EL SÍMBOLO URUGUAYO DEL MAL

Esta historia empieza con una llamada telefónica. A fines del año 49, el comisario Copello recibió una denuncia anónima. Lo de todos los días: un chiquilín travieso molesta a los vecinos del barrio, mata gallinas, tira pedradas a los techos. Pocos días después, la monja firma el recibo en el asilo: Zelacio Duran Naveiras, de once años de edad, es internado «en calidad de depósito». De ahí en adelante, del asilo a la Colonia Suárez, de la Colonia a la cárcel, el Cacho alimentará la crónica roja sin descanso, sin darse ni dar tregua: será el símbolo uruguayo del Mal. Los delitos se sucederán de menor a mayor, del juego al crimen; la población, escandalizada, clamará por su seguridad hecha humo.Ya en el 55, se alzaron voces pidiendo la pena de muerte: silla eléctrica para el criminal. Una comisión especial de la Cámara discutió, por entonces, varios proyectos destinados, no a recuperar a los siniestros infanto-juveniles, sino a poner a salvo a los adultos de su peligrosa proximidad. Había caído en definitivo desuso el artículo del Código del Niño que prohíbe publicar nombres y fotos de menores delincuentes. Desde la primera página de los diarios, el Cacho enfrentaba el relámpago del magnesio; los canillitas voceaban su nombre: el crimen del día.
La marea había ido subiendo. Al principio eran robos insignificantes: unos paquetes de manteca, un destornillador. Muchas veces se fugó del albergue; le tomó el gusto a la libertad; vendía diarios, comía y dormía donde se le daba la gana. Se hizo punguista. Después, un delincuente experimentado le enseñó a robar coches haciendo puente de contacto con alambres de cobre. Roba sus primeros autos nada más que para pasear, hasta que aprende a arrancar las radios y los faros. Aparece la primera mujer: dieciocho años, él quince; la policía los atrapa en una pensión de la calle Zabala. A mediados del 54, hace ya dos años que conoce la picana eléctrica, el caballete, los chalecos de fuerza. Cae preso nuevamente y sufre una crisis nerviosa: se da de cabeza contra la ventana de la comisaría, se corta los brazos y la cara con una hoja de afeitar. Fuga del manicomio a los diez días. Empieza a proteger sus huidas a balazos. Después, todos lo saben: un bombero arrollado en la calle, una salvaje violación, el asesinato de un policía. El Cacho y su banda tienen en jaque a la sociedad.
Cada ciudadano se considerará, en lo sucesivo, con autoridad y fuerza moral de sobra para arrojar la primera piedra contra este joven maldito. Corre peligro el honor de las hijas, la seguridad de las cerraduras, la propia vida. Una filosofía de película de gangsters enciende los corazones: el villano está ahí, mágico y abominable, marcado, como Caín, en la frente. La furia no hace cuestión de detalles: si estaba o no, el Cacho, al volante del auto que atropelló al bombero, poco importa. Tampoco los 12 otros atenuantes: él no tocó a la obrera textil que sus compañeros violaron en los arenales de Carrasco, ni fue quien disparó el primer balazo cuando el policía lo persiguió por la calle Rivera. El mito se infla sin que importen los hechos ni las causas que los engendraron. Redentores del mundo, honestos ciudadanos sedientos de justicia, seguirán empujando a el Cacho hacia las alucinantes luces y sombras del mundo del hampa. ¿Culpa del destino? No: de las circunstancias.
Conocí al monstruo el otro día. No es un personaje de Mickey Spillane. Lástima grande, pero la vida nada tiene que ver con las seriales de TV. Quienes se complacen mirando historietas de sangre y tiroteos y puños de acero en las pantallas, espectadores morbosos aunque pasivos, se sentirían, seguramente, desorientados. Y sería difícil que reconocieran a el Cacho aquellos que han reclamado para él castigos reservados a las bestias y a los Grandes Culpables de la Historia. De estatura mediana, un poco gordo y bastante miope, no parece nada temible. Por lo menos de pinta, ya nunca más feroz: al tigre le arrancaron los colmillos, le cortaron las uñas. Y, sin embargo, desde el punto de vista de la opinión pública, no puede desprenderse de su fama. ¿Está condenado? ¿Por qué?
