escuela privada situada en Concha 27. Luego pasó al Instituto de La Habana, donde cursó el primer año de bachillerato. Tuvo que abandonar los estudios para trabajar y ayudar a su familia, compuesta por cuatro hermanos. En 1940 comenzó a trabajar en la fábrica de helados Guarina, donde ganaba diez pesos semanales. Cada día la vida se le hacía más ingrata, al extremo de tener que abandonar la casa en que residía y trasladarse a una casucha en el barrio de Atarés, en Quinta del Rey y Ensenada. Dobarganes delinquió por primera vez trabajando en la citada industria. El dinero que ganaba no alcanzaba para mantener a la familia y él era un hombre joven. Se había enamorado de Gladys Vázquez y no tenía ni para invitarla a un cine. ¿Qué hacer? No había otro camino: robar. Así, por primera vez en su vida, Enrique Dobarganes sustrajo una goma de uno de los camiones de la fábrica. La vendió en cincuenta pesos y le dio la mitad del dinero a su madre. Con lo que le quedó se divirtió con Gladys. Dos días después del robo, varios agentes policiales lo detenían. En uno de los guardafangos traseros, el joven había dejado sus huellas dactilares. Lo expulsaron de la industria y un juez correccional le impuso seis meses de prisión. A partir de este momento quedó bautizado con el nombre de la fábrica donde había trabajado: Guarina.