Reconocimiento

No puedo ni debo finalizar el libro sin hacer una mención de gratitud muy especial y realmente elogiosa de Francisco García Lorenzana, que ha sido quien me ha ayudado decisivamente a identificar, valorar y clasificar los textos de Shakespeare que aquí aparecen. Sin su magnífica contribución, este libro no sería el texto redondo que estimo que es hoy y no gozaría de la amplitud de las numerosas citas y palabras shakespearianas que lo dotan de veracidad y profundidad.

Aunque todos hemos tenido algún contacto en algún momento con las distintas obras de Shakespeare, la inmensa mayoría de nosotros solo hemos rascado la superficie de todo su potencial. Por ello, me reconozco un auténtico ignorante al respecto si me comparo con el profundo conocimiento que Paco tiene del gran bardo inglés. El que sabe, sabe, y Paco me ha demostrado que de William Shakespeare sabe, y mucho. Así que una vez más, Paco, te doy las gracias y te pido que sigas en tu trabajo de profundización permanente en la obra del gran dramaturgo, pues, según tú mismo me has contado, su trabajo es inmenso, infinitamente complejo y siempre bello y conmovedor.

¿Por qué este tema y no otro?

Cuando uno tiene la ocasión de hablar en profundidad con centenares de directivos de todas partes del mundo, que ostentan distintos cargos y que colaboran en empresas de todo tipo y tamaño, al plantear el asunto que más los preocupa en el ejercicio de sus responsabilidades como gestores, siempre destaca claramente en primer lugar su inquietud por la dirección de personas.

Desde luego, también aparecen, aunque muy lejos de esta primera posición, otros aspectos importantes: la toma de decisiones, la innovación y la creatividad, el conocimiento de la industria o sector al que se pertenece, la capacidad de organización, la definición de un marco estratégico acertado, la gestión de la ambigüedad por falta de información, los conocimientos técnicos requeridos para el puesto desempeñado, el control y seguimiento de los competidores, etcétera. Pero mi conclusión es que nada preocupa tanto ni tan permanentemente a los directivos de todo el mundo como la correcta dirección –correcta en todos los sentidos– de las personas que están bajo su responsabilidad y su supervisión.

Y como, por fortuna, mi experiencia personal concuerda completamente con este hecho, entiendo que es en este asunto en concreto donde tal vez pueda resultar más útil aportar mis propios conocimientos y experiencias. De hecho, en mi opinión, gestionar personas es, con diferencia, la habilidad más escasa entre directivos y, quizás por ello, la más valiosa. Reiteradamente he podido comprobar esta realidad, tanto durante las dos décadas en que fui directivo como en los más de quince años ejerciendo mis actuales responsabilidades de consultor y coach.

Esta situación, sin embargo, es normal y, hasta cierto punto, incluso esperable.

En primer lugar, no podemos olvidar que la capacidad de gestionar personas es de las pocas que se pueden estudiar pero no se pueden aprender en las escuelas de negocios, y solo se puede adquirir e incorporar al propio bagaje profesional con la práctica real del liderazgo –en vivo y en directo– día tras día. En consecuencia, solo a base de tiempo y de los inevitables procesos de prueba y error, de los fracasos y los éxitos, se puede alcanzar un grado real de eficacia en esta cuestión. Y nunca con todas las garantías…

En segundo lugar, esta capacidad también aborda uno de los asuntos más complejos que deben gestionarse en la actividad empresarial u organizativa: las personas y, con ellas, su alto grado de diversidad (cada persona es un mundo) así como su alto grado de impredecibilidad –la misma persona puede reaccionar de forma distinta según el momento o la situación–. Por estas razones, una buena gestión de personas implica una gran capacidad de empatía, para ponerse en la piel del otro y entender a fondo cómo piensa, siente y actúa; de anticipación, para prever las situaciones en las que podamos encontrarnos y preparar la actuación más conveniente en cada caso, y de criterio, para no dejarse arrastrar irreflexivamente por los factores emocionales lógicos que pueden surgir e influir en las actuaciones (y las vidas) de los demás. Y estos tres factores, trabajando de forma coordinada para un único fin, tampoco están al alcance de cualquiera sin haber pasado antes unos cuantos años y habiendo vivido experiencias de todo signo y color. Como bien decía nuestro ilustre Baltasar Gracián: «Visto un león, están vistos todos; pero visto un hombre, solo está visto uno y, además, mal conocido». Huelgan más comentarios.