El Cacho es también el Mincho y es tantos otros: habitante de la tierra, no del infierno. Un informe médico premonitorio, de agosto del 51, lo califica de «clínicamente normal», y dice: «Necesitaría estar un largo tiempo internado, siempre que sea debidamente dirigido y educado. De lo contrario, su internación podría serle de resultado negativo». ¿Conoce el lector la Colonia Suárez? ¿Conoce el lector el cuadro para presos del Hospital Vilardebó: Los seis muchachos protagonistas de la horrible violación de marzo del 55 eran prófugos de la Colonia; los seis fueron internados en el Vilardebó. Diez días antes, un nuevo informe médico sobre el Cacho delataba «alteraciones mentales que hacen necesaria su hospitalización en un establecimiento apropiado para su observación y tratamiento». Ese establecimiento no existe en nuestro país.
Cuando los menores se fugan de la Colonia Suárez, no pierden más que una cama sucia y una comida no siempre fácil de digerir: una vida aburrida y estúpida, orientada por empleados y cuidadoras sin ninguna preparación especial ni otro mérito que la recomendación del club político. El papel pintado de las leyes, poca relación guarda con esta sórdida realidad. El menor que no es delincuente al entrar en la Colonia, sale de allí diplomado para el hampa, como quien egresa de una academia. Oficios no se enseñan, aunque los muchachos se las arreglan para aprender a manejar las ganzúas. Hay un solo taller de carpintería en toda la Colonia, pero es como si no existiera, porque no tiene material para trabajar. No se prepara a nadie para otro futuro que el de la crónica roja. El pabellón de seguridad, el tristemente célebre Pabellón Asencio, es una cárcel del silencio y la incomunicación: apenas ahora, desde hace muy poco tiempo, se admite que los menores «peligrosos» puedan salir de sus celdas individuales. Por hastío o por resentimiento, el menor se escapa, se lanza a la búsqueda de la aventura que el delito le promete. Si cuando cumple la mayoría de edad, sale, digamos, regenerado, no conseguirá trabajo: pocos patrones hay dispuestos a emplear a los muchachos que provienen del Consejo del Niño. Pero si excepcionalmente consiguiera trabajo, la policía, que para eso sí tiene tiempo, denunciará al «chorrito» para que lo echen. Hasta las puertas de los cuarteles están cerradas para él.
Del Vilardebó, poco queda por agregar. No peco de exagerado al decir que es un campo de concentración. No se me borra de la memoria el espectáculo de los «cuadros bajos», vertederos de las miserias humanas, donde coexisten los enfermos agitados y los delincuentes. Allí se tienden al sol, sobre las baldosas, entre las moscas y las ratas que rondan los desperdicios. Comen en el suelo y con las manos, porque no hay cubiertos, la fría sopa de fideos de todos los días. El baño es un agujero en el piso. No hay camas ni frazadas para la mitad de los internados.
Después de la muerte del policía Auddifred, el Cacho estuvo recluido en Punta Carretas, con medidas de seguridad, hasta principios del 62. Salió en libertad y fue enviado al regimiento motorizado de Durazno. Él lo cuenta así: «Allá me mandaron, a marcar el paso. Dicen que no me porté bien. Pero había un teniente que me tenía entre ojos y cada vez que yo me quejaba, los oficiales me decían: «¿A quién le vamos a creer? ¿A vos?» Yo estaba como civil; no había firmado contrato. Así que me vine». Pocos días después, el Cacho fue atrapado en un rancho de Nuevo París, en compañía de los fugados de la cárcel de Canelones. Mientras subían al coche celular, uno de Investigaciones le dijo: «Tuviste suerte que no te conocimos, que si no te cocinábamos adentro». El funcionario era Niber Fernández Muiños, una especie de Mike Hammer uruguayo, que acaba de ser dado de baja por su comprobada prepotencia.
