cubierta.jpg

Akal / Hipecu / 46

Reyes Mate

De Atenas a Jerusalén

Pensadores judíos de la Modernidad

Logo-AKAL.gif 

La «cuestión judía» no es un asunto que incumba sólo al pueblo judío. Es el quicio de Europa y está en el centro de las preocupaciones morales, políticas y estéticas de nuestro tiempo. De Atenas a Jerusalén trata de explicar por qué. El pueblo judío es, en primer lugar, testigo privilegiado de la talla del proyecto que pone en marcha la Modernidad. Contribuyen a conformarlo, pero se los excluye. Desde la experiencia de la marginación, reconocen tempranamente que ese proyecto va al desastre. Pero no se resignan y ofrecen, como alternativa, un Nuevo Pensamiento que no ha dejado de fecundar silenciosamente lo mejor del siglo xx.

Pensadores como Hermann Cohen, Franz Rosenzweig o Walter Benjamin rescatan la herencia judía olvidada, que es la mitad de la herencia de Europa. El judaísmo fecunda la filosofía clásica al colocar junto al logos la memoria; al plantear la prioridad de la responsabilidad sobre la libertad; al no supeditar el tiempo a la historia, ni la humanidad al progreso. Sólo una Europa animada por Atenas y Jerusalén puede ser realmente universal y entrar en el siglo xxi sin el espíritu de fracaso que anuncian tantos críticos de la Modernidad.

Reyes Mate, Profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en el Instituto de Filosofía, es autor de La razón de los vencidos, 1991, Anthropos, Barcelona; Memoria de Occidente, 1997, Anthropos, Barcelona, y Heidegger y el judaísmo, 1998, Anthropos, Barcelona, así como director del proyecto Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía e Investigador Principal del programa «La Filosofía después del Holocausto».

Diseño de portada

Sergio Ramírez

Director de la colección

Félix Duque

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Ediciones Akal, S. A., 1999

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4064-4

 

 

Introducción

De Atenas a Jerusalén no es un libro de historia del pensamiento judío moderno sino, más bien, una reflexión sobre la actualidad del pensamiento judío o, si se prefiere formularlo en términos más polémicos, un análisis del interés general que todavía hoy tiene la «cuestión judía». El judaísmo no es un asunto religioso que afecte meramente a los judíos. Es una «cuestión europea» que tiene que ver con toda nuestra cultura, con la filosofía y también con la política y con la historia.

Hanna Arendt se refería al judaísmo como «la tradición oculta» de Occidente. Más que oculta, una tradición olvidada, pero una tradición de Occidente. Su otra alma, porque Europa no viene sólo de Atenas. También de Jerusalén. El que esté oculta a los ojos de la mayoría, o cuidadosamente olvidada en las historias canónicas de Europa, no significa que esté ausente. Está ahí, como una mirada exterior a la cultura dominante, pero capaz de proyectar una luz inédita sobre toda nuestra realidad. A eso me refiero con lo de la actualidad de la «cuestión judía».

La «cuestión judía» no es sólo un célebre escrito de Marx en el que, con lenguaje cortante e hiriente, pone distancias entre los ideales burgueses y sus sueños emancipatorios. Tampoco se agota en la experiencia del siglo xix cuando el Estado nacional moderno declara a todos los ciudadanos iguales ante la ley. Si son iguales, dice, no hay que empeñarse en mantener las diferencias. Es curiosamente la emancipación política la que lleva consigo la exigencia de asimilación cultural y de integración social. Así lo entiende la opinión pública y… muchos judíos. Es también algo más.

Si nos fijamos, en efecto, en los grandes nombres que han jalonado el pensamiento ilustrado, nos encontramos, en un momento u otro de sus discursos, con que han parado mientes en el fenómeno judío. Es como un referente obligado a la hora de explicar qué es la Modernidad que traen entre manos. Un referente muy original pues sirve no para ilustrar lo que la Modernidad es, sino lo que la Modernidad no es.