En tercer lugar, porque es una habilidad que se requiere de forma creciente a medida que se asciende por la pirámide corporativa, adquiriendo mayores responsabilidades sobre un mayor número de personas. Cuando por primera vez uno ya no tiene que «hacer», sino «hacer hacer», se da cuenta de lo poco que realmente domina la fórmula mágica para sus nuevas funciones, en las que ya no se trata de conocer mejor que nadie cómo se desempeña una tarea en concreto, sino de coordinar, organizar y motivar a los demás para que cada uno ejecute las suyas mejor que nadie. La paradoja está en que esta posición de mando normalmente solo se alcanza tras haber gestionado y demostrado las habilidades más enraizadas en los aspectos «técnicos» del management y haber centrado la atención y las energías en aspectos que luego resultarán menos relevantes a título personal, mientras que las habilidades que con el mando cobran importancia han permanecido mayormente en el baúl de los recuerdos, sin apenas tiempo ni auténtica necesidad de ser utilizadas. A eso se le llama ser marinero antes que ser patrón, pero me temo que hay muchos matices que se pierden con esta visión tan resumida de lo que significa auparse en el escalafón.

Y, finalmente, un último apunte: cada día que pasa, el contrato social entre las empresas y las personas cambia, produciéndose una evidente tensión a la hora de redefinir el equilibrio entre los compromisos profesionales y privados de las personas frente a las empresas. La relación que fue vigente durante muchas décadas (lealtad a cambio de continuidad) no es actualmente un criterio que ni una parte ni la otra estén dispuestos a respetar, pues ya no convence a nadie y el mundo avanza en una dirección muy predeterminada. La batalla por captar y retener talento y la lucha por ser el talento elegido no ha hecho más que empezar, generando nuevas reglas del juego y manifestaciones de nuestra personalidad que implican cambios en la gestión de las personas. Es decir: volvemos a la casilla de salida…

Como resultado de todo ello, me he decidido a escribir estas líneas con el ánimo de contribuir a facilitar –en la medida de lo posible– la difícil tarea de dirigir personas en el desarrollo diario de la actividad profesional, hoy. Por ello, si al final del texto el lector siente que dispone de nuevas herramientas prácticas con las que reducir el número de incertidumbres o problemas concretos a los que se enfrenta en esa tarea, me sentiré más que satisfecho.

¿Por qué «Principios Activos»?

A mi juicio, la mejor forma para contribuir a desarrollar actuaciones directivas acertadas es transmitiendo la propia experiencia, que sintetiza mis vivencias directas junto con las vivencias de otros directivos y directivas que he tenido la suerte de conocer. Por supuesto, también estoy a favor de los libros de management que exponen elaboradas teorías sobre la dirección y el liderazgo. En ellos he encontrado, en ocasiones, ideas inspiradoras y útiles. Sin embargo, esto es más bien superficial en comparación con lo que he aprendido en experiencias directas o en conversaciones de primera mano con personas que viven cotidianamente decenas o cientos de veces los problemas relacionados con el management y, más específicamente, con la dirección de personas. De estas mujeres y hombres, que habitualmente me han dado respuestas concretas y tangibles a problemas concretos y tangibles con los que yo mismo me enfrentaba, es de quienes más he aprendido, simplemente porque en un momento dado sus palabras sonaban mucho más cercanas a mi situación real y personal que cualquier texto escrito.

No se trataba de teorías que requerían ser descifradas o interpretadas según la situación. Se trataba –llanamente– de soluciones reales, ya probadas en casos idénticos o extraordinariamente similares a los que me preocupaban en ese momento. Y su aplicación, ya fuese directamente, como se me había prescrito, o ya fuese tamizada por mi propia intuición, casi siempre se demostró la mejor de las opciones posibles.