La policía no perdona. La muerte de un hombre de uniforme exige la revancha. Contra el Cacho, se fabricaron más de treinta cargos de rapiñas y un desacato, cinco días después de su detención.Fue minuciosamente acusado; el presunto coautor, Pantallita, lo denunció con pelos y señales. Sin embargo, el careo con las víctimas de los robos no dejó lugar a dudas: el Cacho era inocente. Ninguno de los damnificados lo reconoció. El propio Pantallita se rectificó, aunque el mismo día volvió a declarar en contra de el Cacho y dijo que se había retractado por miedo. ¿Miedo? ¿Miedo a la venganza de el Cacho o a las caricias de la policía? En San José y Yi, las torturas se han hecho, ya, costumbre. Más de un preso ha aparecido muerto, en estos últimos tiempos, como consecuencia de los «tratamientos». El Cacho mismo lo explica: «Muchos de los delitos que confesé, desde que era chico, no los cometí. Pero, claro, a uno lo llevan allí adentro, al costado de la sala de manyamientos, y uno dice: "Sí, fui yo". Para evitar la biaba».
En setiembre del año pasado, estalló, como el lector recordará, un motín en la cárcel de Punta Carretas. Aunque el Cacho no participaba en la fuga que un grupo de presos urdió, de todos modos estuvo a punto de perder la vida. «Me salvé —dice— porque me habían encerrado en la última de las celdas. El eco de los balazos retumbaba en los corredores. Vi que venían los milicos por el ojo de la cerradura, ayudándome con un espejito. Al negro Jair lo dejaron listo, aunque él tampoco estaba en la fuga. Llegaron a mi celda y uno dijo: "¿Qué te parece si le pegamos unos tiritos?", y otro: "Guarda, que estamos fuera de zona". Me empezaron a dar al bajar la escalera, como cincuenta o sesenta elementos de la Metro, a cual de ellos pegaba mejor con la cachiporra. Me abrieron la cabeza. ¿Ve la cicatriz, acá? Yo me defendía como podía. ¿Uno no va a luchar? Con todos esos tipos que se te tiran encima».
La policía no olvida; arden las cicatrices; hay que vengar al compañero caído. No bien los pesados portones de la cárcel se cerraron tras las espaldas de el Cacho, hace poco más de un mes, cinco agentes de Investigaciones lo acorralaron y lo obligaron a subir a un coche policial. Dentro del coche, le pegaron en la cabeza y en el estómago. Los dos abogados de oficio —Fermín Garicoits y Rodolfo Schurmann— estuvieron esperando en San José y Yi, por espacio de cinco horas, sin que ningún jerarca los atendiera. Finalmente se supo: la policía había fabricado un nuevo cargo para mantener a el Cacho a la sombra: esta vez lo acusaban de desacato. No fue difícil, para los defensores, demostrar que el desacato era imaginario: los testigos dijeron lo que habían visto. El Cacho fue puesto nuevamente en libertad, y ahora está en su casa, prácticamente preso: «Solo, no salgo nunca. En cualquier momento me agarran con una excusa inventada. Me llevan por averiguaciones y fabrican algunas pruebas contra mí. Aquí adentro, me entretengo como puedo. Toco la trompeta, arreglo radios. Conseguir trabajo es bravo, usted sabe. Yo estoy marcado».
«Una vez que se entra, no se sale más», me dijo.
Entre encierros y persecuciones, han transcurrido más de trece años. Él se ha pasado la vida dando y devolviendo golpes. Necesita nacer de nuevo, y no reclama que nadie lo confunda con un santo. Eligió este mundo, al fin y al cabo, no el otro.