Tomemos, por ejemplo, los casos de un Lessing, el gran amigo de Moses Mendelssohn; de un Herder, que apostó fuertemente por la emancipación política de los judíos, y de un Marx, que planteó no ya la realización de una clase o parte de la sociedad, sino de toda la sociedad.

Lessing lo tiene muy claro: no hay más razón que la que viene de Atenas. El judaísmo, como cualquier otra religión, tiene un cierto valor pedagógico, adelantando por el camino de los sentimientos lo que la razón, luego, revalidará. Pero esas tradiciones, si quieren presentarse con algún gramo de credibilidad racional, tendrá que pasar exámen ante el tribunal de la razón ilustrada.

Herder también impone condiciones. La importancia que él da a la tradición, a la hora de identificar la existencia de un pueblo, sujeto real de los derechos políticos, le lleva a mirar con simpatía al pueblo judío, para eso es el pueblo con mayor historia a sus espaldas. Pero, eso sí, tienen que abandonar esa manía que tienen de interpretar el pasado como actualizable. El pasado, pasado está. Es verdad que sin él no existiría el presente. Pero basta con entender el presente como resultado del pasado. No hay por qué insistir en que, si el presente es defectuoso, hay que reclamar de nuevo y de nuevas la actualización del pasado. Y, mucho menos, dar vueltas a los derechos del pasado vencido.

De Marx, judío él, podría esperarse alguna comprensión de la universalidad judía. Ese aspecto, que algunos marxólogos descubren en la trastienda del marxismo, no parece que Marx lo relacione con el judaísmo. Al contrario, emparenta al judaísmo con todas las lacras de la emancipación burguesa que hay que dejar atrás. La esencia del judaísmo, viene a decir, es la sumisión a la ley y la letra de cambio. Para acce­der a la emancipación real de todo el hombre y de todos los hombres hay que dejar atrás al judío que llevamos dentro.

En todos estos casos –y en otros muchos que podríamos mencionar– lo judío aparece como la frontera de la Ilustración, lo que no pertenece a ella o, más precisamente, lo que hay que dejar fuera para pertenecer a ella.

¿Cómo reaccionan los pensadores judíos? Botones de muestra de esa reacción es la historia que cuenta De Atenas a Jerusalén.

Moses Mendelssohn, un filósofo convencidamente ilustrado y respetado por sus contemporáneos, intenta un difícil equilibro entre Atenas y Jerusalén. Por un lado, da la razón a su amigo Lessing en lo referente a la autoridad indiscutible de la razón ilustrada. No hay más verdad que la que ella decide, el judaísmo no compite en el terreno de la razón. Se inaugura así la vía de la «religión de la razón», que tanto juego va a dar. No le sigue en lo del servicio pedagógico que puedan prestar las religiones, pues no comparte la subyacente concepción progresista de la historia. Y ¿el judaísmo? ¿Habrá que pasarle todo él por el cedazo de la razón ilustrada para saber lo que puede ser compatible o digerible por un judío ilustrado? Aquí es donde Mendelssohn hace su contribución original. La revelación judía, dice Mendelssohn, no persigue verdades que, consecuentemente, tuvieran un valor universal. Lo universalmente válido está al alcance de la razón humana. Lo realmente revelado es la Ley dada al pueblo judío. Pero ¿cómo puede un ilustrado, tan orgulloso él de la razón autónoma, compaginar autonomía racional con sometimiento a la Ley? Mendelssohn hila muy fino en la respuesta. Su Ley no es lo del ordeno y mando, sino la expresión de una actitud de escucha. Mendelssohn desarrolla una original teoría de las acciones simbólicas que remiten la obediencia a la Ley a una actitud responsable, asumible por una conciencia ilustrada.

El resultado práctico de este equilibrio teórico era el consejo que daba Mendelssohn a sus correligionarios, al final de Jerusalem: «adaptaos a las costumbres y a las constituciones del país, al que os hayáis trasladado, pero manteneos también con perseverancia en la religión de vuestros padres. ¡Soportad las dos cargas tan bien como podáis!»