Por otro lado, desde mi actividad profesional actual como consultor estratégico y como coach, he comprobado reiteradamente cómo un diálogo del tipo: «Y, en esta situación en concreto, basándote en tu experiencia, ¿tú qué harías?» es una magnífica forma de avanzar en el contexto de una conversación formativa. Y es, igualmente, un gran acicate para el aprendizaje, que permanece abierto a las alternativas, las comparaciones, los matices, las opiniones, etcétera, pero que dispone de la fuerza que otorga la experiencia y de la ventaja que implica la realidad constatada. Sin lugar a dudas, la capacidad didáctica de los hechos consumados es muy potente.

De forma que, al decidir cómo enfocar el libro, la intención ha sido aportar un buen resumen práctico de aquellos aspectos más habituales o de aquellos de mayor potencial conflictivo en la dirección cotidiana de personas que dependan jerárquicamente de uno. He optado por denominar a todos estos aspectos «Principios Activos» porque, hasta cierto punto, me recuerdan a los extractos que, desde hace generaciones, la sabiduría popular viene obteniendo de las plantas como remedios eficaces y de fácil disponibilidad contra los problemas recurrentes de salud. O dicho de otro modo: igual que la humanidad viene beneficiándose de estos remedios antiguos, comprobados una y otra vez a lo largo de los siglos, creo que los directivos también pueden beneficiarse de estos 20 Principios Activos, destilados de la experiencia probada de muchos otros directivos que ya experimentaron reiteradamente en el pasado «dolores organizativos» similares.

Sobre esta base, lo que aquí se ofrece equivale a píldoras concentradas de conocimiento, encabezadas por una frase sintética que da la pista del aspecto abordado y la solución propuesta, que siempre reflejan aquello que a muchos directivos –y a mí– nos ha funcionado una y otra vez.

Por supuesto que no abogo por el inmovilismo basado en la monótona repetición ad infinitum y hasta su agotamiento de viejas recetas de éxito. El mundo está en constante cambio y requiere de una importante capacidad de innovación que nos permita hacer frente a nuevas realidades que aparecen incesantemente. Pero esto no está en absoluto reñido con la idea de que lo que ya funcionó una vez puede volver a funcionar de nuevo, sobre todo si ha funcionado miles de veces, por estar basado en soluciones llenas de sentido común. El concepto de Principio Activo es, en realidad, un homenaje a ese sentido común inquebrantable y a su reiterada eficacia práctica. Y como en toda buena receta curativa popular, añádanse al gusto del consumidor aquellos complementos personales que a cada uno más le convengan.

Buscando por debajo de la superficie aparente de muchos de los problemas de carácter «técnico» a los que nos enfrentamos en la relación profesional con los demás, lo que se descubre es que una gran parte de los aspectos que dificultan esas relaciones entre personas en el ejercicio de su trabajo se basa en factores emocionales o psicológicos que, además, forman parte intrínseca de lo que nos hace humanos. Y aunque como especie vamos evolucionando incesantemente, no lo hacemos tan deprisa como para que los enfoques que evitaron conflictos ayer o anteayer no puedan resultar igualmente eficaces hoy o mañana. Mientras los seres humanos seamos quienes somos y como somos, las claves para desarrollar una convivencia productiva y satisfactoria –que es lo que hacemos cada día en las empresas y organizaciones– se centran esencialmente en patrones de actuación ya detectados, analizados y probados hace miles de años. No en vano gentes como Confucio, Sócrates o Séneca dieron en el clavo al proporcionar interpretaciones lúcidas y claras del ser humano y de su conducta social. Y lo hicieron hace ya algunas decenas de siglos…

¿Por qué Shakespeare?

Al ofrecer estos 20 Principios Activos que pretenden brindar soluciones ad hoc a la inmensa mayoría de los problemas relacionales con los que nos enfrentamos al dirigir personas, es fácil que esta propuesta pueda interpretarse como un ejercicio de vanidad intelectual o, incluso, como un pretencioso intento de sintetizar buena parte del conocimiento que, al respecto, pueda existir hasta la fecha.