Pero este equilibrio era altamente inestable. Lo prueba el hecho de que las generaciones siguientes, incluso declarándose seguidoras de Mendelssohn, cedieran al peso del platillo ilustrado. Un discípulo suyo, David Friedlánder, llegó a plantearse la conversión en masas de los judíos. No veían que fuera sostenible ser moderno y ser judío. Entendían, por el contrario, que el logro de la emancipación política, que iban conquistando, llevaba consigo no sólo la asimilación cultural (de ahí lo de bautizarse al cristianismo), sino también la integración social, es decir, renunciar hasta a los propios guisos.

Esta línea fue imponiéndose. Gershom Scholem se quejaba, en 1911, de la des­aparición del hebreo y del desconocimiento del propio pasado por los propios judíos. La Carta al Padre, de Kafka, es un buen testimonio de lo que palabras como asimilación e integración significaban. «Llegaste a aborrecer el judaísmo, te resultaron ilegibles los textos judíos, te daban asco», le recrimina a su padre.

Hasta que se plantaron y decidieron ser hombres de su tiempo y ser judíos. El caso más emblemático es el de Franz Rosenzweig. «Emblemático» porque no es sólo su caso sino el de muchos jóvenes de su generación.

Pero antes de llegar al estudio de un Nuevo Pensamiento –que es así como Franz Rosenzweig presenta su decisión de no convertirse al cristianismo y de permanecer judío– conviene visitar a Hermann Cohen. Es una figura singular: fundador del neokantismo, inspirador del «socialismo ético», maestro de aquellos españoles que iban a Alemania, becados por la Junta para Ampliación de Estudios, como José Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos o Manuel García Llorente. También es, como bien lo viera prematuramente, Rosenzweig, el inspirador del renacimiento del pensamiento judío contemporáneo. Ocurrió discretamente, sin sobresaltos, en un proceso casi imperceptible, ni siquiera a los ojos del propio autor. Hermann Cohen había ejercido toda su vida de alemán judío, de filósofo insertado en el idealismo alemán al que él trató de insuflarle nueva vida con la recuperación crítica y creativa del kantismo. Lo judío en él parecía relegado. Se sentía un patriota alemán, partidario incluso de la beligerancia alemana en la Primera Guerra Mundial, aunque el desarrollo de la misma le causara profundo desasosiego. Se había imaginado, en efecto, la lucha de la juventud judía alemana contra Rusia casi como una cruzada por los derechos humanos de los judíos, violados por el zarismo, y no pudo entender por qué el propio Estado alemán iba haciendo suyo, conforme avanzaba la contienda, el galopante antisemitismo de la sociedad alemana. Cohen no entiende ese antisemitismo porque sigue considerando a Alemania la segunda patria del judaísmo, ya que en ella nació la renovación espi­ritual del judaísmo, de la mano de Moses Mendelssohn.

Pero cuando emprende la redacción de su obra póstuma La religión de la razón desde las fuentes del judaísmo no sale una obra que haya que clasificar en el estante «I» de idealismo alemán sino de «J», de pensamiento judío. Cohen ha visto que la filosofía canónica había recorrido un gran trecho en asuntos de ética: había llegado hasta ese sujeto moderno que debe ser tratado como un fin y nunca como un medio. Pero ese sujeto es «trascendental», es decir, no es el individuo de carne y hueso sino un sello o marca de la casa que conforma a cada miembro de la humanidad, que pasa a ser imagen o reflejo de esa humanidad abstracta. No era mala cosa considerar al hombre dotado de la misma dignidad. Pero tenía el inconveniente de desentenderse del individuo real, cuya cruda realidad distaba de estar adornada con las cualidades de la humanidad. Cohen se aplica al individuo concreto y descubre que el principio de individuación es el sufrimiento. No el sufrimiento metafísico, sino el histórico, es decir, el que inflige el hombre al hombre. A partir de ese momento todo se convulsiona. ¿Cómo hablar de esos valores trascendentales entre seres que se han hecho daño, que han creado las desigualdades existentes, que se dividen entre sí entre víctimas y verdugos? Aparecen nuevos términos en el vocabulario moral: responsabilidad, compasión, correlación… Para llevar adelante su plan de hacer avanzar la reflexión moral, Cohen ha tenido que echar mano de unas fuentes olvidadas, silenciadas, las fuentes del judaísmo, como dice el título del libro. El campo está abierto para un nuevo continente.