Ni lo uno ni lo otro es lo que persigo. Por el contrario, he tenido siempre en mente la inquietud de poder verificar o «validar» todas estas reflexiones prácticas de un modo suficientemente convincente y exhaustivo, sin duda más allá de mi propia visión, para que ofrezcan elevadas probabilidades de éxito a quien se decida a aplicarlas en su propia realidad.

Y andando en la búsqueda de un «valedor» que mereciese el reconocimiento por parte de cualquier lector, fue cuando me topé con Shakespeare. O, mejor dicho, con una serie de situaciones, personas y textos que en poco tiempo me llevaron a comprender que, casi sin advertirlo, había dado con el mejor patrocinador posible para mis Principios Activos, puesto que, en realidad –y con otras palabras, evidentemente–, Shakespeare ya dejó escritas cosas muy parecidas hace algo más de cuatrocientos años.

Existen diversas razones de peso para justificar el deseo de validar lo que propongo en este libro mediante la cita de las obras de William Shakespeare. Y la mayoría de estas razones se basan en la abrumadora evidencia de sus conocimientos y experiencias para aconsejar sobre cómo dirigir personas, pues Shakespeare ha sido uno de los más grandes investigadores y observadores del espíritu humano y del alma de mujeres y hombres.

Para empezar, como autor dejó patente, una y otra vez, su extraordinaria capacidad para leer entre líneas y descifrar el comportamiento del ser humano, comprendiendo perfectamente los mecanismos de todo tipo que operan sobre nuestras emociones y, en consecuencia, sobre nuestros objetivos, anhelos y actuaciones. Realmente, pocos hombres han entendido tan íntimamente a sus congéneres y, además, han sido capaces de exponer ese entendimiento de forma tan clara, elegante y abundante. Shakespeare no solo fue un gran dramaturgo; fue un extraordinario observador de las conductas de hombres y mujeres en todos los contextos imaginables: ejercicio del poder, ansia de gloria, codicia, instinto de supervivencia, conflicto, pasión, amor, amistad, entusiasmo, dificultades, cautiverio, miedo, alegría, esperanza, respeto, adulación, celos, incomprensión, odio, lucha… Lo extraordinario de todo ello es que, con apenas un pequeño esfuerzo por «extraer» los textos fuera del siglo XVI y «reubicarlos» en el siglo XXI, las palabras que Shakespeare escribió en su época resuenan con absoluta vigencia reenfocadas a nuestra propia realidad.

Pero más allá de una razón tan evidente y reconocida como su maestría en el retrato de los sutiles y complejos mecanismos de nuestra psique, existen otros factores, menos conocidos pero igualmente convincentes, para tener muy presentes sus consejos, aun hoy en la actualidad. Shakespeare no solo fue autor; también fue empleado, directivo, inversor y empresario. Es decir, disfrutó de una visión extraordinariamente amplia y poco frecuente del mundo de las relaciones laborales, pues antes de ser patrón fue marinero y antes de ser propietario fue proletario. Difícilmente se podría pensar en alguien más capacitado y con una visión más amplia para aconsejar sobre cómo dirigir personas.

Por ello, cuando en una sola personalidad coinciden tantos elementos que propician una comprensión clarividente de quiénes somos y cómo pensamos y actuamos en el contexto de las relaciones profesionales, sería un desperdicio imperdonable no tener en cuenta sus observaciones en una temática que, como ya sabemos, sigue siendo la principal fuente de dudas e incertidumbre entre quienes están en la actualidad desempeñando labores de dirección, esencialmente similares a las que desempeñó el propio Shakespeare hace cuatro siglos.

Pero, con independencia de las razones de peso centradas en las grandes dotes demostradas por Shakespeare, aún ha existido otro aspecto que ha influido en mi elección del gran dramaturgo y pensador inglés. Y este aspecto tiene mucho que ver con el viejo dicho popular de que «a nadie le amarga un dulce», que, aplicado al presente texto, se refiere simplemente a lo «dulce» que resulta para cualquier autor pensar que sus palabras puedan encontrar un eco –siquiera difuso o metafórico– en las palabras magníficas que nos legó William Shakespeare. El solo hecho de que mi nombre pueda figurar al lado del suyo en una cubierta de libro es recompensa más que suficiente por todas las horas de trabajo que este texto me ha deparado.

Humana vanidad…