El testigo lo recoge un discípulo suyo de última hora que ha llegado a tiempo de conocer al anciano filósofo, que le entrega unos capítulos del manuscrito que está redactando: Franz Rosenzweig.

Con un desparpajo sin igual –sólo comparable, de alguna manera, al del Heidegger que se plantea un nuevo principio del pensar– Rosenzweig hace un juicio sumarísmo a la filosofía canónica occidental, la que viene de los presocráticos y ha llegado hasta Hegel. La denuncia por «idealista», es decir, por perder de vista la realidad, por haber caído en la peligrosa fantasía de que «pensar la realidad es pensarse». Hegel dixit. Rosenzweig, por el contrario, da dos pistas: a) que pensar la realidad es estar a la escucha de la realidad o, más concretamente, del habla, y b) no se puede separar pensar del pesar, reflexión del sufrimiento. El «idealismo» es un planteamiento apático, impasible que puede acabar siendo una ideología de la guerra. En sus notas sobre El Natán de Lessing, se indigna contra quienes se disparan en loas sobre la común dignidad del hombre, olvidando la realidad de esos mismos individuos que penan y sufren con las penas y sufrimientos infligidos por los otros hombres: ¿qué dignidad hay ahí? No la tienen las víctimas y, tampoco, los verdugos. Si hay que hablar de dignidad o de tolerancia, hagámoslo desde la cruda realidad.

El discurso de Rosenzweig quiere ser un discurso judío pero no para consumo interno, sino con pretensiones de universalidad. Todo él está animado por la memoria: «Olvidar y volver a olvidar –decía Rosenzweig al final de sus notas– es nuestro derecho de judíos. Recordar, volver a recordar es un deber como judíos. Pero no olviden la palabra que yo les entrego como despedida para que les acompañe: aquellos miles y miles de años no han pasado todavía».

¿Es eso así? ¿Tiene visos de actualidad este discurso? ¿Son realistas sus pretensiones de universalidad? Quizá haya que matizar eso del olvido de la tradición judía en Occidente. Habermas reconoce, en ¿A quién pertenece la razón anamnética?, la aportación decisiva de la cultura judía a la filosofía occidental. Conceptos como el de «libertad subjetiva» o «autonomía» o «sujeto realizado» o «liberación» o «estructura narrativa de la historia» serían impensables sin el judaísmo. Pero hay que desechar la idea de que esa tradición esté perdida o ausente. Está, por el contrario, bien recogida en su «pragmática universal». A Habermas le pierde su deseo de hacerse con todo. En su Teoría de la Acción Comunicativa, sin embargo, es difícil ver rastros de la memoria, es imperceptible el clamor de la «viuda, el pobre y el huérfano» y están ausentes las exigencias innegociables de las víctimas. Llama la atención, en cualquier caso, que esas preocupaciones «anamnéticas» sí estén presentes en sus escritos menores y desaparezcan, como por encanto, de sus grandes tratados. Sea lo que sea de Habermas, lo que sí me parece obligado es reconocer que sin esas dos últimas claves (la ontología de guerra latente en el «idealismo» occidental y la necesidad de relacionar pensar con sufrimiento) no hay manera de entender el siglo xx o, mejor, no hay futuro posible. Esas dos claves no permiten «comprender», por supuesto, Auschwitz, pero sí «entender» por qué se llegó a la barbarie y por qué no hemos aprendido nada.